En mis Apuntes para un estudio sobre la evolución de las costumbres cubanas publicas y privadas, de 1932, hice resaltar que el pueblo cubano ofrecía al investigador y enjuiciador de sus costumbres públicas y privadas de los tiempos coloniales y de los republicanos, el peculiarísimo fenómeno, observado y confirmado siglo tras siglo, de que una vez constituida, aun en su forma más rudimentaria, nuestra sociedad, esas sus costumbres públicas v privadas no presentan transformaciones fundamentales perceptibles, exceptuados los cambios que en lo externo, por los usos, modas, inventos y descubrimientos, necesariamente sufre cualquier sociedad del mundo occidental civilizado; fenómeno que al registrarlo Enrique José Varona en su memorable discurso de ingreso en la Academia Nacional de Artes y Letras, en 1915, le hace exclamar con desgarrador acento de cubano a quien duelen los males de su patria: «La generación de cubanos que nos precedieron y que tan grandes fueron a la hora del sacrificio, podrá mirarnos con asombro y lástima, y preguntarse estupefacta si éste es el resultado de su obra, de la obra en que puso su corazón y su vida. El monstruo que pensaba haber domeñado resucita. La sierpe de la fábula vuelve a reunir los fragmentos monstruosos que los tajos del héroe habían separado. Cuba republicana parece hermana gemela de Cuba colonial». Y, parafraseando al maestro insigne, presenté el año 1925, en la Sociedad Cubana de Derecho Internacional, un cuadro sintético de Cuba a los 22 años de república, al que puse por título La colonia superviva.
De esta supervivencia colonial, en la República, de costumbres públicas y privadas, creí justo hacer resaltar en mi referido estudio de 1932 dos notas importantes de mejoramiento y progreso: la mujer y la juventud.
La mujer cubana —afirmaba— ha abandonado ya su vida apacible y tranquila, de la colonia; ha invadido colegios, institutos, la Universidad, no sólo para aprender, sino para enseñar también; ha participado, al nivel que el hombre, de los trabajos burocráticos,
oficinescos; ha tomado su puesto en los comercios, en las industrias, en las clínicas, en los
hospitales; ha llegado a ponerse al frente de empresas y negocios de todas clases; y por último ha dicho su palabra en la vida pública, ganándose por su propio esfuerzo el disfrute a la par que el hombre de los derechos políticos, civiles y sociales que todavía se le escatiman.
Y refiriéndome a la juventud, declaraba que ésta había dado igualmente ejemplo magnífico de plena conciencia de su papel en la sociedad de nuestros días, tocando a rebato contra todo lo caduco, lo podrido, lo reaccionario y lanzando el ¡marchemos! hacia una nueva era; concluyendo con estas palabras de esperanza y optimismo: la mujer y la juventud son las dos fuerzas morales con que actualmente cuenta Cuba para acometer, por la cultura, la justicia social y el mejoramiento étnico, la renovación de sus costumbres públicas y privadas y con ella el advenimiento de la nueva República cubana.
Refiriéndome ahora exclusivamente a la mujer, es singularmente notorio el progreso por ella alcanzado de 1899 a la fecha, así como también los triunfos que ha logrado conquistar en el reconocimiento legal de derechos y libertades, tanto políticos como sociales.
Al referirme a la mujer estoy hablando, desde luego, de la mujer joven, de la nacida en la República, porque la que vio la luz en l a colonia, con muy raras excepciones,
conserva el espíritu colonial, e1 concepto reaccionarista de sierva del hombre, del hombre dependiente y dedicada exclusivamente a la maternidad o al placer, objeto que contribuye a1 adorno de la casa, bello animalito que entretiene a su amo o le sirve para exhibirlo orgullosamente entre amigos y conocidos.
Es la mujer joven, la cubana de la República, de las clases media y trabajadora, de la pequeña burguesa y el proletariado, repito, la que revela bien a las claras un triunfante y progresivo anhelo de superación.
