Al reinterpretar la historia desde una perspectiva comunicacional, se esclarece la intención informativa de muchos objetos visuales que, hasta hacía relativamente poco tiempo, estaban catalogados en forma arbitraria como piezas de arte mayor o menor. Es el caso de los anuncios que, colocados en la prensa y en los sitios callejeros, precedieron al actual cartel publicitario.
Este texto, como recuento, nos inmiscuye en los orígenes del anuncio público en algunas de las publicaciones y calles habaneras, y al mismo tiempo, nos evoca la vida cotidiana de otros tiempos.
La relación de anuncios y precios fue consustancial tanto a la función como a la estructura original de las hojas volantes y periódicos manuscritos hechos en América durante la época colonial, de la que resultó heredera la prensa periódica cubana a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando ya habían pasado varias décadas desde la introducción de la imprenta en La Habana (1723).
Justamente en el número uno del Papel Periódico de La Havana, del 24 de octubre de 1790, leemos:
«en las ciudades populosas son de muy grande utilidad los papeles periódicos, en que se anuncia a los vecinos cuanto ha de hacerse en la semana referente a sus intereses o diversiones. La Havana cuya población es tan ya considerable echa de menos uso a los papeles que dé al Público noticia del precio de los efectos comerciales y de los bastimentos, de las cosas que algunas personas quieren vender o comprar, de los espectáculos, de las obras nuevas de toda clase, de las embarcaciones que han entrado, o han de salir, en una palabra de todo aquello que pueda contribuir a las comodidades de la vida».
Estos periódicos iban dirigidos a un público generalmente culto e interesado en la actividad comercial de mayor cuantía, en tanto representaba a las clases sociales que detentaban el poder económico y político de la Isla. Como era dominio de la literatura —aunque sea seudoliteratura—, no es extraño que el anuncio de prensa fuera una forma de comunicación muy selectiva, a la par que heredera de las formas arcaicas de la publicidad oral en las sociedades pre-capitalistas.
En Cuba, los primeros anuncios de prensa con ilustraciones datan de 1845, cuando tiene lugar un periódico de prosperidad económica, social y cultural que, en la actividad de impresión, expresa la introducción de las prensas mecánicas de alto rendimiento. En 1834, el diario El Noticioso y Lucero de la Habana —llamado Diario de la Marina desde 1844— instalaría la primera prensa mecánica, con una tirada de 1500 ejemplares por hora.
En lo que atañe al desarrollo de la imagen visual en los impresos, aparecía el admirable catálogo de tipos y viñetas del impresor habanero José Severino Boloña (1836), y surgían dos de los más importantes talleres litográficos de La Habana durante la colonia: la Litografía de la Sociedad Económica de Amigos del País (1838) y la Litografía Española, de los hermanos Costa (1839), además del auge que tomaron las revistas de modas ilustradas y los álbumes de vistas sobre la naturaleza y la sociedad insular.
Sin embargo, esto no significó que el anuncio de prensa —generalmente redactado por los propios periodistas, cuando no por los editores— tuviera en la imagen visual su forma fundamental de codificación y, mucho menos, que prevaleciera sobre el tradicional anuncio hecho a mano en paredes u otros soportes (tela, madera, metal…). De lo anterior da fe el bando que se dictara en 1856 ordenando que, antes de su colocación, todos los letreros y anuncios de establecimientos tenían que aprobarse por una comisión censora creada al efecto por la Real Sociedad Económica de amigos del País, «dada la gran cantidad de faltas de ortografía» que se observaban en los mismos.
Mas, no porque el celo de la prestigiosa institución habanera recayera en el mensaje escrito del anuncio, significa que el visual careciera de importancia. Todo lo contrario: los testimonios sobre la cantidad de «mamarrachos indecentes» que a diario se pintaban en los establecimientos habaneros, y hasta los nombres de algunas calles (Ángeles, Figura, Sol…) son prueba palmaria de que, a diferencia de los anuncios de prensa, en los callejeros la imagen tenía a veces un protagonismo comunicativo tan importante como la escritura manuscrita.
Al igual que en otros momentos del desarrollo comercial y urbano de la sociedad, La Habana pasó entonces de la escritura epigráfica —utilizada para identificar las instituciones oficiales y autoridades civiles y eclesiásticas— a la hecha sobre tabla, metal y otros soportes que permitían diferenciar profesiones, lugares y comercios.
