Aunque de lejos parecen paisajes de la pintura europea, de cerca son cubanos o de la selva americana. Y es que tras su luminiscencia dorada, casi irreal, la obra de este joven pintor nos revela en detalle lo que reconocemos como propio: llámese campesino o bohío, palma o yagruma...
Distante de tópicos visuales ya manidos dentro del género, y hasta de aquellos más contemporáneos, la obra de Ricardo Chacón aporta una visión inédita del paisaje cubano, que hace de éste asunto de una espiritualidad sentida desde el detalle.

 Cuba nació a la cultura universal por el paisaje. Primero, como paisaje literario; luego, como gráfico. El carácter ágrafo de su cultura precolombina, hizo de Colón su primer escritor, y el creador del primer slogan publicitario de la modernidad: «Ésta es la tierra más hermosa que ojos humanos vieron». Un año después, aparecía la primera imagen grabada «de oídas» en Europa sobre tan importante acontecimiento (Lettera de Dati, Florencia, 1493).
Justo cuando el conocimiento de América le devela al Viejo Continente la parte del mundo que le faltaba para completarse, se inicia en éste el paisaje como asunto autónomo en los llamados «álbumes informativos» o «de vistas», y después el pictórico. También una nueva técnica: el óleo; un nuevo formato: el cuadro de caballete, y hasta un nuevo ámbito de recepción: el espacio doméstico.
Para la burguesía europea, el paisaje deviene vía de expresión de las razones visuales que le dan sentido a una nueva forma de propiedad, de sociedad, para luego argumentar en favor del concepto moderno de nación. A los primeros paisajes le llamarán países. De ahí que, en América y, por consiguiente, en Cuba, el paisaje primero en dar testimonio veraz de nuestra realidad geográfica y social, sea expresión de la gráfica hecha por los primeros ilustradores e impresores llegados de las nacientes potencias burguesas de la época.
Esta gráfica contribuyó a crear una geoconciencia en la incipiente burguesía cubana del siglo XIX, al permitirles visualizar por primera vez el territorio insular cubano como una unidad, y no desde la fragmentación territorial que imponía la mentalidad regionalista dominante. Sólo con la madurez de una conciencia nacional, nace el paisaje pictórico cubano. Es sintomático que ello ocurra en plena guerra de independencia.
Esta concepción romántica del paisaje, que inicia entre nosotros Esteban Chartrand, ganará en certidumbre estética y valor conceptual durante toda la República, para alcanzar una nueva cualidad con la Revolución; es decir, con el nuevo proceso histórico, político y social, que hace de lo nacional y universal referente y cauce de sus expresiones culturales más auténticas. No resulta casual, pues, que con el boom de la pintura cubana en el mundo –generado a partir de los 90– el paisaje pictórico se convirtiera no sólo en uno de los géneros representativos de la pintura vernácula finisecular, sino también en clave para atisbar las proyecciones ideoestéticas de la cultura visual nacional en los albores del siglo XXI.
De esta realidad da fe un número de pintores paisajistas de real acento renovador. Entre ellos, Ricardo Chacón. Nacido en La Habana en 1962, cursa estudios de diseño gráfico en el Instituto Superior de Diseño Industrial de esta ciudad, los cuales concluye en 1987. Su reorientación profesional hacia el campo propiamente plástico atenderá tanto a sus preferencias estéticas, como a la necesidad de encontrarse a sí mismo entre las inquietudes de nuevo signo social de la época.
«Quizás mi necesidad de comunicación y de hacerlo a través de la naturaleza –refiere Chacón–, venga dada de un anhelo, de sentirme parte del mundo que me rodea». Y añade: «Por la pintura, y por la pintura de paisaje, trato de salirme del estrés que existe a nivel social. La pintura me transporta a lugares distantes, donde no existe la tensión que sufrimos en las ciudades, sin que por ello deje de vivir en mi propia ciudad. La pintura hace mi propia espiritualidad».
Distante de tópicos visuales ya manidos dentro del género, y hasta de aquellos más contemporáneos –que han fijado una nueva forma de ver y sentir nuestra realidad  telúrica–, su obra aporta una visión inédita del paisaje cubano, que hace de éste asunto de una espiritualidad sentida desde el detalle, a veces, sobredimensionado a partir de un acercamiento de entraña abstraccionista, donde la luz dorada, a la manera de los maestros holandeses del barroco (en particular, Rembrandt), se hace elemento esencial de su figuración y visualización.
La luz, así entendida, espiritualiza las formas, las acerca distendidas en su soledad, en la medida que su resplandor es acatado por una naturaleza selvática y americana, que hace de la unidad en la diversidad la única jerarquía posible a los fundamentos de la composición. Si en la realidad la luz nos enseña a leer los árboles, en los paisajes de Chacón la lectura deviene sintaxis de las más excelsas aspiraciones y sentimientos humanos.
La legibilidad de este lenguaje no se asienta en la visualidad de pasajes lineales –de entraña naturalista– sino en los que se establecen a partir del diálogo entre luz y sombra, entre lo que conocemos y lo que buscamos, como evidencia de que en el arte existe una integración dialéctica y un condicionamiento recíproco entre la realidad vivida y lo imaginado.
