Desde hace cuatro siglos, el Castillo de los Tres Reyes del Morro se yergue a la entrada de la bahía como bastión y faro. Su solidez y prestancia impiden olvidar al hombre que proyectó en La Habana una de las fortalezas más formidables de América.
A su ingenio se debe la construcción del Castillo de los Tres Reyes del Morro, la fortaleza de San Salvador de la Punta y la Zanja Real..
Bautista Antonelli eligió la profesión por la que los varones de su familia eran conocidos en todo el imperio español. Como su hermano Juan Bautista, había dedicado su juventud e intelecto al arte de la ingeniería militar.
Aunque nacido en la Romagna, Italia, Bautista sirvió durante la mayor parte de su vida al Rey de España, a cuyas órdenes entró hacia 1570. Las costas del Levante y Bebería conocieron sus trabajos de fortificación contra turcos y moros, a la par que se comentaban ciertas labores de espionaje suyas en el reino de Portugal, que le habían valido los favores del soberano español.
Bautista estuvo muchos años al servicio de Felipe II, entrelazando sus dotes de ingeniero con las de espía. Se decía que, durante algún tiempo, ofició bajo las órdenes del rey Sebastián de Portugal y que, mientras trazaba las plantas de las fortificaciones portuguesas, España recibía con agrado los datos sobre el arsenal y las defensas del reino vecino.
Veinticinco años consagrados a la Corona, rodearían su nombre de un aura de romanticismo que enmascaraba los verdaderos eventos de su pasado tras los atractivos espacios de la fabulación.
RUTA Y DESTINO
Para Antonelli, 1583 no fue un año afortunado. Engañosamente, había comenzado con promesas de prosperidad que marcaban nuevos destinos geográficos. Antonelli estaba unido a una expedición hacia el Estrecho de Magallanes, donde pensaba iniciar las obras de fortificación de esa zona.
Sin embargo, ese año, el barco en que viajaba encalló al salir de la isla de Santa Catalina, y aún debió agradecer la buena suerte que le permitió sobrevivir.
España lo recibió casi desnudo y extremadamente desanimado, a tal punto que decidió entrar en un monasterio y pasar allí el resto de su vida. Pero sus amigos no le permitieron que, enmascarada de fe, la depresión lo llevara a tomar los hábitos, pues conocían que ese apresurado paso se debía a las dificultades económicas provocadas por aquel desafortunado viaje. Le prestaron dinero y lo animaron a aceptar una comisión en las Indias Occidentales junto al maese de campo Juan de Texeda.
Las incursiones de Francis Drake en el Caribe había comenzado a inquietar seriamente a Felipe II, que se percataba por vez primera de cuán indefensas estaban las posesiones de ultramar ante el poderío militar de los corsarios.
La villa de San Cristóbal de La Habana tenía un sistema defensivo precario, aun cuando —desde que se implantara la comunicación por flotas entre América y España— fuera punto de reunión de todos los buques que regresaban a Europa con los dividendos de las colonias. Su única fortificación sólida era el Castillo de la Real Fuerza que, debido a su emplazamiento al fondo del canal de entrada a la bahía, era ineficaz para la defensa de la villa y se utilizaba como almacén y vivienda de los gobernadores.
Antonelli partió para el Nuevo Mundo en 1586, con la tarea de planear la construcción de fortalezas en La Habana, Santa Marta, Cartagena de Indias, Río Chagres, Panamá, Santo Domingo y San Juan de Puerto Rico. Era un plan ambicioso que, de llevarse a cabo, modificaría radicalmente la situación en el plano defensivo de las colonias españolas.
Desembarcó en La Habana el 2 de julio de 1587. Para Juan Bautista de Rojas y Pedro de Arana, oficiales reales, Antonelli sería sólo «el yngeniero», cuya presencia era mirada con recelo. Les molestaba sobremanera que un extranjero, italiano por añadidura, viniese a disponer la realización de unas fortalezas que no creían muy necesarias.
Esa animadversión se reafirmó cuando Juan de Texeda les exigió el pago de cincuenta ducados por los planos que Antonelli había trazado. La negativa de ellos a ceder un solo céntimo, provocó la más airada de las reacciones en Texeda, quien mandó a arrestarlos. Antonio Maldonado, capitán de infantería, y quince o veinte de sus acólitos trasladaron a los sorprendidos oficiales reales hacia La Fuerza, donde el maese de campo los mantuvo encerrados en los calabozos por mas de dos horas.