Si al principio el anuncio fue el propio producto colgado de la puerta del establecimiento o del extremo de un palo —lo cual terminó por sugerir la colocación de aquél en sentido perpendicular a la vía peatonal—, el auge de la actividad comercial y la creciente competencia que trajo consigo determinó la sustitución de los productos reales por su imagen pintada o silueteada a una escala mayor que la normal.
Esta nueva concepción del anuncio satisfizo tres exigencias básicas: evitó el deterioro o robo de los productos seleccionados como muestras, garantizó una mejor visibilidad a los compradores y dio una válida respuesta comunicativa a una sociedad abrumadoramente analfabeta.
Sin embargo, el espacio ganado por la imagen visual en el anuncio pintado o «callejero» en ningún caso desmiente la señalada importancia que tuvo la escritura manuscrita en el mismo.
Como en otras urbes de Europa y Norteamérica del pasado siglo, en La Habana, la escritura pintada para identificar productos, establecimientos y demás funciones comerciales influyó sobremanera en la escritura impresa, lo que dio lugar al caos tipográfico, o sea, a la profusión de alfabetos y familias tipográficas.
Estimulados por el ajuste técnico y conceptual de la litografía a la gráfica de los envases para el tabaco, segundo rubro de exportación de la Isla, los dibujantes litógrafos generaron un amplísimo repertorio de letras y ornamentos que, por su belleza, policromía y novedad, influiría en los fundidores de tipos de imprenta, los pintores rotulistas y, por supuesto, en los improvisados cartelistas.
En su afán por promocionar todo lo que acontecía en la ciudad (obras de teatro, corridas de toros, compañías navieras vinculadas al tráfico de inmigrantes…), los primeros carteles habaneros admitieron un amplio y arbitrario uso de letras en un formato que, redimensionado, heredaron de la hoja volante.
A medida que se modernizaba la industria de impresión y bullía la vida comercial en la Isla, el anuncio público proliferaba en todas sus modalidades.No deja de ser sintomático que algunas de las novedades técnicas en el campo de los impresos se introduzcan y manifiesten por reclamo de la publicitación del tabaco (habano y cigarro), así como relacionadas con un hecho estético comunicativo de rancia tradición gráfica: los álbumes informativos o de vistas.
Es Luis Susini, dueño de la fábrica de cigarros La Honradez, quien no conforme con su taller de litografía —donde imprimía envases, etiquetas, envolturas, circulares, prospectos, y volantes promocionales— introduce la cromolitografía (1861) y el grabado electromagnético (1865).
Esto ocurre justo cuando se interioriza la importancia de la propaganda en las dos potencias industriales de la época: Inglaterra y Francia, para dar lugar al surgimiento de la publicidad. Por entonces, el habano empieza a mostrarse en las vitrinas de los pabellones que representaron a España durante las exposiciones industriales universales, que se iniciaron en Londres, en 1851.
Entretanto, la introducción de la autotipia por Alfredo Pereira Taveira se encuentra vinculada con el emblemático albúm Tipos y costumbres de la Isla de Cuba (1881), ilustrado por el bilbaíno Víctor Patricio de Landaluze. A Taveira se debe la llegada del fotograbado a Cuba (1883), casi al unísono de Europa y Estados Unidos.
La actualización del anuncio de prensa a tenor con la competencia que le hacían el cartel tipográfico y los anuncios pintados, tuvo su mayor destaque en la promoción de algunos productos nativos como el jabón Hiel de Vaca, la cerveza La Tropical, el vino de Papayina, el Compuesto de Cancio, el Elíxir Digestivo de Mora…, junto a establecimientos comerciales de gran notoriedad en La Habana y en el resto del país: Le Printemps, La Filosofía, El Encanto y la droguería Sarrá.
Asimismo, surge un nuevo profesional: el agente intermediario de los periódicos, y un nuevo recurso promocional: el slogan, que por entonces se llamaba lema. Entre las agencias creadas, ocupa cronológicamente un lugar prioritario la que en 1886 constituyeron Nestor María Quintero y José Rodríguez Zayas, autores también de un directorio mercantil.
De los lemas merecen recordarse el de J. Vallés: «Más barato que yo, nadie», el de los cigarros Baire: «Fumar Baire o no fumar», ambos mucho más notorios por los contralemas que generaron: «Más barato ni J. Vallés» y «Fumar Baire o no fumar, es lo mismo».
