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Edición Especial  
 
 Martes 30 de noviembre



     

Un santo ruso en La Habana
En ceremonial sin precedentes en Cuba, la comunidad cristiana ortodoxa con residencia en esta isla acogió el icono de san Serafín de Sarov (1759-1833) con partículas de  las reliquias de ese santo, quien fuera canonizado en 1903 tras ser reconocido en vida como el guía espiritual con poderes milagrosos (starets) más popular en Rusia durante el siglo XIX.



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Un santo ruso en La Habana

De san Serafín de Sarov se cuenta que a los 35 años de edad inició su experiencia eremítica (del griego eremos, «desierto») retirándose a una cabaña en el bosque, a unos cinco kilómetros del monasterio donde había abrazado el sacerdocio en 1793.

La tarde de este lunes 22 de noviembre, en la Catedral Ortodoxa Rusa de la Virgen de Kazán, tuvimos la oportunidad de percibir el profundo significado del icono (del griego eikon, «imagen») para los cristianos ortodoxos. Tratándose de la imagen de san Serafín de Sarov, las muestras de devoción y júbilo eran notorias por ser uno de los santos más venerados en Rusia y también en Occidente.
Con partículas de reliquias sagradas, el importante icono fue traído a La Habana para ser conservado en ese templo ruso que, ubicado en las inmediaciones del puerto, se erige con sus cúpulas doradas desde fines de 2008 como un exponente genuino de la cultura bizantina y remanso de espiritualidad, incluso para quienes no profesan el credo ortodoxo en específico.
Dicha imagen fue «escrita» —pues el icono no se pinta, sino que se escribe (isógrafo)— en el complejo conventual Serafimo-Diveevsky, cuya fundación se encuentra estrechamente relacionada con la vida de San Serafín, de ahí la simbiosis de su nombre con la denominación del lugar donde está emplazada esa comunidad monástica femenina: el poblado de Diveevo, a 12 kilómetros de Sarov.
Situada en Nizhny Novgorod Oblast, en el centro de la parte europea de Rusia, esa ciudad recuperó el nombre en 1995, luego de haberse conocido secretamente como Arzamas-16 por iniciarse allí en 1946 los trabajos para dotar a la Unión Soviética del arma atómica, única alternativa defensiva tras la barbarie de Hiroshima y Nagasaki.

En la entrada del templo habanero, recibieron el icono de san Serafín el padre Viacheslav, abad de la Sacra Catedral Ortodoxa Rusa Nuestra Señora de Kazán (a la derecha), y el archimandrita Athenágoras, vicario de Cuba, con sede en la Catedral Ortodoxa Griega de San Nicolás de Mira, acompañados ambos por miembros de sus respectivas feligresías, unidas ambas en el acto de acoger esa imagen sagrada.

Era todavía un joven hierodiácono (diácono monje) en el monasterio de Sarov cuando, en 1789, Serafín fue elegido para cuidar a la primigenia comunidad de devotas que, tan sólo unos años antes, se había instalado en aquellos parajes. En lo adelante, durante toda su vida, se convertiría en el protector espiritual de aquellas mujeres, a las cuales les auguró que construirían un gran convento, lo cual se cumplió en 1862 acorde con su predicción de que ello ocurriría cuando escogieran a su duodécima superiora.
Es por ello que allí, en la iglesia de la Trinidad (Troisky), se conservan los restos de san Serafín —entre ellos, su cráneo— los cuales fueron hallados fortuitamente en 1990 en los fondos de reserva del Museo de la Historia de la Religión de Leningrado (hoy, San Petersburgo) y devueltos a las autoridades eclesiásticas. Dicho relicario, junto a varios de sus objetos personales —considerados igualmente sagrados—,  son reverenciados con un amor sin límites sobre la base de que, para el cristiano ortodoxo, los santos tienen la capacidad de acercar a la gente a Dios.
Dentro de esa misma lógica, al constituir una representación que invita a trascender el símbolo y a comulgar con la hipóstasis —o sea, con el arquetipo que ha sido representado—, el icono es como una ventana que posibilita al creyente tratar de comunicarse con el misterio de la divinidad; en el caso de san Serafín, a través de alguien que estuvo más cercano a ella por poseer dones y virtudes superiores a la de los simples mortales.
Lejos de cualquier forma de idolatría, debe entenderse que estas manifestaciones de amor genuino hacia el icono —trátese de Cristo, la Virgen o un santo— enraízan en una sólida teología y surgen de un crisol de luchas ideológicas y físicas (persecuciones y destrucciones de imágenes).
Esa larga contienda entre iconoclastas e iconódulos (defensores del icono) arrecia durante el segundo concilio de Nicea, celebrado en 787, y no llega a resolverse hasta marzo de 843, cuando por fin son aceptadas las imágenes sagradas.
Habiéndose obtenido esta victoria durante el primer domingo de Cuaresma, todos los años es celebrada como la fiesta del triunfo de la Ortodoxia, pues se logró vencer a las herejías de los primeros siglos que negaban la encarnación de Cristo (o sea, su naturaleza humana) y, por tanto, rechazaban cualquier representación de su imagen.