Aniquilada la economía cubana por la devastadora guerra de 1895, proceso destructivo que comenzó en la guerra de 1868, cuando adviene el cese de la dominación española, los hogares cubanos se encontraron con la pavorosa realidad, disimulada hasta
entonces por la contienda bélica, de la miseria y la ruina, y fue necesario salir en busca de fuentes de ingresos. Los hombres que habían militado en las filas del Ejército Libertador o que constituían la legión de simpatizantes más o menos efectivos de la contienda independentista, acudieron a demandar puestos en oficinas públicas; los españolizantes, incorporados al nuevo orden de cosas, recabaron el apoyo de sus viejos amigos los comerciantes e industriales peninsulares; y en 1os campos, lenta y penosamente, recomenzó el fomento de las labores agrícolas; y los ingenios al resurgir, de las cenizas de la guerra, ahora en manos norteamericanas, permitieron que el cubano encontrase como empleado técnico, como oficinista, como obrero agricultor o como colono nuevas fuentes, a veces jugosas, de ingresos personales y familiares.
Pero la ocupación norteamericana de la isla de 1899 trajo, entre innovaciones fundamentales, el abrirle las puertas en las oficinas públicas, en los hospitales y en la enseñanza, a la mujer.
Quienes pertenecemos al pasado siglo y nacimos algunos años antes del inicio de nuestra última guerra libertadora y contemplamos de niño como primera bandera conocida por bandera nuestra, esa misma bandera gualda y roja que hoy hemos vuelto a ver ondear en muchos de los viejos baluartes del reaccionarismo peninsular, recordamos perfectamente
el interesantísimo espectáculo, miles de veces repetido en otros tantos hogares, ante esa innovación, incomprensible al carácter y costumbres criollos, de que la mujer pudiera participar, al igual que el hombre, en trabajos hasta ahora al hombre sólo reservados, y lo que resultaba más asombroso aún, que ella saliese a la calle durante el día y abandonase su hogar para traer, a fin de semana o de mes, su aporte económico al sostenimiento de la casa y la familia.
Durante la colonia, la triste suerte de las mujeres cubanas que quedaban huérfanas de protección masculina, por la muerte del cabeza de familia y la falta de varones en la casa, era, como primer recurso salvador, acudir al matrimonio de conveniencia, que no sólo
resolviera el problema particular de la muchacha atrapadora de un partido más o menos bueno, sino que también cargase generosamente con toda la familia. Pero mientras el novio o los novios no aparecían o formalizaban, con una visita rápida a la sacristía de la parroquia vecina, su compromiso amoroso o relacioncitas de ventana o de sillón, había que atender al problema inminente del sustento diario. Se acudía entonces a las costuras en la casa, de indumentaria femenina o de ropa interior de hombre, para talleres; a los bordados y tejidos; a la confección de dulces; a la preparación de cascarilla de huevo, maquillaje de las cubanas de la colonia… Los talleres de despalillo, las tabaquerías y cigarrerías y algunas otras industrias y comercios, eran los recursos extremos cuando la miseria obligaba a salir de la casa y buscar fuera de ella los medios para no morirse de hambre. Los hospitales se encontraban cerrados a la mujer, pues eran las monjas las únicas dedicadas, por amor de Dios y salvación de sus almas, al cuidado material y espiritual de los enfermos.