Ya a partir de 1902, en plena etapa republicana, la afluencia de público al teatro y el cine —introducido en Cuba cinco años antes— propició una nueva modalidad de anuncios comerciales en los telones de boca. De gran colorido y diferentes formatos según el pago por metro de espacio a ocupar, ellos vinieron a complementar visualmente el fondo sonoro que propicia una pianola al comienzo de cada función.
En los kioscos, al lado de las carteleras de cine, podían verse los periódicos y las revistas ilustradas de mayor circulación: El Fígaro, La Habana Elegante, El Diario de la Marina, El Mundo y la recién aparecida Bohemia con un desconcertante diseño de cubierta de estilo art nouveau.
Los anuncios de estas publicaciones se mantuvieron, sin embargo, apegados a los criterios de antaño: eran compuestos topográficamente en los talleres de los propios periódicos y muy pocos estaban hechos en clichés. Algunos se mantenían por largo tiempo sin sufrir ninguna alteración y sólo en casos muy excepcionales su presencia estuvo justificada, como el anuncio del aceite Luz Brillante. Esta marca de fábrica tuvo una gran penetración en el mercado nacional y se promocionó por espacio de medio siglo en los periódicos. Razón por la cual se produjo una lexicalización del nombre del producto cuando comenzó a emplearse en sentido genérico para designar a los combustibles semejantes.
Incrementó su protagonismo el cartel tipográfico que, dando notoria preferencia al texto, parecía reservar sólo algún espacio para dibujos accesorios y ornamentos que estuviesen en función de las letras utilizadas, a pesar de que ya era evidente el atractivo de la imagen y su capacidad para imponerse visualmente, lo cual demostraban envases, etiquetas y marcas.
Resulta obvio que todo impresor y dibujante involucrados en la confección de un cartel, asumieran esa tarea con un interés más orientado hacia el arte que hacia la comunicación. De ahí que el criterio artístico comenzara a predominar a medida que se hacía uso de la imagen visual, entendida más en función de los valores expresivos propios de la pintura que de la gráfica informacional.
No es extraño, pues, que el llamado cartel pictórico —a diferencia del tipográfico— fuera adoptado por los pintores, quienes hicieron prevalecer los elementos ornamentales e ilustrativos por encima de la tipografía. Particularidades, en fin, que lejos de invadirla, harían más expedita la entronización de la imagen visual en el ámbito gráfico cubano como expresión modelo del cartelismo publicitario más representativo de las primeras dos décadas de la República.
Justamente en el número uno del Papel Periódico de La Havana, del 24 de octubre de 1790, leemos:
«en las ciudades populosas son de muy grande utilidad los papeles periódicos, en que se anuncia a los vecinos cuanto ha de hacerse en la semana referente a sus intereses o diversiones. La Havana cuya población es tan ya considerable echa de menos uso a los papeles que dé al Público noticia del precio de los efectos comerciales y de los bastimentos, de las cosas que algunas personas quieren vender o comprar, de los espectáculos, de las obras nuevas de toda clase, de las embarcaciones que han entrado, o han de salir, en una palabra de todo aquello que pueda contribuir a las comodidades de la vida».
Estos periódicos iban dirigidos a un público generalmente culto e interesado en la actividad comercial de mayor cuantía, en tanto representaba a las clases sociales que detentaban el poder económico y político de la Isla. Como era dominio de la literatura —aunque sea seudoliteratura—, no es extraño que el anuncio de prensa fuera una forma de comunicación muy selectiva, a la par que heredera de las formas arcaicas de la publicidad oral en las sociedades pre-capitalistas.
En Cuba, los primeros anuncios de prensa con ilustraciones datan de 1845, cuando tiene lugar un periódico de prosperidad económica, social y cultural que, en la actividad de impresión, expresa la introducción de las prensas mecánicas de alto rendimiento. En 1834, el diario El Noticioso y Lucero de la Habana —llamado Diario de la Marina desde 1844— instalaría la primera prensa mecánica, con una tirada de 1500 ejemplares por hora.