Con su rechazo, los oficiales reales olvidaban que eran ingenieros italianos los que habían introducido en América las fortificaciones modernas, disfrutando de toda la confianza de los monarcas españoles.
En 1588 Antonelli verificaba por mandato real las fuentes de agua con vistas a un futuro proyecto de zanja. Hasta ese momento, la villa se abastecía gracias al transporte por barcas, medio insuficiente y plagado de dificultades. De modo que, al regresar a España ese mismo año, el ingeniero probablemente llevara las trazas de lo que sería la Zanja Real, así como esbozos de los Tres Reyes del Morro y de San Salvador de la Punta.
De esos tres proyectos, sólo vería realizado en su totalidad el primero, ya que las obras de La Punta terminaron hacia 1600, mientras que treinta años después se concluyó el Morro, aunque desde 1615 esta última fortaleza se encontraba ya lista para defender la ciudad de un posible ataque.
En febrero de 1589, el Rey ordena que Texeda (designado gobernador) y Antonelli regresen a La Habana para comenzar las labores en las fortalezas.
Para Bautista, el retorno a Las Indias prometía ser una ventajosa fuente de ingresos. Su sueldo había sido estipulado por real cédula en «cient ducados... cada mes y quatrocientos ducados de ayuda de costa por una vez».
Debido a la urgencia del viaje, se había autorizado que lo realizaran fuera del sistema de flotas, pero con la condición de no llevar mercancía alguna que llamara la atención de los corsarios. Sin embargo, no fue el acoso de los enemigos de la Corona la causa que obstaculizó el feliz término de la travesía. El barco en que venían naufragó a la vista de Puerto Rico el 9 de abril, perdiéndose gran parte de la carga, principalmente herramientas imprescindibles para los trabajos previstos.
Sucedió que, a las alturas de Guaniguanico, la nave sustituta también embarrancó, pero sus tripulantes salieron ilesos de puro milagro.
MANOS A LA OBRA
En 1589 Antonelli asentó las piedras maestras del castillo de los Tres Reyes del Morro. No era la primera edificación erigida en aquel lugar. Cuando en 1563 el gobernador, Diego de Mazariegos, construyó allí «una torre de calicanto», ya hacía mucho que esa posición servía para el emplazamiento de centinelas que previnieran a la ciudad en caso de ataque, los cuales estaban protegidos seguramente por algún refugio.
Los trabajos del Morro iban extremadamente lentos por no contarse con la mano de obra y los fondos necesarios. Las relaciones del ingeniero con el maese de campo se habían deteriorado de manera considerable. En un año de construcción se habían gastado poco más de doscientos cincuenta mil ducados, debido a la pésima administración de los recursos financieros, o lo que es decir, a la ineficiencia de Texeda y los oficiales reales.
El primero de marzo de 1590, Antonelli solicitó por escrito la presencia de su sobrino Cristóbal Roda, quien llegó a La Habana al año siguiente para servirle de ayudante y sustituirlo cuando saliera de viaje, cosa que hacía con frecuencia para revisar trabajos en otras colonias del Caribe y del Golfo de México. En esa misiva al Rey, Antonelli escribe: «... mi celo es aceptar en el servicio de vuestra magestad y caminar por las pisadas de mi hermano Joan Baptista Antonelli».
El equívoco que terminaría por fusionar a ambos hermanos ya había comenzado. Sus contemporáneos lo llamaban indistintamente Juan Bautista o Bautista, sin percatarse —tal y como ahora le sucede a muchos historiadores— que se trataba de personas diferentes. También se le suele confundir con su hijo Juan Bautista, autor del Morro de Santiago de Cuba. Antonelli ignoraba lo que el tiempo y la memoria harían con su nombre, como apenas se conoce que, más allá de su labor en la «fábrica de castillos», proyectó la Zanja Real en rol de ingeniero.
En carta del 29 de marzo de 1591, Juan de Texeda comunica al Rey que los barcos de la flota tendrían solucionado ese año el suministro de agua, «que aunque no será dentro de la villa será vna gran comodidad para los navíos».