SERAFÍN, EL STARETS
De este monje ruso se cuenta que a los 35 años de edad inició su experiencia eremítica (del griego eremos, «desierto») retirándose a una cabaña en el bosque, a unos cinco kilómetros del monasterio donde había abrazado el sacerdocio en 1793.
Vestía una sola muda de ropa, tanto en verano como en invierno; él mismo se procuraba el alimento y apenas dormía, dedicándose a leer el Evangelio y a rezar largamente. Era visitado raramente por algunas personas —entre ellas, las ya mencionadas devotas—, que respetaban su profundo ascetismo. Un día le vieron dar de comer pan con su mano a un oso.  
Creyendo que recibía dinero y alhajas de sus visitantes, en 1804 fue herido de gravedad por unos salteadores que le golpearon con un hacha hasta dejarlo inconsciente. Salvó milagrosamente, aunque quedó maltrecho: de ahí que su figura aparezca algo encorvada en los iconos, todos los cuales han sido escritos tomando como referencia un retrato que le hicieran en vida, cinco años antes de su deceso.
Ya curado, intercedió por sus victimarios cuando éstos fueron apresados y, tras regresar a su ermita, vivió tres años como estilita (una de las formas más drásticas y originales del ascetismo oriental) sobre una pequeña piedra, rezando miles de horas por un mundo convulsionado por las guerras napoleónicas. Durante un año mantuvo voto de silencio, sin encontrarse ni conversar con nadie. Aunque regresó en 1810 temporalmente a su monasterio de origen, poco tiempo después volvió a su cabaña y allí vivió hasta que en 1825 dio por concluida su vida en solitario.
A partir de entonces, con 66 años de edad, se convirtió en un guía en el que todos los creyentes reconocían a un ejemplo de santa virtud, fe incondicional y paz espiritual. Como alguien a quien el Espíritu Santo había provisto de dones especiales, entre ellos, la habilidad de leer los corazones (cardiognosis) y curar a los enfermos, además de realizar profecías.  O sea, era escuchado y consultado como un starets, el más famoso de Rusia durante el siglo XIX.

En la ceremonia participaron, además de los clérigos y fieles ortodoxos, el miembro del Consejo de la Federación Rusa Alexánder Savenkov; el embajador de Rusia en Cuba, Mijail Kamynin; representantes del cuerpo diplomático y autoridades gubernamentales cubanas.


Ejemplo de humildad y sabiduría, recibía de la misma manera tanto a la gente pobre y enferma como a las altas dignidades del Estado y de la Iglesia, entre las que se cuenta el zar Alexander I. A todos saludaba con una expresión jubilosa en el rostro y la frase: «¡Alegría mía, Cristo resucitó!». Se conserva testimonio escrito de sus conversaciones, encuentros y experiencias místicas gracias a un tal Motovilov, a quien curó de una parálisis de sus piernas. También hay una Vida de Serafín, obra de Sergio, monje de Sarov.
Murió Serafín el 2 de enero de 1833 mientras rezaba de rodillas ante el icono de la Virgen María, de la cual había tenido varias visiones, y fue canonizado el 19 de julio de 1903. Tras el triunfo de la Revolución de Octubre, a tenor con la convulsa situación en Rusia debido al enfrentamiento entre ateos y creyentes, sus reliquias fueron requisadas en 1922 y enviadas a Moscú.
Aparecieron en Leningrado en 1990, como ya se ha dicho antes, y fueron expuestas en varias ciudades antes de ser llevadas al complejo conventual Serafimo-Diveevsky. De allí ha llegado a Cuba este icono como un regalo a su comunidad ortodoxa y no sólo a ella, sino también a quienes guardamos un cariño especial por la cosas de Rusia, tras haber vivido allá en una etapa de nuestras vidas.
Desde 2007, san Serafín es también venerado como el protector de los trabajadores de la esfera nuclear por aquello de que, gracias a los trabajos en Arzamas-16 (hoy, Sarov), se logró la paridad atómica entre las potencias después de la Segunda Guerra Mundial. ¡Ojalá y su carisma asista al mundo para que siempre sea la paz!

Argel Calcines Pedreira
Editor general de Opus Habana

 

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