En lo que atañe al desarrollo de la imagen visual en los impresos, aparecía el admirable catálogo de tipos y viñetas del impresor habanero José Severino Boloña (1836), y surgían dos de los más importantes talleres litográficos de La Habana durante la colonia: la Litografía de la Sociedad Económica de Amigos del País (1838) y la Litografía Española, de los hermanos Costa (1839), además del auge que tomaron las revistas de modas ilustradas y los álbumes de vistas sobre la naturaleza y la sociedad insular.
Sin embargo, esto no significó que el anuncio de prensa —generalmente redactado por los propios periodistas, cuando no por los editores— tuviera en la imagen visual su forma fundamental de codificación y, mucho menos, que prevaleciera sobre el tradicional anuncio hecho a mano en paredes u otros soportes (tela, madera, metal…). De lo anterior da fe el bando que se dictara en 1856 ordenando que, antes de su colocación, todos los letreros y anuncios de establecimientos tenían que aprobarse por una comisión censora creada al efecto por la Real Sociedad Económica de amigos del País, «dada la gran cantidad de faltas de ortografía» que se observaban en los mismos.
Mas, no porque el celo de la prestigiosa institución habanera recayera en el mensaje escrito del anuncio, significa que el visual careciera de importancia. Todo lo contrario: los testimonios sobre la cantidad de «mamarrachos indecentes» que a diario se pintaban en los establecimientos habaneros, y hasta los nombres de algunas calles (Ángeles, Figura, Sol…) son prueba palmaria de que, a diferencia de los anuncios de prensa, en los callejeros la imagen tenía a veces un protagonismo comunicativo tan importante como la escritura manuscrita.
Al igual que en otros momentos del desarrollo comercial y urbano de la sociedad, La Habana pasó entonces de la escritura epigráfica —utilizada para identificar las instituciones oficiales y autoridades civiles y eclesiásticas— a la hecha sobre tabla, metal y otros soportes que permitían diferenciar profesiones, lugares y comercios.
Si al principio el anuncio fue el propio producto colgado de la puerta del establecimiento o del extremo de un palo —lo cual terminó por sugerir la colocación de aquél en sentido perpendicular a la vía peatonal—, el auge de la actividad comercial y la creciente competencia que trajo consigo determinó la sustitución de los productos reales por su imagen pintada o silueteada a una escala mayor que la normal.
Esta nueva concepción del anuncio satisfizo tres exigencias básicas: evitó el deterioro o robo de los productos seleccionados como muestras, garantizó una mejor visibilidad a los compradores y dio una válida respuesta comunicativa a una sociedad abrumadoramente analfabeta.
Sin embargo, el espacio ganado por la imagen visual en el anuncio pintado o «callejero» en ningún caso desmiente la señalada importancia que tuvo la escritura manuscrita en el mismo.
Como en otras urbes de Europa y Norteamérica del pasado siglo, en La Habana, la escritura pintada para identificar productos, establecimientos y demás funciones comerciales influyó sobremanera en la escritura impresa, lo que dio lugar al caos tipográfico, o sea, a la profusión de alfabetos y familias tipográficas.
Estimulados por el ajuste técnico y conceptual de la litografía a la gráfica de los envases para el tabaco, segundo rubro de exportación de la Isla, los dibujantes litógrafos generaron un amplísimo repertorio de letras y ornamentos que, por su belleza, policromía y novedad, influiría en los fundidores de tipos de imprenta, los pintores rotulistas y, por supuesto, en los improvisados cartelistas.
En su afán por promocionar todo lo que acontecía en la ciudad (obras de teatro, corridas de toros, compañías navieras vinculadas al tráfico de inmigrantes…), los primeros carteles habaneros admitieron un amplio y arbitrario uso de letras en un formato que, redimensionado, heredaron de la hoja volante.
A medida que se modernizaba la industria de impresión y bullía la vida comercial en la Isla, el anuncio público proliferaba en todas sus modalidades.No deja de ser sintomático que algunas de las novedades técnicas en el campo de los impresos se introduzcan y manifiesten por reclamo de la publicitación del tabaco (habano y cigarro), así como relacionadas con un hecho estético comunicativo de rancia tradición gráfica: los álbumes informativos o de vistas.
Es Luis Susini, dueño de la fábrica de cigarros La Honradez, quien no conforme con su taller de litografía —donde imprimía envases, etiquetas, envolturas, circulares, prospectos, y volantes promocionales— introduce la cromolitografía (1861) y el grabado electromagnético (1865).
