La paisajística insular, diversa y extensa tanto en el pasado como el presente, cuenta con obras del joven pintor Diego Torres en los que el mar, la calma y un cuidado exquisito por la composición son una particularidad. Él ha logrado «colocarse en un lugar adelantado dentro de la actual promoción de paisajistas cubanos».
El pintor Diego Torres no disiente en absoluto de la tradición paisajística cubana, su quehacer denota una aprehensión bastante sensata, desapasionada, de aquellos artificios que en el orden práctico la han hecho expandirse hasta la contemporaneidad.
Por el procedimiento singular con que ha logrado establecer un vínculo, una proporción entre lo real y lo alegórico dentro del paisaje, es que el joven pintor Diego Torres ha logrado colocarse en un lugar adelantado dentro de la actual promoción de paisajistas cubanos. Su propuesta exhibe un abordaje distinto al del resto del grupo; o sea, mientras que en la mayoría de sus coterráneos la metáfora se alcanza privilegiando la mirada hacia lugares marginales, escatológicos, o a través de la implementación de anacronías (conjunción de rincones o escenarios ajenos, e incorporación de objetos desde una óptica casi surrealista), en él la metáfora adquiere relevancia por intermedio de la correlación de planos vivenciales, de secuencias que redimen la sobreexaltación de lo originario dentro del paisaje, para dar paso a la fricción simbólica de dos tiempos de coexistencia: el pasado inmediato y el presente.
El que no otorgue protagonismo al impacto de lo natural en la concepción de sus representaciones, no quiere decir que el artista acoja tal aspecto con un sentido de indiferencia o desarraigo. Se trata más bien de traspasar el nivel de lo emotivo, del éxtasis, para revelar la impronta de lo humano, sus vestigios más sutiles. Ni siquiera sentimos que el artista pretenda fustigar la sensación de majestuosidad y sosiego característicos del paisaje cubano –diría que hasta a veces su excelente pincelada lo delata en un regusto consciente por recrearse dentro de ella y hacerla trascender–, sino con cuanta suspicacia es capaz de poner en entredicho lo aparentemente incontaminado de ese espíritu. Algo así como si quisiera persuadirnos de que no hay experiencia representativa en estos tiempos –por muy alambicada o impasible que se pretenda– que no trasluzca por alguno de sus costados la contingencia de lo social.
Lo peculiar de los entornos creados por Diego Torres es que ellos no muestran la sustancia de lo incómodo, de lo perturbador a primera vista; sino que hay que irla descubriendo, descifrándola en la correlación que se llegaba a establecer entre el aislamiento, la intimidad sugestionadora del campo, y la presencia en él de objetos derruidos, abandonados, víctimas de algún tipo de zozobra (de entre los que sobresale la encarnación simbólica del bote de madera).
En algunos de sus cuadros se manifiesta en forma explícita el influjo que ha tenido en su obra un clásico del género como el norteamericano Andrew Wyeth. No me refiero tan sólo a una semejanza en los planos compositivos o a una referencia objetual directa incluso, sino a una especie de reapropiación a conciencia de las atmósferas empleadas de manera habitual por este artista. Se trata, básicamente, de la inserción de tonalidades sepias, ajenas por completo a las imperantes en nuestro medio, con las cuales el artista se propone atenuar el predominio de lo pintoresco, de lo estridente convertido ya en cliché de nuestra insularidad, para crear una sensación de extrañamiento, recabar toda la atención del espectador y que éste se disponga a develar el patetismo, la dramaticidad de los fenómenos que se aluden.
Hay quienes consideran que ese extrañamiento en los lienzos de Diego llega a emparentarse en ocasiones también con aquellos estados de ánimo típicos de los amaneceres o atardeceres recreados por una parte significativa de la pintura y el grabado que se hizo en Cuba durante el siglo XVIII y parte del XIX (Chartrand, Sawkins, Garneray, Laplante), y que a veces incorpora un efectivo matiz bucólico, nunca antes evidenciado entre los paisajistas que le antecedieron.