A mediados de abril de 1593, ya se disponía de agua dentro de la villa «en una corriente tan grande como el cuerpo de un buey», volumen suficiente para proveer a la ciudad de un lavadero público, un pilón, y solucionar el abasto a los castillos de La Punta y la Real Fuerza, así como a los buques que anclaban en la bahía.
A pesar de que la obra concluyó en buen término y se le catalogaba como excelente (por primera vez San Cristóbal de La Habana contaba directamente con agua potable), la familia Recio alegó que existía fraude en la relación que Hernán Manrique de Rojas había hecho del dinero invertido para ejecutar la Zanja, por lo que Antonelli nunca pudo cobrar sus honorarios.
El pleito por la deuda continuaba en 1610, cuando cierta doña Ana de Soto presentó una petición ante el cabildo en nombre de Cristóbal de Roda. La solicitud quedó recogida en las Actas Capitulares del Ayuntamiento de la Ciudad, mas la deuda finalmente quedó como legado para el hijo de Antonelli, Juan Bautista, quien llegó de Santiago de Cuba en 1639 para comenzar la construcción de los reductos de la Chorrera y Cojímar.
PASIONES Y DESVELOS
Juan de Texeda fue destituido, y en 1593 lo sustituyó Juan Maldonado Barnuevo, quien —con tal de solucionar los problemas financieros que afrontaba la construcción de las fortalezas— presionó a los «hombres ricos y de trato» para que le facilitaran un préstamo, además de prohibir la venta de vino en aquellas tabernas cuyos propietarios no contribuyesen al empréstito.
Los problemas entre Antonelli y Maldonado aumentaban cada día. Hasta ese momento, Cristóbal de Roda, de probada experiencia en el oficio, había ocupado el cargo de veedor de las obras. Pero en su lugar, el gobernador había nombrado a Juan de Eguiluz, «vn criado suyo... el cual es moço y de poca esperiencia que en su vida ha visto esa obra», según afirmaba Antonelli. La situación llegó a tal punto que el ingeniero escribió al Rey solicitando la autonomía necesaria para trabajar sin intromisiones, o la licencia para regresar a España.
Maldonado decía que poner la dirección de los trabajos en manos de Antonelli era un error considerable, ya que «no asiste a las obras mas que algunos rratos a las mañanas y no todos los días». Lo acusaba, además, de aprovechar a los obreros y forzados que laboraban en las fortificaciones para construirse una casa.
Por su parte, Roda escribía al Rey que «el gobernador no tiene amor a fabricas sino a coger dinero». Sobre su propia situación era bien explícito: «Yo me saldré un dia de aquí y me iré sin licencia adonde Dios me ayudare (...) los ministros de su magestad nos tratan de manera que es para quitar la gana de servir al que mejor gana y zelo tiene... Entre turcos me tratarían mejor». Pedía, o la subida del sueldo, o permiso para marcharse. Hacia 1596 se le aumentó la paga a 800 ducados anuales y, más tarde, a gratis, pero su relación con las autoridades continuó siendo particularmente difícil.
La Corona ordenó en 1594 que Antonelli marchara a Nombre de Dios para atender el traslado de esa ciudad hacia Portobello, por lo que tiene que dejar en manos de su sobrino las obras del Morro y La Punta.
Cristóbal de Roda tendría que enfrentarse con la autoridad del gobernador, quien afirmaba que su controversia con Antonelli había surgido a partir de que enjuiciara su trabajo en La Punta, considerándolo «errada obra».
Un episodio bastante oscuro complicó al máximo la relación entre Maldonado y Roda. Según parece, éste había enviado a un obrero suyo a desfigurar el rostro del licenciado Ancona, médico de la flota. El conflicto giró en torno a una mujer casada. Los celos ocasionaron al desventurado una gran herida de cuchillo. Aprovechando el escándalo que suscitó el incidente, Maldonado puso tras las rejas a Roda y al cantero que, supuestamente a su servicio, había empleado el arma.
El Rey debió haber escuchado a Roda en detrimento del gobernador, ya que el inculpado no fue condenado a galeras y se ordenó ponerlo en libertad.