La ocupación militar norteamericana produjo, al abrir las puertas del hogar a la mujer que quisiese ganarse la vida con el trabajo personal, una verdadera conmoción. Como toda innovación progresista, encontró anatematizadores resueltos en padres, hermanos, madres, tias, abuelas. ¡Era imposible aceptar esas corruptoras novedades! La mujer estaba hecha para su casa, para el cuidado de sus hijos, para las «atenciones propias de su sexo». Era preferible morirse de hambre que prostituirse saliendo a la calle y metiéndose en una oficina pública o en un hospital. En éstos, las monjas comenzaron a ser desplazadas y sustituidas por enfermeras graduadas, que sin pensamiento alguno de recompensas en otra vida, realizaban el durísimo trabajo de atención y cuidado de los enfermos. Verdaderas tragedias familiares se desarrollaron en miles de hogares ante esta intransigencia de los elementos conservadores de la familia. Las primeras muchachas que pudieron romper el yugo familiar y acudir a las oficinas, recibieron las sonrisas burlonas, las miradas despreciativas o las indirectas acusatorias de familiares, amigos y conocidos. Está por escribirse aún la historia magnífica de ese ascenso de la mujer a su independencia económica. Y la tiperrita desconocida, heroína cubana de la liberación femenina, no tiene aún estatua ni busto.
La enseñanza, en los colegios públicos, que prácticamente no existieron nunca durante la colonia, en el empeño contumaz de los gobernantes metropolitanos por mantener la incultura en este «presidio rodeado de agua» que para ellos era, según la frase de Martí, esta su colonia explotada y ultrajada durante cuatro largos siglos, fue la profesión femenina más demandada. Las escuelitas de barrio, otro medio colonial de ganarse la mujer unas míseras pesetas, fue perdiendo prestigio. Ya que los niños encontraban en las escuelas públicas enseñanza gratuita.
Al correr de los años los varones se mostraban cada vez más tolerantes, unos, por hábito y por conveniencia, otros, con esta nueva vida de la mujer cubana. Muchos hogares se salvaron por el trabajo de las mujeres de la casa. Y madres, tías, abuelas, endulzaron el amargor de su intransigencia contra estos modernismos, al comprobar, un día tras otro, que tenían techo y comida, gracias a que sus hijas, sobrinas y nietas tomaban todas las mañanas y las tardes el camino de la oficina, de la escuela pública o del hospital. Y hasta padres ancianos y abuelos aliviaron su vejez por ese modernismo aceptado a regañadientes.
Las maestras visitaron en memorable excursión los principales centros educativos de los Estados Unidos. Las escuelas de enfermeras graduaban todos los años buen grupo de muchachas animosas, heroínas sustitutas de las antiguas religiosas. En las oficinas públicas,
la tiperrita fue perdiendo poco a poco este mote despectivo con que se la calificó en los primeros tiempos de la ocupación americana, traducción criolla del nombre inglés.
Tiempos rudos fueron ésos para la mujer cubana, de indecisiones y alternativas, de exageraciones, tergiversaciones y caídas; pero es así, a fuerza de luchar, de caer y levantarse, que se logran las grandes conquistas y transformaciones sociales y políticas.
(La semana próxima continuaremos desarrollando tema tan interesantísimo).
De esta supervivencia colonial, en la República, de costumbres públicas y privadas, creí justo hacer resaltar en mi referido estudio de 1932 dos notas importantes de mejoramiento y progreso: la mujer y la juventud.
La mujer cubana —afirmaba— ha abandonado ya su vida apacible y tranquila, de la colonia; ha invadido colegios, institutos, la Universidad, no sólo para aprender, sino para enseñar también; ha participado, al nivel que el hombre, de los trabajos burocráticos,
oficinescos; ha tomado su puesto en los comercios, en las industrias, en las clínicas, en los
hospitales; ha llegado a ponerse al frente de empresas y negocios de todas clases; y por último ha dicho su palabra en la vida pública, ganándose por su propio esfuerzo el disfrute a la par que el hombre de los derechos políticos, civiles y sociales que todavía se le escatiman.
Y refiriéndome a la juventud, declaraba que ésta había dado igualmente ejemplo magnífico de plena conciencia de su papel en la sociedad de nuestros días, tocando a rebato contra todo lo caduco, lo podrido, lo reaccionario y lanzando el ¡marchemos! hacia una nueva era; concluyendo con estas palabras de esperanza y optimismo: la mujer y la juventud son las dos fuerzas morales con que actualmente cuenta Cuba para acometer, por la cultura, la justicia social y el mejoramiento étnico, la renovación de sus costumbres públicas y privadas y con ella el advenimiento de la nueva República cubana.
