Sobre el pater familia «un buen señor, que trabaja como un burro, de la mañana a la noche, ya en un empleo oficinesco, ya como abogado, como médico, ya como comerciante o industrial», y el homenaje que una vez al año deben rendirle sus hijos a éstos que «ya ni siquiera son considerados padres, sino papis».
No es posible negar que si el padre continúa ostentando entre nosotros, en teoría y en el orden legal, el cetro supremo de la familia criolla, en la práctica su autoridad se encuentra en lamentable decadencia.
Una de las más las más agudas y lamentables manifestaciones de la pésima educación colonial del cubano ha sido, sin duda alguna, la ausencia de consideración y respeto públicos hacia lo que para el hombre, que no sea un mal nacido, debe ser el amor de los amores: la madre.
Vicio nefasto, heredado de nuestros antepasados, fue siempre en Cuba el desprecio, el ludibrio y la chacota hacia la madre. La máxima ofensa que puede hacerse al ser humano —ver atacada o menospreciada a la que le dio el ser— ofensa intolerable que se explica sea castigada hasta con la muerte del ofensor, constituía para el criollo, como para el peninsular, motivo de corriente burla que se aceptaba y contestaba como algo, natural y sin importancia, como una gracia. Y esa gracia llegaba al extremo de mentarse la madre en el trato diario amigos íntimos y hasta hermanos. Y en la calle, la casa, el club o el teatro, el hecho de pronunciarse la palabra madre daba lugar a estrepitosos golpes sobre el asiento, la mesa o la pared, equivalentes al paso con que se rechazaba la ofensa implícita que la simple mención de la palabra madre envolvía. Este menosprecio hacia la madre manchó también la inocencia y la pureza de los juegos infantiles, y todavía se suele oír a los niños, en calles y parques, exclamar: «Su madre del que llegue el último».
El inolvidable Víctor Muñoz, que fue uno de nuestros más notables escritores de costumbres de los tiempos republicanos, conocedor de ese vicio nefando de que el criollo adolecía, se propuso cortarlo de raíz, consagrándoles a las madres un día al año de homenaje público, y al efecto, logro que el Ayuntamiento habanero, al cual pertenecía, como concejal, acordase instituir oficialmente el Día de las Madres. Recibida, primero, esta felicísima y certera iniciativa, con indiferencia, por unos, y con burlona hostilidad. Por otros, ha ido poco a poco arraigando en los hábitos y costumbres de nuestra capital, de tal modo que ya es hoy aceptada y practicada por la inmensa mayoría de la población habanera y aún por la de otros muchos lugares de la República. Flores blancas y rojas se venden a millares el Día de las Madres, y hombres y mujeres, jóvenes y viejos, las ostentan orgullosos sobre su pecho, ya como demostración de cariño hacia la madre viva, ya como homenaje de amoroso recuerdo hacia la madre desaparecida. Fue tal la demanda del reciente Día de las Madres, que los floreros ambulantes y los jardines hicieron su agosto, vendiendo cada flor roja o blanca hasta a peseta, y será necesario el próximo año, que la Administración Municipal y la Policía tomen cartas en lo que, sin duda, puede llegar a constituir un abuso y una explotación.
Pero no se limita hoy en día esta hermosa práctica de festejar a las madres una vez al año, a la ostentación de la flor roja o blanca sobre el pecho, sino que los hijos y las hijas han extendido el homenaje, unos depositando flores sobre la tumba de la madre muerta, y otros obsequiando a la madre viva con algún regalo a ella grato, para su uso personal.
La alta finalidad educativa que Víctor Muñoz se propuso realizar al instituir el Día de las Madres, está ya lograda, y desarraigado casi totalmente de nuestras costumbres —especialmente en La Habana— aquel menosprecio que a la madre se tenía desde los tiempos coloniales. Prueba ello que las críticas y las prédicas, cuando las anima la razón, al fin fructifican, si se tiene constancia en mantener las campañas en ese sentido emprendidas. Ahora, por iniciativa de la brillantísima escritora Dulce María Borrero de Luján, acaba de instituirse, aunque no con carácter oficial, el Día de los Padres. Lógico parece que sea una mujer la que haya lanzado la idea de este nuevo homenaje, y las razones que en defensa de la misma ha aducido la señora Borrero tienen que ser por todos aceptadas, aunque en este caso no se trate de combatir vicio alguno social ni de elevar ante la colectividad la figura del padre de familia.
Pero no es posible negar que si el padre continúa ostentando entre nosotros, en teoría y en el orden legal, el cetro supremo de la familia criolla, en la práctica su autoridad se encuentra en lamentable decadencia. No es que el nombre de padre reciba el desprecio o la burla públicos, como lo recibía el de madre, sino que a la estructuración moderna de la familia y del hogar ha roto por completo el poder omnímodo que el padre ejercía sobre la esposa y los hijos, y también sobre yernos y nueras y sobre los nietos. Hoy los verdaderos dueños y señores del hogar son los hijos. Estos, desde pequeños, se independizan e imponen su voluntad a los padres, y los padres se convierten así en servidores de los hijos. Y el padre, además, en sumiso esclavo de la esposa. Cada quien en la familia moderna campa por sus respetos, pero el padre continúa siendo el pagano de siempre, ahora sin mando ni control familiar algunos. Me refiero, desde luego, a ese tipo de familia criolla que ha cogido y practica todos los modernismos, menos el único modernismo verdaderamente laudable y… moderno: el de que no haya zánganos en el hogar.