Maldonado retornó sus acusaciones contra Antonelli en agosto de 1595 cuando, al sobrevenir un huracán, informó a la Corona que el castillo de La Punta se había derrumbado «sin dejar... señal de muralla ni terraplenes». A sus ojos, este desastre no hacía más que aprobar la incompetencia del ingeniero y «tanta flaqueza y falsedad» en la ejecución de sus obras.
La explicación de Antonelli era más simple: para que las gallinas del alcaide de La Punta no se extraviasen, se taparon los desagües. El agua estancada había aumentado el peso de las murallas, que no pudieron resistir el embate del viento y las olas. En real cédula del 19 de noviembre de 1595, el Rey le escribía ratificándole su confianza.
Bautista Antonelli regresó a España en 1599, donde intervino en la conquista y fortificación del Larache, en Marruecos, y en las obras de defensa de Gibraltar. Realizó un pequeño viaje a América en 1604 para estudiar la defensa de las salinas de Araya y, posteriormente, retornó a la metrópoli. Murió en Madrid en febrero de 1616, y fue enterrado en el Convento de los Carmelitas Descalzos. Cristóbal de Roda permaneció en la Isla hasta 1609 y falleció en Cartagena de Indias en 1631.
EPÍLOGO
La leyenda de la que Antonelli forma parte, narra que Francis Drake fue contenido y destruido por la excelencia de las fortificaciones que aquél trazó. Más de dos siglos después, exactamente en 1839, José Antonio Echeverría publicaba en La cartera cubana su novela Antonelli. El autor parece retornar el episodio entre Roda y el médico de la flota, pero lo encarna en un Antonelli maduro, enamorado hasta la irracionalidad de la cubana Casilda, mucho más joven y felizmente comprometida con un criollo de su misma edad. El ingeniero incita a un peón ofendido a que elimine a su rival, más afortunado.
Complementado con la pasión del amante, el mito —tan unido al pasado romántico de la ciudad— dependía de la fabulación para reaparecer, para suplir los imperdonables olvidos de la memoria que desterraron irremediablemente a Bautista Antonelli a los generosos espacios de la ficción.
Después de pasar por ellas, las principales ciudades de Centroamérica y el Caribe asumieron otra fisonomía. Él las dotó de símbolos propios y duraderos: esas fortificaciones que aún hoy parecen proteger pese a la caducidad de su eficacia de antaño.
La huella que dejó en la piedra todavía puede hacernos recordar su olvidado nombre.
Aunque nacido en la Romagna, Italia, Bautista sirvió durante la mayor parte de su vida al Rey de España, a cuyas órdenes entró hacia 1570. Las costas del Levante y Bebería conocieron sus trabajos de fortificación contra turcos y moros, a la par que se comentaban ciertas labores de espionaje suyas en el reino de Portugal, que le habían valido los favores del soberano español.
Bautista estuvo muchos años al servicio de Felipe II, entrelazando sus dotes de ingeniero con las de espía. Se decía que, durante algún tiempo, ofició bajo las órdenes del rey Sebastián de Portugal y que, mientras trazaba las plantas de las fortificaciones portuguesas, España recibía con agrado los datos sobre el arsenal y las defensas del reino vecino.
Veinticinco años consagrados a la Corona, rodearían su nombre de un aura de romanticismo que enmascaraba los verdaderos eventos de su pasado tras los atractivos espacios de la fabulación.
RUTA Y DESTINO
Para Antonelli, 1583 no fue un año afortunado. Engañosamente, había comenzado con promesas de prosperidad que marcaban nuevos destinos geográficos. Antonelli estaba unido a una expedición hacia el Estrecho de Magallanes, donde pensaba iniciar las obras de fortificación de esa zona.
Sin embargo, ese año, el barco en que viajaba encalló al salir de la isla de Santa Catalina, y aún debió agradecer la buena suerte que le permitió sobrevivir.
España lo recibió casi desnudo y extremadamente desanimado, a tal punto que decidió entrar en un monasterio y pasar allí el resto de su vida. Pero sus amigos no le permitieron que, enmascarada de fe, la depresión lo llevara a tomar los hábitos, pues conocían que ese apresurado paso se debía a las dificultades económicas provocadas por aquel desafortunado viaje. Le prestaron dinero y lo animaron a aceptar una comisión en las Indias Occidentales junto al maese de campo Juan de Texeda.
