Si hombres y mujeres han trabajado de modo semejante durante las horas de oficina, o han
majaseado iguales, ¿por qué a la hora de tomar el tranvía o el ómnibus, las mujeres se disgustan cuando los hombres que llegaron primero ocupan los asientos disponibles?
Profunda estupefacción me ha causado la lectura en un diario matutino habanero de la demanda que formulan las empleadas de la Secretaría del Trabajo, a su jefe supremo, el Excmo. Sr. secretario de Idem, a fin de que se les conceda por dicho excelentísimo funcionario, «salir un cuarto de hora antes que a los hombres».
Mi estupefacción no se debe a que considere que esta solicitud envuelve el deseo de trabajar las ciudadanas oficinistas un cuarto de hora menos que los ciudadanos empleados en el Departamento, pues me parecería muy natural, lógico y justo, por muy criollo, ese anhelo de majaseo expuesto por las féminas, con el mismo derecho que para exigirlo pudieran tener los hombres y que ya practican siempre que se les presenta la oportunidad.
Mi asombro estriba en la explicación que para justificar su demanda ofrecen las susodichas
ciudadanas empleadas: «saliendo -afirman- a la misma hora hombres y mujeres, nos encontramos con los ómnibus y tranvías completamente llenos, y como ya no existe la proverbial galantería del hombre -salvo raras y contadas excepciones- de cederles el asiento a las damas, tenemos que viajar a veces hasta más de media hora de pie, sufriendo las naturales molestias y la mala educación e incorrección de muchos que se titulan caballeros».
Gravísimos y trascendentales son los problemas que se plantean en las anteriores líneas, y descubren la existencia entre nosotros de una equívoca situación respecto al adecuado disfrute por parte de la mujer de los derechos y libertades que ya le han concedido en este país la Constitución y las leyes.
En estos mismos días contemplamos en toda la República el espectáculo, no soñado jamás por nuestras abuelas, de las mujeres alternando, al igual que los hombres. En la presente contienda electoral, discutiéndoles las postulaciones a cargos electivos en las asambleas políticas, derrotándolos por los mismos medios triquiñuelísticos que aquéllos ponen en juego en las lides de la política, y ornamentando con su sonrisa, su croquinol, su maquillaje, su escote y sus trajes de alta elegancia, las paredes y columnas de los edificios y las vidrieras de las tiendas, en pintorescos pasquines electorales, que hacen competencia ruinosa -corno es de suponer- a los pasquines de los candidatos del sexo feo, ya que una no pequeña parte de los electores y hasta de los muñidores electorales se inclina a favor del bello rostro femenino, aspirante a madre de la patria, contra los otros rostros masculinos que también desean conquistar el jugoso título de padres de la patria.
Frente a esta estrepitosa conquista de nuestras mujeres, que hace suponer un estado de igualdad y hasta superioridad respecto al hombre, se levanta ahora, sumiéndonos en un temporal de confusiones y contrasentidos. Esa demanda de las ciudadanas empleadas de la Secretaría del Trabajo, que deja adivinar en ellas la nostalgia latente por un pasado de inferioridad y esclavitud, y el deseo de rectificar los progresos conquistados en el presente.
Ser o no ser. Si las mujeres ya son hoy iguales al hombre, y con él comparten las actas de representantes y los puestos burocráticos, ¿por qué no mantienen esa misma igualdad al salir de la oficina, y pretenden que los hombres no las traten en los ómnibus y en los tranvías, como sus iguales sino, como antaño, cual seres inferiores, débiles, indefensos, a los que es necesario ceder el asiento o correr la cortinilla cuando llueve?
Si hombres y mujeres han trabajado de modo semejante durante las horas de oficina, o han
majaseado iguales, ¿por qué a la hora de tomar el tranvía o el ómnibus, las mujeres se disgustan cuando los hombres que llegaron primero ocupan los asientos disponibles?
Y no creo que la protesta femenina en este caso esté basada en brava material dada por los oficinistas masculinos a sus compañeras, brava consistente en empujones o arrollados a fin de copar los asientos vacíos, pues si tal ocurriese, las mujeres tienen en sus manos la ley y a su disposición a los guardadores de la misma para impedir y castigar tales atropellos y discriminaciones sexuales.
Como se ve, el problema es mucho más grave de lo que a primera vista pudiera pensarse, y la solución que las damas oficinistas proponen, lejos de resolver el asunto, lo embrollaría, pues los hombres se considerarían preteridos en sus derechos de ocupantes de los asientos en ómnibus y tranvías, y hasta en sus derechos de empleados, ya que se establecerían turnos desiguales de trabajo al dejar salir de la oficina a las mujeres un cuarto de hora antes que los hombres, y por todo ello, éstos tal vez consideren rota de hecho la igualdad con la mujer y piensen que esta la utiliza para aquello que le conviene, pero no para lo que la perjudica, o sea que ellas quieren estar a las maduras pero no a las verdes. Y es de temerse que ante esta situación los hombres se dispongan a tomar la revancha contra las mujeres, a las primeras de cambio, por ejemplo en unas elecciones, no votando ni apoyando a las ciudadanas postuladas para representantes, lo que no solo dañaría a éstas sino también a la organización misma actual del Estado cubano.