Por estos pasajes nos adentramos al encuentro de lo insólito, a lo que siempre se aguarda sin encontrarle momento ni explicación. De ahí tal vez ese anhelo de Chacón, tan a tono con ese otro del niño que entra en el patio ajeno, para sentirse dueño de lo que le rodea, de lo que reconoce como propio, sin dejar de acoger entre sus manos al insecto de alas nocturnas y ojos esmaltados. Justo lo que no puede explicarse, sólo sentirse, es lo que mueve la mano del pintor: la acabada hechura de su pintura, de impecable factura. La búsqueda, en tanto luz, ciega. Pero, al igual que en el poema Ítaca, de Cavafi, no es el destino final del viaje el que cuenta, sino el viaje mismo.
Siempre que el hombre vuelve al hombre, vuelve a la luz. En buena medida, la evolución de la pintura moderna, es la evolución de la luz; su capacidad de aprehensión y expresión de la realidad que, en cada momento, le ha correspondido plasmar en su búsqueda de autenticidad y verosimilitud, bien como valores puramente intemporales y esteticistas, o bien como valores urgidos por la inmediatez de los mensajes. El paisaje de Chacón, no es ajeno a ello. Su acopio de todo lo que, en el género, la luz ha hecho suyo, hace a su pintura tan partícipe de los aportes de Rembrandt y demás maestros del paisaje barroco holandés –notablemente Ruysdael– como de los tenebrosos, Claude Lorrain (El Lorena) y los subsiguientes hitos de la escuela francesa posteriores al Barroco; por ejemplo, Corot y la Escuela de Barbizon.
Sin embargo, en Chacón, estas últimas influencias son subsumidas por la impronta barroca dominante en su estilo. Sólo en ella el pintor parece sentirse a sus anchas, dominar la hybris de los trasnochos finiseculares del espíritu, la crisis misma, encontrar la liberación que, en la dramática de su planteamiento pictórico, anticipa todo arribo a algo permanente. Y es que, donde está la luz, está la zona de tiniebla: la sombra graduadora de su sempiterna facultad de alumbrar. Y, ¿por qué no?, el sentimiento. Poco importa que este sentimiento se exprese en lo que, desde la luz más ingente –entre onírica y melancólica– reconocemos como propio, llámese campesino o bohío, palma o yagruma; o en lo que, desconocido, a tenor con su actitud contemplativa y solitaria –eminentemente subjetiva– nos augura el conocimiento de un nuevo estado del espíritu, porque siempre será el hombre lo que restalle en su luminiscencia: los valores más permanentes del arte universal.
Éste es el camino por el cual se adentra Chacón al paisaje... y nos adentra. Los antecedentes están a la vista: sus paisajes pintados entre 1996 y 1998. Si bien la luz dorada ya está presente –dándoles una luminiscencia casi irreal a sus atardeceres– en estos cuadros todavía el protagonismo mayor lo tiene la ilustración de la realidad más aparencial. No obstante, en su composición centrada, casi siempre evidenciada por la dominante ubicación en el plano compositivo de un camino o guardarraya, puede observarse ya la ruta que seguirá la luz en estos dos últimos años, para devenir representativa de la identidad visual del pintor.
También se evidencia en esta evolución –hacia la luz– que sus referencias al paisaje insular de la primera hora, cada vez más se mezclan con otras propias de un ámbito telúrico más continental, que lo hace afín con la naturaleza selvática de una parte importante de Latinoamérica. Excepto aquellos relacionados con los temporales, cuando en el aire, con las primeras ráfagas, ya se siente el olor a lluvia. Y todo ello, sin recurrir a la anécdota o a la ilustración plana de la realidad porque, al pintarlo como él lo siente, lo pinta a la medida de los demás, que es como decir, a la medida de la naturaleza humana.
«Me estimula mucho pintar paisajes», dice Chacón, mientras fija la mirada en uno de los muchos cuadros de paisajes pintados por él, que cuelgan de la pared de su casa, en la barriada del Vedado. «Ellos me provocan a seguir trabajando, a seguir luchando. Cuando llego a mi casa y tomo el pincel, me transformo; cambia mi forma de estar en la vida, porque te ayuda a seguir la vida con más ánimo, con más deseo».
Pintar para Chacón, no sólo es un ejercicio de intimidad, sino de decir y pensar la sociedad en que se vive. Y la luz, en estos casos, es su color, así como la forma más viable para activar en el receptor la necesidad de descubrir en esos paisajes un espacio común con el artista. «Lo mío es muy emotivo. Por ejemplo, hago unos paisajes que he bautizado interiores. Son más íntimos. Y pienso que quien los mira también se mete más dentro de ellos. Me gustan mucho porque evocan cierta magia de lo privado».