Las incursiones de Francis Drake en el Caribe había comenzado a inquietar seriamente a Felipe II, que se percataba por vez primera de cuán indefensas estaban las posesiones de ultramar ante el poderío militar de los corsarios.
La villa de San Cristóbal de La Habana tenía un sistema defensivo precario, aun cuando —desde que se implantara la comunicación por flotas entre América y España— fuera punto de reunión de todos los buques que regresaban a Europa con los dividendos de las colonias. Su única fortificación sólida era el Castillo de la Real Fuerza que, debido a su emplazamiento al fondo del canal de entrada a la bahía, era ineficaz para la defensa de la villa y se utilizaba como almacén y vivienda de los gobernadores.
Antonelli partió para el Nuevo Mundo en 1586, con la tarea de planear la construcción de fortalezas en La Habana, Santa Marta, Cartagena de Indias, Río Chagres, Panamá, Santo Domingo y San Juan de Puerto Rico. Era un plan ambicioso que, de llevarse a cabo, modificaría radicalmente la situación en el plano defensivo de las colonias españolas.
Desembarcó en La Habana el 2 de julio de 1587. Para Juan Bautista de Rojas y Pedro de Arana, oficiales reales, Antonelli sería sólo «el yngeniero», cuya presencia era mirada con recelo. Les molestaba sobremanera que un extranjero, italiano por añadidura, viniese a disponer la realización de unas fortalezas que no creían muy necesarias.
Esa animadversión se reafirmó cuando Juan de Texeda les exigió el pago de cincuenta ducados por los planos que Antonelli había trazado. La negativa de ellos a ceder un solo céntimo, provocó la más airada de las reacciones en Texeda, quien mandó a arrestarlos. Antonio Maldonado, capitán de infantería, y quince o veinte de sus acólitos trasladaron a los sorprendidos oficiales reales hacia La Fuerza, donde el maese de campo los mantuvo encerrados en los calabozos por mas de dos horas.
Con su rechazo, los oficiales reales olvidaban que eran ingenieros italianos los que habían introducido en América las fortificaciones modernas, disfrutando de toda la confianza de los monarcas españoles.
En 1588 Antonelli verificaba por mandato real las fuentes de agua con vistas a un futuro proyecto de zanja. Hasta ese momento, la villa se abastecía gracias al transporte por barcas, medio insuficiente y plagado de dificultades. De modo que, al regresar a España ese mismo año, el ingeniero probablemente llevara las trazas de lo que sería la Zanja Real, así como esbozos de los Tres Reyes del Morro y de San Salvador de la Punta.
De esos tres proyectos, sólo vería realizado en su totalidad el primero, ya que las obras de La Punta terminaron hacia 1600, mientras que treinta años después se concluyó el Morro, aunque desde 1615 esta última fortaleza se encontraba ya lista para defender la ciudad de un posible ataque.
En febrero de 1589, el Rey ordena que Texeda (designado gobernador) y Antonelli regresen a La Habana para comenzar las labores en las fortalezas.
Para Bautista, el retorno a Las Indias prometía ser una ventajosa fuente de ingresos. Su sueldo había sido estipulado por real cédula en «cient ducados... cada mes y quatrocientos ducados de ayuda de costa por una vez».
Debido a la urgencia del viaje, se había autorizado que lo realizaran fuera del sistema de flotas, pero con la condición de no llevar mercancía alguna que llamara la atención de los corsarios. Sin embargo, no fue el acoso de los enemigos de la Corona la causa que obstaculizó el feliz término de la travesía. El barco en que venían naufragó a la vista de Puerto Rico el 9 de abril, perdiéndose gran parte de la carga, principalmente herramientas imprescindibles para los trabajos previstos.
Sucedió que, a las alturas de Guaniguanico, la nave sustituta también embarrancó, pero sus tripulantes salieron ilesos de puro milagro.
MANOS A LA OBRA
En 1589 Antonelli asentó las piedras maestras del castillo de los Tres Reyes del Morro. No era la primera edificación erigida en aquel lugar. Cuando en 1563 el gobernador, Diego de Mazariegos, construyó allí «una torre de calicanto», ya hacía mucho que esa posición servía para el emplazamiento de centinelas que previnieran a la ciudad en caso de ataque, los cuales estaban protegidos seguramente por algún refugio.