Y es que la causa de estos supuestos emparentamientos se entronca con un hecho inobjetable para mí: Diego Torres no disiente en absoluto de la tradición paisajística cubana; su quehacer denota, por el contrario, una aprehensión bastante sensata, desapasionada, de aquellos artificios que en el orden práctico la han hecho expandirse hasta la contemporaneidad, y los utiliza con incomparable destreza, según sea el enfoque o la perspectiva que pretenda dimensionar a través de sus cuadros, alejado por completo de esa obligatoriedad simulativa de quienes nada nuevo tienen que añadir a la expresión; y, sobre todo, siendo capaz de concebir un paisaje con estilo propio, inquietante, extraño e inteligible a la vez, que reclama desde todos sus ángulos una forma diferente de vislumbrar la realidad.
El que no otorgue protagonismo al impacto de lo natural en la concepción de sus representaciones, no quiere decir que el artista acoja tal aspecto con un sentido de indiferencia o desarraigo. Se trata más bien de traspasar el nivel de lo emotivo, del éxtasis, para revelar la impronta de lo humano, sus vestigios más sutiles. Ni siquiera sentimos que el artista pretenda fustigar la sensación de majestuosidad y sosiego característicos del paisaje cubano –diría que hasta a veces su excelente pincelada lo delata en un regusto consciente por recrearse dentro de ella y hacerla trascender–, sino con cuanta suspicacia es capaz de poner en entredicho lo aparentemente incontaminado de ese espíritu. Algo así como si quisiera persuadirnos de que no hay experiencia representativa en estos tiempos –por muy alambicada o impasible que se pretenda– que no trasluzca por alguno de sus costados la contingencia de lo social.
Lo peculiar de los entornos creados por Diego Torres es que ellos no muestran la sustancia de lo incómodo, de lo perturbador a primera vista; sino que hay que irla descubriendo, descifrándola en la correlación que se llegaba a establecer entre el aislamiento, la intimidad sugestionadora del campo, y la presencia en él de objetos derruidos, abandonados, víctimas de algún tipo de zozobra (de entre los que sobresale la encarnación simbólica del bote de madera).
En algunos de sus cuadros se manifiesta en forma explícita el influjo que ha tenido en su obra un clásico del género como el norteamericano Andrew Wyeth. No me refiero tan sólo a una semejanza en los planos compositivos o a una referencia objetual directa incluso, sino a una especie de reapropiación a conciencia de las atmósferas empleadas de manera habitual por este artista. Se trata, básicamente, de la inserción de tonalidades sepias, ajenas por completo a las imperantes en nuestro medio, con las cuales el artista se propone atenuar el predominio de lo pintoresco, de lo estridente convertido ya en cliché de nuestra insularidad, para crear una sensación de extrañamiento, recabar toda la atención del espectador y que éste se disponga a develar el patetismo, la dramaticidad de los fenómenos que se aluden.
Hay quienes consideran que ese extrañamiento en los lienzos de Diego llega a emparentarse en ocasiones también con aquellos estados de ánimo típicos de los amaneceres o atardeceres recreados por una parte significativa de la pintura y el grabado que se hizo en Cuba durante el siglo XVIII y parte del XIX (Chartrand, Sawkins, Garneray, Laplante), y que a veces incorpora un efectivo matiz bucólico, nunca antes evidenciado entre los paisajistas que le antecedieron.
Y es que la causa de estos supuestos emparentamientos se entronca con un hecho inobjetable para mí: Diego Torres no disiente en absoluto de la tradición paisajística cubana; su quehacer denota, por el contrario, una aprehensión bastante sensata, desapasionada, de aquellos artificios que en el orden práctico la han hecho expandirse hasta la contemporaneidad, y los utiliza con incomparable destreza, según sea el enfoque o la perspectiva que pretenda dimensionar a través de sus cuadros, alejado por completo de esa obligatoriedad simulativa de quienes nada nuevo tienen que añadir a la expresión; y, sobre todo, siendo capaz de concebir un paisaje con estilo propio, inquietante, extraño e inteligible a la vez, que reclama desde todos sus ángulos una forma diferente de vislumbrar la realidad.