Refiriéndome ahora exclusivamente a la mujer, es singularmente notorio el progreso por ella alcanzado de 1899 a la fecha, así como también los triunfos que ha logrado conquistar en el reconocimiento legal de derechos y libertades, tanto políticos como sociales.
Al referirme a la mujer estoy hablando, desde luego, de la mujer joven, de la nacida en la República, porque la que vio la luz en l a colonia, con muy raras excepciones,
conserva el espíritu colonial, e1 concepto reaccionarista de sierva del hombre, del hombre dependiente y dedicada exclusivamente a la maternidad o al placer, objeto que contribuye a1 adorno de la casa, bello animalito que entretiene a su amo o le sirve para exhibirlo orgullosamente entre amigos y conocidos.
Es la mujer joven, la cubana de la República, de las clases media y trabajadora, de la pequeña burguesa y el proletariado, repito, la que revela bien a las claras un triunfante y progresivo anhelo de superación.
Aniquilada la economía cubana por la devastadora guerra de 1895, proceso destructivo que comenzó en la guerra de 1868, cuando adviene el cese de la dominación española, los hogares cubanos se encontraron con la pavorosa realidad, disimulada hasta
entonces por la contienda bélica, de la miseria y la ruina, y fue necesario salir en busca de fuentes de ingresos. Los hombres que habían militado en las filas del Ejército Libertador o que constituían la legión de simpatizantes más o menos efectivos de la contienda independentista, acudieron a demandar puestos en oficinas públicas; los españolizantes, incorporados al nuevo orden de cosas, recabaron el apoyo de sus viejos amigos los comerciantes e industriales peninsulares; y en 1os campos, lenta y penosamente, recomenzó el fomento de las labores agrícolas; y los ingenios al resurgir, de las cenizas de la guerra, ahora en manos norteamericanas, permitieron que el cubano encontrase como empleado técnico, como oficinista, como obrero agricultor o como colono nuevas fuentes, a veces jugosas, de ingresos personales y familiares.
Pero la ocupación norteamericana de la isla de 1899 trajo, entre innovaciones fundamentales, el abrirle las puertas en las oficinas públicas, en los hospitales y en la enseñanza, a la mujer.
Quienes pertenecemos al pasado siglo y nacimos algunos años antes del inicio de nuestra última guerra libertadora y contemplamos de niño como primera bandera conocida por bandera nuestra, esa misma bandera gualda y roja que hoy hemos vuelto a ver ondear en muchos de los viejos baluartes del reaccionarismo peninsular, recordamos perfectamente
el interesantísimo espectáculo, miles de veces repetido en otros tantos hogares, ante esa innovación, incomprensible al carácter y costumbres criollos, de que la mujer pudiera participar, al igual que el hombre, en trabajos hasta ahora al hombre sólo reservados, y lo que resultaba más asombroso aún, que ella saliese a la calle durante el día y abandonase su hogar para traer, a fin de semana o de mes, su aporte económico al sostenimiento de la casa y la familia.
Durante la colonia, la triste suerte de las mujeres cubanas que quedaban huérfanas de protección masculina, por la muerte del cabeza de familia y la falta de varones en la casa, era, como primer recurso salvador, acudir al matrimonio de conveniencia, que no sólo
resolviera el problema particular de la muchacha atrapadora de un partido más o menos bueno, sino que también cargase generosamente con toda la familia. Pero mientras el novio o los novios no aparecían o formalizaban, con una visita rápida a la sacristía de la parroquia vecina, su compromiso amoroso o relacioncitas de ventana o de sillón, había que atender al problema inminente del sustento diario. Se acudía entonces a las costuras en la casa, de indumentaria femenina o de ropa interior de hombre, para talleres; a los bordados y tejidos; a la confección de dulces; a la preparación de cascarilla de huevo, maquillaje de las cubanas de la colonia… Los talleres de despalillo, las tabaquerías y cigarrerías y algunas otras industrias y comercios, eran los recursos extremos cuando la miseria obligaba a salir de la casa y buscar fuera de ella los medios para no morirse de hambre. Los hospitales se encontraban cerrados a la mujer, pues eran las monjas las únicas dedicadas, por amor de Dios y salvación de sus almas, al cuidado material y espiritual de los enfermos.