Los trabajos del Morro iban extremadamente lentos por no contarse con la mano de obra y los fondos necesarios. Las relaciones del ingeniero con el maese de campo se habían deteriorado de manera considerable. En un año de construcción se habían gastado poco más de doscientos cincuenta mil ducados, debido a la pésima administración de los recursos financieros, o lo que es decir, a la ineficiencia de Texeda y los oficiales reales.
El primero de marzo de 1590, Antonelli solicitó por escrito la presencia de su sobrino Cristóbal Roda, quien llegó a La Habana al año siguiente para servirle de ayudante y sustituirlo cuando saliera de viaje, cosa que hacía con frecuencia para revisar trabajos en otras colonias del Caribe y del Golfo de México. En esa misiva al Rey, Antonelli escribe: «... mi celo es aceptar en el servicio de vuestra magestad y caminar por las pisadas de mi hermano Joan Baptista Antonelli».
El equívoco que terminaría por fusionar a ambos hermanos ya había comenzado. Sus contemporáneos lo llamaban indistintamente Juan Bautista o Bautista, sin percatarse —tal y como ahora le sucede a muchos historiadores— que se trataba de personas diferentes. También se le suele confundir con su hijo Juan Bautista, autor del Morro de Santiago de Cuba. Antonelli ignoraba lo que el tiempo y la memoria harían con su nombre, como apenas se conoce que, más allá de su labor en la «fábrica de castillos», proyectó la Zanja Real en rol de ingeniero.
En carta del 29 de marzo de 1591, Juan de Texeda comunica al Rey que los barcos de la flota tendrían solucionado ese año el suministro de agua, «que aunque no será dentro de la villa será vna gran comodidad para los navíos».
A mediados de abril de 1593, ya se disponía de agua dentro de la villa «en una corriente tan grande como el cuerpo de un buey», volumen suficiente para proveer a la ciudad de un lavadero público, un pilón, y solucionar el abasto a los castillos de La Punta y la Real Fuerza, así como a los buques que anclaban en la bahía.
A pesar de que la obra concluyó en buen término y se le catalogaba como excelente (por primera vez San Cristóbal de La Habana contaba directamente con agua potable), la familia Recio alegó que existía fraude en la relación que Hernán Manrique de Rojas había hecho del dinero invertido para ejecutar la Zanja, por lo que Antonelli nunca pudo cobrar sus honorarios.
El pleito por la deuda continuaba en 1610, cuando cierta doña Ana de Soto presentó una petición ante el cabildo en nombre de Cristóbal de Roda. La solicitud quedó recogida en las Actas Capitulares del Ayuntamiento de la Ciudad, mas la deuda finalmente quedó como legado para el hijo de Antonelli, Juan Bautista, quien llegó de Santiago de Cuba en 1639 para comenzar la construcción de los reductos de la Chorrera y Cojímar.
PASIONES Y DESVELOS
Juan de Texeda fue destituido, y en 1593 lo sustituyó Juan Maldonado Barnuevo, quien —con tal de solucionar los problemas financieros que afrontaba la construcción de las fortalezas— presionó a los «hombres ricos y de trato» para que le facilitaran un préstamo, además de prohibir la venta de vino en aquellas tabernas cuyos propietarios no contribuyesen al empréstito.
Los problemas entre Antonelli y Maldonado aumentaban cada día. Hasta ese momento, Cristóbal de Roda, de probada experiencia en el oficio, había ocupado el cargo de veedor de las obras. Pero en su lugar, el gobernador había nombrado a Juan de Eguiluz, «vn criado suyo... el cual es moço y de poca esperiencia que en su vida ha visto esa obra», según afirmaba Antonelli. La situación llegó a tal punto que el ingeniero escribió al Rey solicitando la autonomía necesaria para trabajar sin intromisiones, o la licencia para regresar a España.
Maldonado decía que poner la dirección de los trabajos en manos de Antonelli era un error considerable, ya que «no asiste a las obras mas que algunos rratos a las mañanas y no todos los días». Lo acusaba, además, de aprovechar a los obreros y forzados que laboraban en las fortificaciones para construirse una casa.