Generalmente las familias así organizadas viven del cuento o de la lija.
El pater familia es un buen señor, que trabaja como un burro, de la mañana a la noche, ya en un empleo oficinesco, ya como abogado, como médico, ya como comerciante o industrial.
Lucha desesperado por salir triunfante en su carrera o profesión o por llevar adelante su negocio.
Tiempos malos, depresiones económicas, perturbaciones políticas, impuestos, homenajes a altos funcionarios públicos, rifas de todas clases, suscripciones para obras benéficas… lo agobian, semana tras semana lo atropellan, le quitan el sueño, el apetito y hasta el deseo de seguir viviendo.
Pero todos estos contratiempos, luchas y dificultades resultan un paraíso con ángeles, arcángeles y serafines, si se les compara con el ciclón que le espera a este buen hombre y excelente padre de familia, cuando llega a su casa, deseoso de descanso, bienestar, gratas palabras y cariñosas miradas.
Nada de ello encontrará en su hogar. Por el contrario en él su infortunio alcanzará límites insospechables. La esposa y los hijos, si es que cuando él regresa de su trabajo se hallan en la casa, sólo han de dirigirle la palabra, bien para reprocharle algún olvido de peticiones anteriores, bien para formularle nuevas peticiones, o para embarcarlo en la aventura —tan lejana del anhelado reposo hogareño— de un baile, una fiesta, una comida, el teatro, el cine, con sus correspondientes erogaciones económicas.
Y si este infeliz padre de familia moderna esta chapado a la antigua, ha de sufrir, sin chistar, las radicales costumbres de sus hijos, y sobre todo de sus hijas. Él, que seguramente no le fue permitido usar llavín y llegar tarde por la noche, hasta ya bien entrado en los 25, ahora tiene que tolerar a sus hijos, mocosos, sin cumplir los 15, fumando en su presencia, saliendo solos o con sus amigos, y entrando en la casa, con llavín propio, a la hora que les parezca, sin dar excusa siquiera de dónde fueron ni con quiénes se reunieron.
Y no digamos nada de los mortales padecimientos que experimenta este padre de familia criollo, contemplando a sus hijas vestidas siempre de playa —de playa ultracontemporánea— enseñando despreocupadamente brazos sin mangas, piernas sin medias, espaldas al aire y escotes sin fin, sin soltar el pitillo de los pintados labios, cocteleándose de lo lindo y saliendo solas o en parties, chaperoneadas, a lo más, por alguna compañera que ha adquirido respetabilidad por haberse casado hace pocos meses con algún chiquito de sociedad, tan pepillito como pepillita es ella —la joven señora— y son los jóvenes y muchachas que chaperonea.
Y encima de la contemplación de este pavoroso cuadro, el buen padre de familia tiene que pagar todas esas extravagancias y todos esos caprichos de sus hijos, buscando, para satisfacerlos, de debajo de la tierra si es necesario, el dinero que él no gana en cantidad suficiente para sostener tal tren de vida rumbosa y lijosa. Y a más de sostener la máquina del hijo o la hija, ha de abonar las multas en que éstos incurren y los desperfectos ocasionados al vehículo, casi todos los meses, por el delirio de velocidad que anima a la juventud de nuestros días.
Y debe soportar, igualmente, el padre de familia criollo de la hora de ahora, las impertinencias, majaderías, malacrianzas y falta de respeto de los graciosísimos amiguitos y amiguitas de sus hijos, y las de los noviecitos y noviecitas, que más tarde, catastróficamente, han de convertirse en hijos e hijas políticos… de lo más impolíticos que darse puede, y que, como es natural, o mejor dicho, muy moderno, vivirán a costa del desesperado padre.
Y cuando este hombre —héroe y mártir— en momentos en que piensa insistentemente en el suicidio como única áncora de salvación para su infinita desgracia, vuelve los ojos en busca de una mirada o una frase de aliento, apoyo e identificación de su cara mitad, de su amada compañera —¡oh, horror de los horrores!—, se encuentra que ésta ha desaparecido para irse corriendo a un bridge, o a un almuerzo de damas, o a una junta benéfica, o a una reunión política, o al club, o a la playa; y si por casualidad la esposa está al alcance de sus miradas y de sus palabras, el buen padre de familia no ha de encontrar en ella ni el apoyo, ni el aliento, ni la identificación que buscaba, sino por el contrario, una mirada hostil o indiferente, o una frase de censura por no haberse sabido aprovechar en su destino o en su negocio, en su profesión o en la política, como tantos otros listos que tienen siempre dinero de sobra para satisfacer las necesidades de su familia, sin andar, como él, escatimando el centavo; u observa que su amada cónyuge, camouflageando sus años y sus mataduras físicas, con estucos y afeites, pretende alternar, de igual a igual con sus hijas de 15 abriles, y envidia, en el fondo de su alma, las libertades y modernidades de que ella no pudo gozar en su juventud, y anhela se le presente ahora la oportunidad de echar una cana al aire, una cana, desde luego, bien teñida de color caoba o rubio platinado…
Bien merecen, pues, los padres criollos modernos —que ya ni siquiera son considerados padres, sino papis— este homenaje que una vez al año deben rendirle sus hijos; aunque mucho me temo que nuestros PAPIS, en vez de recibir ese día la ofrenda filial de su descendencia, ésta se los comerá a picadas, por lo que el Día de Homenaje a los Padres corre el peligre de convertirse en Día de Picadas a los Padres.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
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