¿Ven las lectoras de Carteles cómo un sencillísimo e inocente problema de asiento o ubicación en tranvías y ómnibus puede llegar a transformarse en una verdadera y gravísima crisis nacional?
Pero como no quiero amargar ni complicar el delicioso rato que pasan ustedes, lectoras, al recorrer las páginas de esta revista, voy a apuntar enseguida la solución que se me ocurre a, este problema que han planteado las ciudadanas oficinistas de la Secretaria del Trabajo; solución, por lo tan simplista como eficiente, muy parecida a la del huevo de Colón.
¿Cuál es esta solución? Pues si las mujeres se quejan de que no encuentran, al abandonar la oficina, asientos en los tranvías u ómnibus, y los hombres no les ceden los que ocupan, lo más indicado es suprimir los asientos de los tranvías y ómnibus, a fin de que hombres y mujeres vayan de pie, en un plano de absoluta igualdad. Esta fue la magnífica solución tomada por aquel inteligente marido que al llegar a su casa sorprendió a su mujer en un sofá, besándose con un extraño, y el juicioso cónyuge resolvió tan difícil situación… ¡suprimiendo el sofá!
Igualmente podría solucionarse este problema de falta de asientos en los vehículos populares, ordenando el Gobierno que las compañías de ómnibus y tranvías duplicasen o triplicasen sus servicios a las horas de salida de las oficinas, hasta llegar a satisfacer todos los deseos y necesidades de reposo y viaje cómodo que hoy demandan, con justicia las mujeres, y a que ellas tienen legitimo derecho, lo mismo que los hombres.
Ahora bien, ofrecida ya, por partida doble, la solución al problema de que tratamos, no puedo terminar estas líneas sin dedicar breves palabras a otro no menos interesante aspecto que en el mismo se descubre: la falta de cortesía de los hombres para con las mujeres.
¿Es esta actitud descortés masculina, consecuencia de la presente igualdad sexual, u obedece a otras causas?
Me permito opinar que aun dentro de las más igualitaria situación sexual, el hombre puede y debe conservar su cortesanía con las mujeres, como está obligado a guardarla con el anciano y el niño y hasta con el amigo o el compañero de trabajo. No es la cortesía asunto de igualdad o desigualdad social, de superioridad o de inferioridad, de sometimiento o de vasallaje, como lo era antiguamente, sino de educación, de caballerosidad; y educado y caballero puede debe serse, lo mismo vistiendo levita y arrastrando automóvil, que portando el overall ploretario y viajando en ómnibus o tranvías. Y tan es así, que precisamente he podido observar en varias ocasiones cómo son mucho más corteses y galantes con las mujeres, en ómnibus y tranvías, los hombres del pueblo que los cepillitos o fantoches «camouflageados» de gentlemen aristocráticos y elegantes; y mientras aquéllos no vacilan en ofrecer su asiento a la mujer que va de pie, éstos se hacen los distraídos y remolones, mirando para el techo, o para afuera, o leyendo el periódico, a fin de no perder su comodidad. Eso si, cuando se trata de una mujer despampanantemente hermosa, les falta el tiempo para levantarse, y ofrecerle su puesto, situándose entonces de pie, junto a ella, en espera de que los vaivenes del vehículo les permitan desenvolver habilidosa política rascabucheril, visual y táctil.
Hace poco un cronista cinegráfico recogió las opiniones de algunos astros de la pantalla acerca de lo que es un caballero. De todos los criterios emitidos voy a extractar aquí los que juzgo más certeros.
Bing Crosby afirmó: «Me parece que un hombre real, cien por ciento, es lo mas próximo a
un verdadero caballero», o sea, que para ser caballero, se requiere ser muy hombre.
Ray Milland dijo: «Caballero es un hombre que puede beber sin emborracharse; que puede discutir cálidamente sin enojarse; que puede ser cortés y galante sin ostentación; que puede dejar ver un relámpago de ira, pero bajo una sonrisa».
Spencer Tracy sostuvo: «Un caballero es un sujeto que no mete las narices en los asuntos de los demás, y sólo atiende a los suyos».
Victor Moore declaró: «Un caballero es un hambre que se quita el sombrero cuando se encuentra, o se despide de su propia mujer». ¿Y qué debe hacer, si no usa sombrero?
Victor McLaglen: «Ser un caballero no estriba en vestir buenos trajes e inclinarse reverente al conocer una dama; consiste en poder hablar a cualquier hombre como igual y que las mujeres se complazcan con su presencia».
Por ultimo, Charlie Ruggles, haciendo gala de su fino humorismo, manifestó que «el verdadero caballero, sincero, cortés, servicial, no es un hombre, sino el mejor amigo del hombre, su perro. Mis perros escoceses, y he tenido muchos de ellos, son caballeros consumados. Pueden ser majaderos cuando son pequeños, pero en cuanto crecen se comportan perfectamente».
Compórtense, pues, en tranvías y ómnibus los ciudadanos oficinistas, como caballeros, o sea, como verdaderos hombres, como hombres cien por ciento, según recomienda Crosby; o al menos como perros, como los perros de Ruggles, y no habrá problemas alguno a dilucidar, por cuestión de asientos más o menos, con las damas oficinistas.
He aquí otra tercera solución, mucho mejor que las dos anteriores.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964