Por su parte, Roda escribía al Rey que «el gobernador no tiene amor a fabricas sino a coger dinero». Sobre su propia situación era bien explícito: «Yo me saldré un dia de aquí y me iré sin licencia adonde Dios me ayudare (...) los ministros de su magestad nos tratan de manera que es para quitar la gana de servir al que mejor gana y zelo tiene... Entre turcos me tratarían mejor». Pedía, o la subida del sueldo, o permiso para marcharse. Hacia 1596 se le aumentó la paga a 800 ducados anuales y, más tarde, a gratis, pero su relación con las autoridades continuó siendo particularmente difícil.
La Corona ordenó en 1594 que Antonelli marchara a Nombre de Dios para atender el traslado de esa ciudad hacia Portobello, por lo que tiene que dejar en manos de su sobrino las obras del Morro y La Punta.
Cristóbal de Roda tendría que enfrentarse con la autoridad del gobernador, quien afirmaba que su controversia con Antonelli había surgido a partir de que enjuiciara su trabajo en La Punta, considerándolo «errada obra».
Un episodio bastante oscuro complicó al máximo la relación entre Maldonado y Roda. Según parece, éste había enviado a un obrero suyo a desfigurar el rostro del licenciado Ancona, médico de la flota. El conflicto giró en torno a una mujer casada. Los celos ocasionaron al desventurado una gran herida de cuchillo. Aprovechando el escándalo que suscitó el incidente, Maldonado puso tras las rejas a Roda y al cantero que, supuestamente a su servicio, había empleado el arma.
El Rey debió haber escuchado a Roda en detrimento del gobernador, ya que el inculpado no fue condenado a galeras y se ordenó ponerlo en libertad.
Maldonado retornó sus acusaciones contra Antonelli en agosto de 1595 cuando, al sobrevenir un huracán, informó a la Corona que el castillo de La Punta se había derrumbado «sin dejar... señal de muralla ni terraplenes». A sus ojos, este desastre no hacía más que aprobar la incompetencia del ingeniero y «tanta flaqueza y falsedad» en la ejecución de sus obras.
La explicación de Antonelli era más simple: para que las gallinas del alcaide de La Punta no se extraviasen, se taparon los desagües. El agua estancada había aumentado el peso de las murallas, que no pudieron resistir el embate del viento y las olas. En real cédula del 19 de noviembre de 1595, el Rey le escribía ratificándole su confianza.
Bautista Antonelli regresó a España en 1599, donde intervino en la conquista y fortificación del Larache, en Marruecos, y en las obras de defensa de Gibraltar. Realizó un pequeño viaje a América en 1604 para estudiar la defensa de las salinas de Araya y, posteriormente, retornó a la metrópoli. Murió en Madrid en febrero de 1616, y fue enterrado en el Convento de los Carmelitas Descalzos. Cristóbal de Roda permaneció en la Isla hasta 1609 y falleció en Cartagena de Indias en 1631.
EPÍLOGO
La leyenda de la que Antonelli forma parte, narra que Francis Drake fue contenido y destruido por la excelencia de las fortificaciones que aquél trazó. Más de dos siglos después, exactamente en 1839, José Antonio Echeverría publicaba en La cartera cubana su novela Antonelli. El autor parece retornar el episodio entre Roda y el médico de la flota, pero lo encarna en un Antonelli maduro, enamorado hasta la irracionalidad de la cubana Casilda, mucho más joven y felizmente comprometida con un criollo de su misma edad. El ingeniero incita a un peón ofendido a que elimine a su rival, más afortunado.
Complementado con la pasión del amante, el mito —tan unido al pasado romántico de la ciudad— dependía de la fabulación para reaparecer, para suplir los imperdonables olvidos de la memoria que desterraron irremediablemente a Bautista Antonelli a los generosos espacios de la ficción.
Después de pasar por ellas, las principales ciudades de Centroamérica y el Caribe asumieron otra fisonomía. Él las dotó de símbolos propios y duraderos: esas fortificaciones que aún hoy parecen proteger pese a la caducidad de su eficacia de antaño.
La huella que dejó en la piedra todavía puede hacernos recordar su olvidado nombre.