La ocupación militar norteamericana produjo, al abrir las puertas del hogar a la mujer que quisiese ganarse la vida con el trabajo personal, una verdadera conmoción. Como toda innovación progresista, encontró anatematizadores resueltos en padres, hermanos, madres, tias, abuelas. ¡Era imposible aceptar esas corruptoras novedades! La mujer estaba hecha para su casa, para el cuidado de sus hijos, para las «atenciones propias de su sexo». Era preferible morirse de hambre que prostituirse saliendo a la calle y metiéndose en una oficina pública o en un hospital. En éstos, las monjas comenzaron a ser desplazadas y sustituidas por enfermeras graduadas, que sin pensamiento alguno de recompensas en otra vida, realizaban el durísimo trabajo de atención y cuidado de los enfermos. Verdaderas tragedias familiares se desarrollaron en miles de hogares ante esta intransigencia de los elementos conservadores de la familia. Las primeras muchachas que pudieron romper el yugo familiar y acudir a las oficinas, recibieron las sonrisas burlonas, las miradas despreciativas o las indirectas acusatorias de familiares, amigos y conocidos. Está por escribirse aún la historia magnífica de ese ascenso de la mujer a su independencia económica. Y la tiperrita desconocida, heroína cubana de la liberación femenina, no tiene aún estatua ni busto.
La enseñanza, en los colegios públicos, que prácticamente no existieron nunca durante la colonia, en el empeño contumaz de los gobernantes metropolitanos por mantener la incultura en este «presidio rodeado de agua» que para ellos era, según la frase de Martí, esta su colonia explotada y ultrajada durante cuatro largos siglos, fue la profesión femenina más demandada. Las escuelitas de barrio, otro medio colonial de ganarse la mujer unas míseras pesetas, fue perdiendo prestigio. Ya que los niños encontraban en las escuelas públicas enseñanza gratuita.
Al correr de los años los varones se mostraban cada vez más tolerantes, unos, por hábito y por conveniencia, otros, con esta nueva vida de la mujer cubana. Muchos hogares se salvaron por el trabajo de las mujeres de la casa. Y madres, tías, abuelas, endulzaron el amargor de su intransigencia contra estos modernismos, al comprobar, un día tras otro, que tenían techo y comida, gracias a que sus hijas, sobrinas y nietas tomaban todas las mañanas y las tardes el camino de la oficina, de la escuela pública o del hospital. Y hasta padres ancianos y abuelos aliviaron su vejez por ese modernismo aceptado a regañadientes.
Las maestras visitaron en memorable excursión los principales centros educativos de los Estados Unidos. Las escuelas de enfermeras graduaban todos los años buen grupo de muchachas animosas, heroínas sustitutas de las antiguas religiosas. En las oficinas públicas,
la tiperrita fue perdiendo poco a poco este mote despectivo con que se la calificó en los primeros tiempos de la ocupación americana, traducción criolla del nombre inglés.
Tiempos rudos fueron ésos para la mujer cubana, de indecisiones y alternativas, de exageraciones, tergiversaciones y caídas; pero es así, a fuerza de luchar, de caer y levantarse, que se logran las grandes conquistas y transformaciones sociales y políticas.
(La semana próxima continuaremos desarrollando tema tan interesantísimo).
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.