No se trata del relato de dos cuentos para entretener a los lectores, sino de dos textos que —según el articulista— «han de servirme como piedra al canto para descubrir y precisar hasta dónde puede llegar la inventiva, criolla cuando de engañar al prójimo se trata».

Debo declarar que estos dos cuentos son rigurosamente ciertos, según me lo han afirmado muy seriamente sus narradores, habaneros cien por ciento, quienes me juran ser testigos presenciales, respectivamente, de una y otra ocurrencia.

 Pues… me voy de cuentos. Si, queridos lectores: dedicaré las presentes Habladurías a hacerles a ustedes dos cuentos, pero no por el gusto de entretenerlos con el relato más o menos real o divertido de sendas historietas por mí inventadas o a mi trasmitidas por algún ameno cuentista profesional u ocasional, sino porque esos cuentos han de servirme como piedra al canto para descubrir y precisar hasta dónde puede llegar la inventiva, criolla cuando de engañar al prójimo se trata, ya por el simple gusto de tomarle el pelo o de salir airoso en alguna situación difícil, ya para sacarle los cuartos con el mínimum de esfuerzo y el máximum de viveza.
Debo declarar que estos dos cuentos son rigurosamente ciertos, según me lo han afirmado muy seriamente sus narradores, habaneros cien por ciento, quienes me juran ser testigos presenciales, respectivamente, de una y otra ocurrencia. Ahora bien, yo me lavo las manos en cuanto a la veracidad de esos cuentistas, y no me extrañaría que ellos hubieran querido timarme, dándome por cierto lo que sólo es producto de la imaginación criolla. Pero aunque ello fuera así, y precisamente por serlo, resultarían esos cuentos prueba plenísima de que al criollo, cuando dice a ser vivo, no hay quien le gane.
He aquí ahora el primer cuentecito.
En una guagua, para más señas, de la ruta 28, viajaban, -entre otros pasajeros, una señora del pueblo, madre al parecer de un muchacho de cinco o seis años, que la acompañaba, sentado junto a ella, y el cual llevaba envuelta la cabeza con grandes vendas cual si hubiese sufrido algún grave accidente, heridas o golpes.
Y en efecto, los viajeros a quienes no pudo menos que llamar la atención aquel infeliz muchacho lesionado pudieron conjeturar que lo estaba en realidad, pues la madre, hablando en alta voz, como es de uso y costumbre en nuestras popularísimas guaguas, aludió reiteradamente a la casa de socorros, hacia donde se dirigía.
Mas, a los pasajeros hubo de extrañarles, aunque atribuyéndolo al mal genio e irascibilidad de la respetable matrona, que ésta en su monólogo -ya que el niño no dijo ni una sola vez esta boca es mía- increpase duramente a su hijo, amenazándolo con duros castigos.
-Ya verás, sinvergüenza, cuando salgamos de la casa de socorros y lleguemos a casa, la entrada de golpes que te voy a dar. No te quedará hueso sano ni ganas de repetir lo que has hecho.
Como es natural, y muy propio de la convivencia guagüeril, un pasajero, interpretando sin duda el asombro y protesta generales de sus compañeros de viaje, ante la inexplicable y antimaternal rudeza y maltrato de esa señora, que ni siquiera aguardaba a que su hijo fuese curado de las lesiones recibidas, aumentando su dolor y su angustia con la amenaza de duros castigos corporales, se dirigió a ella en esta forma:
-Señora, cálmese, contenga su enojo, trate con más indulgencia a su hijo, que si ha cometido alguna falta, no es ahora el momento de castigarlo, y espere para hacerlo a que haya sanado de las heridas que tiene.
La matrona se volvió airada contra su interlocutor, contestándole:
-¿Heridas? Ninguna herida. Está usted en un error. Este maldito muchacho no está lesionado ni ha tenido accidente alguno…
-Pues, entonces, ¿por que tiene la cabeza vendada, y usted lo lleva a la casa de socorros?
-Muy sencillo, se lo explicaré en dos palabras. Este chiquillo, que va a acabar conmigo pues es la piel del diablo, a tal extremo que sus hermanos y amiguitos le llaman Machadito, esta mañana, jugando en casa a policías y ladrones, según una película de gángster que había visto el domingo pasado, para mejor desempeñar el papel de jefe de detectives, aprovechando un descuido mío, mientras estaba en la cocina, cogió un… (aquí el nombre de cierto artefacto que, no obstante los progresos sanitarios contemporáneos, aun se usa en
algunas casas, guardado discretamente debajo de la cama), y se lo encasquetó en la cabeza a manera de gorra o sombrero. Cuando vi lo que había hecho este condenado, lo regañé inmediatamente, por su atrevimiento, obligándolo a que se quitara enseguida eso de la cabeza. Pero, ¿saben ustedes lo que pasó? Pues que el muchacho no pudo quitárselo, ni a mi tampoco me fue posible lograrlo, por más esfuerzos que hice. Y entonces no vi otra solución que conducirlo a la casa de socorros para que se lo quitaran sin lastimarle la cabeza. Ahora bien, calculen ustedes el ridículo que yo hubiera hecho en la calle y en la guagua llevando a este muchacho con tal cosa en la cabeza. Y, para que no se notara lo que tenía trabado, se me ocurrió ponerle estos vendajes que ustedes han visto, de manera que pareciese un lesionado. Ahí tienen ustedes explicados el porqué de las vendas y el porqué, también, de mis regaños y amenazas de castigo.


