En esta ocasión, el articulista afirma: «En mi anterior artículo traté de ofrecer a los lectores una pintura, lo más acabada posible, de los picapleitos, jueces y escribanos de antaño. Al lado de estos fariseos de la curia existió también otro tipo —el anverso de la medalla— genuinamente cubano, y desaparecido ya casi por completo: el abogado de familias».
No solamente se le consultaban los pleitos y demás cuestiones judiciales, sino que su misión era mucho más extensa y transcendental. Era el consejero y el mejor amigo de la familia, al que se acudía con fé absoluta siempre que en el seno del hogar se presentaba alguna cuestión de importancia, algún caso de orden privado que resolver. 
 
En mi anterior artículo traté de ofrecer a los lectores una pintura, lo más acabada posible, de los picapleitos, jueces y escribanos de antaño.
Al lado de estos fariseos de la curia existió también otro tipo —el anverso de la medalla— genuinamente cubano, y desaparecido ya casi por completo: el abogado de familias, el cual, efectivamente, era entre nosotros una verdadera institución. No solamente se le consultaban los pleitos y demás cuestiones judiciales, sino que su misión era mucho más extensa y transcendental. Era el consejero y el mejor amigo de la familia, al que se acudía con fé absoluta siempre que en el seno del hogar se presentaba alguna cuestión de importancia, algún caso de orden privado que resolver.
Y el abogado, como aquellos ancianos de las tribus, consolaba a la familia en sus tristezas y en sus infortunios, la guiaba en la época de esplendor y su consejo se tenia siempre en cuenta hasta para realizar un matrimonio, un viaje y resolver algún disgusto o lucha entre los miembros de la familia.
De más está el decir que las características de este tipo de buen abogado cubano eran la lealtad, la honradez, la abnegación, el desinterés.
Y hemos tenido también—lo mismo en la Colonia que en ha República—el tipo del magistrado competente, íntegro, incorruptible a halagos del dinero, de la amistad o de las influencias.
Vienen ahora a mi memoria dos casos que merecen ser recordados siempre y citados sus protagonistas como modelos, dignos de todo encomio.
En los últimos años de la dominación española y a consecuencia de los trabajos revolucionarios preparatorios del Grito de Baire fue encausado por conspiración para la rebelión Julio Sanguily, aquel cubano, paladín de nuestra epopeya libertadora, del que hizo su hermano ilustre, este admirable retrato: «bello como Lord Byron, y arrastrando una pierna como él, iba (se refiere a la a expedición del Galvanic) un adolescente generoso y jovial, ignorando todavía que podría decir como un héroe del dramaturgo sin par: —«el peligro y yo somos dos leones nacidos el mismo día, pero yo soy el primogénito;»— por lo que nadie entonces hubiera adivinado en él, aquel centauro luminoso que mis ojos empañados de lágrimas ya no divisan sino en el resplandor de apoteosis lejana, abrazado al titán de su rescate, junto con el cual, en la inmortalidad de una sola gloria, aparecen en el horizonte de Cuba —como dos estrellas gemelas— confundidos en la misma grandiosa intimidad de Pelópidas y Epaminondas». En la época a que me refiero Julio Sanguily conservaba ese alto prestigio de patriota y revolucionario que logro alcanzar en la guerra del 68, de ahí que su causa despertase extraordinario interés así para los cubanos como para los gobernantes españoles, que deseaban su condena. Celebrado el juicio oral, en el que fué su abogado defensor Miguel F. Viondi, solo faltaba que la Sala diese su fallo. Moviéronse entonces influencias y presiones de todas clases dirigidas desde las esferas oficiales, cerca de los magistrados que componían  la Sala, que eran dos españoles y un cubano, y principalmente, como es natural, de este último. El Fiscal de Su Magestad, Romero Torrado, conocedor de que en la votación de la sentencia el voto de éste era absolutorio, fué a visitarlo a su casa para hacerle ver la necesidad que tenia el Gobierno Español de que Sanguily fuese condenado, pues esto significarla un golpe y una lección para los conspiradores mambises; y para inclinar más su ánimo le recordó que su puesto —por ser magistrado suplente— cesaba en esos meses, y el Gobierno podía no confirmarlo si votaba contra sus deseos, amenazándolo, además, con que se tomarían contra él otras más graves y perjudiciales medidas. Pero este Magistrado era un juez íntegro y un hombre honorable. Tranquilamente oyó al Fiscal y, cuando terminó de hablar, se limitó a enseñarle la minuta del voto particular que tenía ya redactado, y le dijo:
—Aquí está mi voto particular. Es absolutorio. Y de mi puesto y de mi persona pueden hacer lo que deséen. Nada tengo. Pero no pienso en mi vida realizar acto alguno que considere contrario a mi conciencia.
Se llamaba este hombre: Rafael Maydagán. Con intensa satisfacción tributo ahora a su memoria este recuerdo, realzando justamente su figura de Magistrado modelo y de hombre intachable. Y en justicia debo decir también que Don Rafael Maydagán, lejos de perder su puesto, fué confirmado por el Gobierno español, como Magistrado de la Audiencia de la Habana.
En la República fui testigo de otro hecho no menos elocuente y enaltecedor para otro magistrado cubano.
Corría el año de 1916, uno de los años más tempestuosos de nuestra vida republicana, en que el fantasma de la reelección volvió a ensombrecer la nacionalidad cubana, después de agitadísima campaña electoral. El resultado de los comicios quedó indeciso a consecuencia de numerosos recursos que se interpusieron en toda la República, por grandes coacciones, falsedades, etc. Correspondía decir la última palabra en éste proceso electoral, al Tribunal Supremo. De ahí que gobernantes y políticos movieran toda clase de influencias, y realizaran presiones y hasta amenazas para inclinar en favor de la reelección a los magistrados y especialmente al Presidente del Tribunal Supremo. Era éste el Lcdo. José Antonio Pichardo, antiguo funcionario, encanecido en el servicio de la justicia, muy anciano ya, débil, y enclenque y casi ciego, pero que en aquellos trascendentales momentos, resistió, con fortaleza de titán, todo lo que se hizo para amedrentarlo y doblegarlo. Cumplió e hizo cumplir al pie de la letra la Ley y llenó de honor y de gloria la toga que vestía. Y recuerdo que precisamente ese año, a fines de diciembre, se celebró en La Habana el Primer Congreso Jurídico Nacional, al que asistieron abogados de toda la República, para redactar las bases de un nuevo Código Civil. En la sesión solemne de apertura, celebrada en el Teatro Nacional, hizo uso de la palabra el Ldo. Pichardo. Por el estado de su salud y principalmente, de su Vista casi perdida, me tocó el alto honor de acompañarlo desde la mesa presidencial hasta la tribuna levantada en el escenario. Aun me parece que vibran en mis oídos los aplausos estruendosos y las aclamaciones conque el público numerosísimo que llenaba el teatro, acogió la presencia primero, y las palabras, después, del venerable Magistrado. Fué aquella la justa apoteosis que recibía por su noble conducta, por su gloriosa ancianidad, por su rectitud y por su reposado, pero inquebrantable valor. En él se aclamaba a la dignidad de la toga. Sobre su escudo —de letrado y de juez— podía ponerse aquel lema que, como distintivo de toda la clase, pidió por aquellos días un abogado cubano: «Justicia con honor, honor con justicia».
 
(Artículo de costumbres tomado de Carteles, 11 de octubre 1925)

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964. 

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