Exigua debido a
la temprana desaparición de su creador, la obra total de Arístides
Fernández Vázquez (1904-1934) cabe en un cubículo de pocos metros
cuadrados, pero su fuerza y magnetismo son tales que —al apreciarla
por primera vez en su conjunto— podemos percibir el por qué Lezama
Lima la catalogó de «islote en la plástica cubana, un punto de
incitación y enigma».
Como si se cerraran círculos en mi cabeza,
ahora entiendo la insistente recurrencia al
fatum para
tratar de explicar lo inexplicable: cómo en apenas seis meses —los
que mediaron hasta su muerte física— el joven pintor logró esos
pocos lienzos que lo convierten en la más pequeña constelación del
universo de la vanguardia pictórica cubana.
No consiguió
mostrarlos Arístides en vida, pero quedaron cual su única y perenne
exposición desde que en 1935 fueran dados a conocer al público por
su colega Jorge Arche y, en lo adelante, las ensayísticas de Lezama
Lima y Ángel Gaztelu se encargaran de legitimar póstumamente al
pintor —amigo de ambos— como una figura entrañable para el grupo
Orígenes.
Bastaría un solo hecho para encomiar la
iniciativa actual del Museo Nacional de Bellas Artes, y es que —por
fin— podemos apreciar en toda su nitidez
El Entierro de
Cristo, esa «obra impar, de excepción en toda la plástica
cubana de su generación, y verdadera isla pictórica que surge a
nuestros ojos con categoría de milagrosa sorpresa», al decir del
Padre Gaztelu.
En su pinacoteca de la iglesia del Espíritu Santo,
él guardó con amor ese magnífico óleo (1,50 x 2,00 m) como un
recuerdo de la hermana de Arístides y, al partir de Cuba en 1983, lo
dejó en posesión del Arzobispado de La Habana, que lo ha cedido en
préstamo para esta exposición, cuyo antecedente parece remontarse a
1965, cuando se hizo una similar en el propio Museo Nacional.
Conocíamos dicha pieza gracias a la reproducción que aparece en
Pintores cubanos, el catálogo que publicara Ediciones R en 1962 con
sendos ensayos introductorios de Oscar Hurtado y Edmundo Desnoes,
cuyas reflexiones todavía hoy se agradecen por su carácter incisivo
y polémico, en los que está implícito el contrapunteo con los
presupuestos críticos de Guy Pérez de Cisneros y Lezama Lima.
Guy incluía a
Arístides Fernández dentro del «círculo manuelino», aunque reconoce
que fue él «quien reaccionó con mayor vigor contra las leyes
estéticas de Víctor Manuel».
Lezama Lima hablaba de un
«cezannismo intuitivo» en la obra de su amigo, además de atribuirle
la influencia de Gauguin —de la que no escapó Víctor Manuel— y hasta
la de Vincent van Gogh.
Contradiciéndoles, Oscar Hurtado escribe
en su «Introducción a nuestra pintura»:
«Se ha tratado de
comparar a Arístides Fernández con Víctor Manuel. Esto es algo así
como oponer una promesa a una realidad (…) Arístides fue una de
nuestras mejores promesas, pero hablar de cezannismo en su obra es
una manera de disculparlo por no ser él mismo todavía».
Al
exhibir sus cuadros bajo el título «Entre el olvido y la memoria»,
reuniéndolos como fragmentos de un imán cuyo centro gravitacional es
El Entierro de Cristo, esa supuesta promesa parece haberse
consumado, hecho realidad en el tiempo…, haciéndonos reconocer junto
al autor de
Paradiso «que en los artistas muertos como por
sorpresa y anticipación, hay un latido, una fermentación especial en
la obra que pudieron allegar».