Esto ocurre justo cuando se interioriza la importancia de la propaganda en las dos potencias industriales de la época: Inglaterra y Francia, para dar lugar al surgimiento de la publicidad. Por entonces, el habano empieza a mostrarse en las vitrinas de los pabellones que representaron a España durante las exposiciones industriales universales, que se iniciaron en Londres, en 1851.
Entretanto, la introducción de la autotipia por Alfredo Pereira Taveira se encuentra vinculada con el emblemático albúm Tipos y costumbres de la Isla de Cuba (1881), ilustrado por el bilbaíno Víctor Patricio de Landaluze. A Taveira se debe la llegada del fotograbado a Cuba (1883), casi al unísono de Europa y Estados Unidos.
La actualización del anuncio de prensa a tenor con la competencia que le hacían el cartel tipográfico y los anuncios pintados, tuvo su mayor destaque en la promoción de algunos productos nativos como el jabón Hiel de Vaca, la cerveza La Tropical, el vino de Papayina, el Compuesto de Cancio, el Elíxir Digestivo de Mora…, junto a establecimientos comerciales de gran notoriedad en La Habana y en el resto del país: Le Printemps, La Filosofía, El Encanto y la droguería Sarrá.
Asimismo, surge un nuevo profesional: el agente intermediario de los periódicos, y un nuevo recurso promocional: el slogan, que por entonces se llamaba lema. Entre las agencias creadas, ocupa cronológicamente un lugar prioritario la que en 1886 constituyeron Nestor María Quintero y José Rodríguez Zayas, autores también de un directorio mercantil.
De los lemas merecen recordarse el de J. Vallés: «Más barato que yo, nadie», el de los cigarros Baire: «Fumar Baire o no fumar», ambos mucho más notorios por los contralemas que generaron: «Más barato ni J. Vallés» y «Fumar Baire o no fumar, es lo mismo».
Ya a partir de 1902, en plena etapa republicana, la afluencia de público al teatro y el cine —introducido en Cuba cinco años antes— propició una nueva modalidad de anuncios comerciales en los telones de boca. De gran colorido y diferentes formatos según el pago por metro de espacio a ocupar, ellos vinieron a complementar visualmente el fondo sonoro que propicia una pianola al comienzo de cada función.
En los kioscos, al lado de las carteleras de cine, podían verse los periódicos y las revistas ilustradas de mayor circulación: El Fígaro, La Habana Elegante, El Diario de la Marina, El Mundo y la recién aparecida Bohemia con un desconcertante diseño de cubierta de estilo art nouveau.
Los anuncios de estas publicaciones se mantuvieron, sin embargo, apegados a los criterios de antaño: eran compuestos topográficamente en los talleres de los propios periódicos y muy pocos estaban hechos en clichés. Algunos se mantenían por largo tiempo sin sufrir ninguna alteración y sólo en casos muy excepcionales su presencia estuvo justificada, como el anuncio del aceite Luz Brillante. Esta marca de fábrica tuvo una gran penetración en el mercado nacional y se promocionó por espacio de medio siglo en los periódicos. Razón por la cual se produjo una lexicalización del nombre del producto cuando comenzó a emplearse en sentido genérico para designar a los combustibles semejantes.
Incrementó su protagonismo el cartel tipográfico que, dando notoria preferencia al texto, parecía reservar sólo algún espacio para dibujos accesorios y ornamentos que estuviesen en función de las letras utilizadas, a pesar de que ya era evidente el atractivo de la imagen y su capacidad para imponerse visualmente, lo cual demostraban envases, etiquetas y marcas.
Resulta obvio que todo impresor y dibujante involucrados en la confección de un cartel, asumieran esa tarea con un interés más orientado hacia el arte que hacia la comunicación. De ahí que el criterio artístico comenzara a predominar a medida que se hacía uso de la imagen visual, entendida más en función de los valores expresivos propios de la pintura que de la gráfica informacional.
No es extraño, pues, que el llamado cartel pictórico —a diferencia del tipográfico— fuera adoptado por los pintores, quienes hicieron prevalecer los elementos ornamentales e ilustrativos por encima de la tipografía. Particularidades, en fin, que lejos de invadirla, harían más expedita la entronización de la imagen visual en el ámbito gráfico cubano como expresión modelo del cartelismo publicitario más representativo de las primeras dos décadas de la República.