Obra construida desde la memoria, tiene a bien pensarse desde ella misma. Su composición, tanto más centrada cuanto más barroca, legitima este hacer. En ella, la relación luz-sombra, cara a la estética barroca –de la que fuera legataria la romántica, en oposición al neoclásico–, se hace núcleo visual dinamizador del objeto asunto del paisaje, ya sea un camino o un arroyo, al establecer correspondencias de espacio y forma cuidadosamente balanceadas en el plano, eje rector de esa otra oposición característica de esta pintura: la que se establece entre lo distante (luz) y lo cercano (sombra). De ahí, tal vez, ese gusto a Turner, entre Esteban Chartrand y Théodore Rousseau, que nos llega en la contemplación de estas telas.
Si en el renovado paisajismo cubano de los 80 y 90, observamos que la espiritualidad viene dada por un punto de vista que obra en favor de una abstracción de la realidad que se expresa en la distancia, en el de Chacón, la operación se invierte: la suya es resultado de un acercamiento al detalle, que sólo se distancia en relación con su luz. Asimismo, el planteamiento del asunto. En aquél, por lo general, el asunto es parte esencial de una suprarrealidad cuya única existencia posible radica en la realidad misma del cuadro, del concepto. En Chacón, lo que él llama «paisajes interiores», si bien son imaginarios –no copiados del natural–, están construidos sobre una más directa experiencia con la realidad.
Con independencia de la facultad conciliatoria que obra en sus telas entre realidad y abstracción, esta paradoja visual nos remite a otra, igualmente interesante, que se establece a nivel de la percepción: de lejos, parecen paisajes de la pintura europea; de cerca, son cubanos o de la selva americana. En ellos lo foráneo está dado por el todo; lo vernáculo, por la parte, es decir, por el detalle. En todas estas obras, el hombre es el encuentro con la soledad en que se está. En todas, este  encuentro se hace búsqueda; sobre todo, allí, donde el paisaje no desfallece de Progreso, porque permanece intocado, donde religión y ciencia se enfrentan a un mismo abismo... Allí, el paisaje de Chacón, barroco, interno, intenso, en contrapunto permanente con la luz y la sombra, presupone –en principio– «una invitación a recorrer un universo próximo que cada día se nos hace más distante» (ver Pedro Luis Prado: Los misterios del paisaje de Ricardo Chacón, Panamá, 1997).
Con este deseo, y a falta de marinas realmente significativas en nuestra pintura de paisaje, qué mejor que «el claro del monte», el de los Versos sencillos de Martí; a la hora de la convocatoria de los dioses, de arrancar la yerba que aviva, sólo en él la luz rige. No aquella que cae entera, sino la que se filtra por entre las ramas, inundándolo todo; la que sólo tiene cabida en la espera del corazón de hombre. Así, también, el color, su color: ¡humedad total! El ocre en todo su espectro, desde el dorado más intenso hasta el tierra, profundo, oculto, en silencio. Esta paleta, que para otro paisajista puede resultar restringida, no lo es para Chacón. Ella aviva la llama de su color. Llama de luz dorada, que, al elevarse, define cada una de sus obras en forma tan sutil como sensible, entregándonos a la intimidad más plena del monte.
De hecho, un nuevo paisaje se nos revela por esta pintura. Evocadora a ratos, escrutadora siempre, es una invitación a la indagación, a frecuentar la rutina de lo inhóspito, de lo que siempre ha estado ahí, pleno, seguro, detrás de la cerca semiderruida o el suelto verdor de los ramajes. Su estrategia es infalible: aproximarnos al asunto, al detalle, desde la curiosidad que se desprende del dibujo y la luz que lo explica.
En cada camino de esta obra –que es como decir, en cada riachuelo de luz– el paso del hombre sólo se siente en tiempo pasado o futuro, nunca en presente. Se sabe, se siente que pasó por allí en algún momento. Se sabe, incluso, que volverá a pasar... Pero ¿cuándo? Sólo el tiempo hace el tiempo del hombre. Y aun cuando, por un leve gesto de solidaridad con sus semejantes, el pintor deja a veces entrever la presencia del hombre, ésta siempre se hará patente a una escala reducida, minúscula, como quien va al encuentro de una gran verdad relegada. Para esta naturaleza, el hombre sólo se transparenta como voluntad. Falta su encuentro con el otro. La búsqueda, por consiguiente, siempre se reinicia a un nivel de subjetividad mayor. No hay final, sólo comienzo. Todo horizonte, porque está ausente. Cada paisaje es, en sí mismo, viaje y hallazgo, exilio y reencuentro. Una avidez de vida natural le da comienzo, lo sitúa en la encrucijada única, a la hora en que los poetas –en nombre de todos los hombres– se hacen las preguntas más solas. Y se entrega a reserva, entre lianas y luces; algunas fantasmagóricas, otras ciertas, inevitables.
Todo lo que el paisaje fue capaz de entregarle a nuestra cultura visual en términos geográficos, históricos y sociales, parece ahora –desde hace dos décadas– consumarse en una sola palabra: espiritualidad. La obra de Ricardo Chacón reafirma esta certeza, la ensancha. Su otra realidad o segunda naturaleza –como toda obra de arte verdadera– empieza a ganarse un lugar en la pintura cubana, tal y como en la suya ya lo tienen la luz, el insomnio y la espera.

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