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 Venga de ahí el otro cuento.
En uno de los elevadores del edificio La Metropolitana entran el abogado X y el ingeniero Z, rumbo hacia lo alto, a sus respectivas oficinas. Con ellos penetra también en la caseta el ciudadano R. Ya en marcha el elevador, el ingeniero Z le pregunta a su amigo el abogado X:
-¿Qué hora tienes?
El interrogado se lleva la mano al bolsillo, y exclama:
-¡Caramba!, no traje el reloj: se me ha olvidado en la mesa de noche.
Después que uno y otro profesional se han quedado en los respectivos pisos donde tenían sus oficinas, el ciudadano R le pregunta al empleado que manejaba el elevador:
-¿Quien es ese señor al que se le olvidó el reloj?
-Pero, hombre, ¿no lo conoce usted? Es el famoso abogado y representante doctor X, por cierto, bien forrado de plata.
El ciudadano R se queda en el piso siguiente, coge otro elevador, y ya en la planta baja, se dirige a las casetas de los teléfonos, hojea afanoso la gula de abonados, se detiene en un nombre, y como quien ha hallado algo muy importante, se sonríe y dice a media voz en un tono de íntima y cabal satisfacción:
-¡Ya lo encontré! ¡Este es!
Anota en un pedazo de papel el nombre y la dirección de la persona que buscaba, que como el lector habrá adivinado, eran los del abogado X, y…
En el espléndido chalet que en el barrio del Vedado posee el famoso y muy rico abogado y representante doctor X, se presenta el ciudadano R. Pero no va solo. Le acompañan dos hermosos guanajos que, convenientemente amarrados por las patas, deposita en el suelo apenas el sirviente le franquea la entrada de la casa.
-¿Está la señora del doctor X?
-Sí. ¿Qué desea?
-Haga el favor de decirle que le traigo un encargo de parte de su esposo.
En presencia de la señora (prescindo de describir el elegantísimo e insinuante deshabillé que llevaba la joven y muy bella señora de X, gala de nuestros salones y párrafo aparte en todas las crónicas sociales), el ciudadano R le dice:
-Señora: su esposo, el doctor X, me entregó en su bufete de La Metropolitana estos dos guanajos, que le acaba de regalar un cliente, Para que se los trajese a usted.
La amante compañera del doctor X, después de hacer grandes celebraciones de la hermosura de los guanajos, ordenó al criado los guardase en el gallinero de la casa.
Ya iba a despedirse de la señora el ciudadano R, cuando, de repente, como quien recuerda algo muy importante, a punto de olvidársele, exclamó:
-¡Ah!, también me encargó el doctor que le pidiese a usted, para llevárselo, su reloj, que lo ha olvidado en la mesa de noche.
La señora, sin vacilación alguna, mandó a buscar el reloj de su esposo y se lo dio al ciudadano X.
Pasan unas horas, y, como de costumbre, ya cerca de las dos de la tarde, llega a su casa el doctor X.
Después de los cariñosos besos, tan naturales en una pareja como aquélla, que no ha celebrado aún sus bodas de papel, la esposa le dice, al marido:
-Recibí los guanajos. ¡Qué buenos están! Me vienen al pelo porque los pienso aprovechar para la comida que tenemos que darle al senador P.
-¿De qué guanajos me hablas?
-De los que tú me mandaste esta mañana.
-Yo no te he mandado ningún guanajo.
-Pues, ¡buena la he hecho!, porque le he entregado tu reloj al individuo que me trajo los guanajos, según me expresó éste habías ordenado tú.
El famoso abogado y representante X comprende que ha sido víctima de un habilísimo timo, y a poco de buscar la clave del mismo, sospecha del hombre que estaba en el elevador cuando él y su amigo el ingeniero Z subían a sus oficinas.
El abogado X se dirige inmediatamente a la más cercana estación de Policía para formular la denuncia del caso, y asegura al oficial de guardia que cree posible reconocer al timador si es hallado, dando, al efecto, las señas personales del mismo.
Pasan otras horas, y ya en la tarde, poco después de haber regresado a su casa el abogado X, suena el timbre del teléfono. Es una llamada urgente de la estación de Policía. El oficial de guardia le participa al abogado la captura del presunto autor del timo y le pide vaya a la estación a fin de identificar a aquél.
Mientras el abogado X se dirige a la estación de Policía, vuelve a llamar el oficial de guardia, y ya al teléfono la señora X, es enterada de que su esposo acaba de reconocer al culpable, para cerrar las diligencias, sólo falta la entrega, como pieza de convicción, de los dos guanajos, y se le pide los entregue a un criado de la estación que irá a recogerlos en seguida. La señora entrega los guanajos…
Y cuando el famoso y muy rico abogado y representante X llega a su casa y su mujer le entera de la nueva aventura que han corrido los guanajos, él, a su vez, participa a su amante compañera que la llamada de la estación de Policía era falsa y no había aparecido el autor del timo, quien -como los lectores se habrán percatado clarísimamente- resultó ser un prodigioso, refinadísimo e imponderable timador, símbolo perfecto y ejemplo sin paralelo de la viveza criolla.
Y, colorín, colorado: estos cuentecitos se han acabado.
¿Te gustaron, lector? Pues, recuéntaselos al primer amigo con quien te encuentres, para que corra la bola, a ver si averiguas los nombres y fachas de los protagonistas.

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964 

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