En esta ocasión, el articulista refiere: «Hablaré en primer lugar del famosísimo Cham Bom-biá, el Médico Chino, cuyas curaciones fueron tan extraordinarias que de él ha quedado en nuestro folklore la frase ponderativa de la suprema gravedad de un enfermo: No le salva ni el Médico Chino».
Quiero, sí, hablarles de otros curanderos, de uno y otro sexo, que florecieron en épocas pasadas, y cuyos nombres y hazañas han llegado hasta nuestros días.
 
En nuestro manicomio nacional —no me refiero, queridos lectores, al Capitolio, donde moran, discurren –muy raras veces– y hacen locuras –con demasiada frecuencia— los beneméritos padres y padrastros de la patria– se halla recluida desde hace meses la más famosa de las curanderas criollas de estos tiempos: Antoñica Izquierdo o Ñica la milagrera, la que, adaptándose a la época, tan pródiga en curanderos políticos, salvadores, a la fuerza, de sus pueblos, no se conformaba con curar los males físicos de los que a ella acudían, sino que también quiso meterse en camisa de once varas, pronunciándose, como cualquier politiquillo o apolitiquillo, contra la tan cacareada, y cada vez más lejana, Asamblea Constituyente, panacea mágica que remediará todos nuestros males políticos, económicos, etc., etc., etc. Amén.
La milagrera Antoñica curaba con agua: agua de los ríos, y por eso encontró su Waterloo en La Habana donde, como bien saben y padecen sus moradores, el agua sólo existe… en las nubes y en estado de vaporización, pues ya ni siquiera llueve de vez en cuando. ¡Felices tiempos aquellos de la colonia en que la Divina Providencia, apiadada de los muy devotos habaneros, tenía siempre repletos de agua lluvia los aljibes, tinajas, tinajones y bateas!
Pero no voy a referirme especialmente en estas Habladurías a la bienaventurada Antoñica, pues ustedes conocen tan bien como yo su santa vida y sus prodigiosos milagros.
Quiero, sí, hablarles de otros curanderos, de uno y otro sexo, que florecieron en épocas pasadas, y cuyos nombres y hazañas han llegado hasta nuestros días.
Hablaré en primer lugar del famosísimo Cham Bom-biá, el Médico Chino, cuyas curaciones fueron tan extraordinarias que de él ha quedado en nuestro folklore la frase ponderativa de la suprema gravedad de un enfermo: «No le salva ni el Médico Chino».
Uno de los biógrafos de este milagrero, Herminio Portell-Vilá, refiere que Cham Bom-biá llegó a La Habana en 1858, estableciendo aquí su consulta, que era visitada por personas de todas las clases sociales. Vivió después en Matanzas, con consultorio en la calle de Mercaderes esquina a San Diego, próxima a la residencia de la familia Escoto; y por último se trasladó a Cárdenas, pasando en ella sus últimos años, hasta su misteriosa muerte.
Portell-Vilá lo pinta «Hombre de elevada estatura, de ojillos vivos y penetrantes algo oblicuos; con luengos bigotes a la usanza tártara, larga perilla rala pendiente del mentón y solemnes y amplios ademanes subrayando su lenguaje figurado y ampuloso; vestía como los occidentales, y en aquella época que no se concebía en Cuba al médico sin chistera y chaqué, él también llevaba con cómica seriedad una holgada levita de dril».
En Cárdenas apareció por el año de 1872, instalándose en una casa de la Sexta Avenida, casi esquina a la calle 12, junto al actual cuartel de bomberos, en la que tenía su botiquín.
Cham Bom-biá, si prescindimos del aparatoso ceremonial que usaba en su consultorio y en las visitas a los enfermos, puede ser considerado, más que como vulgar curandero, como un notable hombre de ciencias de amplia cultura oriental, que mezclaba sus profundos conocimientos en la flora cubana y china, como sabio herbolario que era, con los adelantos médicos occidentales.
En Cárdenas realizó curas maravillosas de enfermos desahuciados por médicos de fama de aquella ciudad y de La Habana, devolviéndoles a muchos de sus clientes la salud, la vista, el uso de sus miembros.
En el ejercicio de su carrera científico-curanderil, actuaba con absoluto desprendimiento, cobrando honorarios a los ricos, y conformándose con decirles a los pobres: «Si tiene linelo paga pa mí. Si no tiene, no paga; yo siemple da la medicina pa gente poble». Las medicinas las proporcionaba unas veces de su botiquín particular, y otras mediante recetas que eran despachadas en la farmacia china de la Tercera Avenida número 211.
Cham Bom-biá llegó a conquistar gran popularidad en Cárdenas y en toda la Isla, convirtiéndose, según afirma Portell-Vilá, en el sumo pontífice de la medicina, lo mismo ayer que hoy, como bien lo expresa la frase popular que sobre él perdura, ya citada más arriba, y de la que existe esta otra variante: «A ése no lo cura ni el Médico Chino».
Una mañana encontraron sin vida a Cham Bom-biá, tendido en el camastro de la casa que siempre habitó solo en la Perla del Norte. Nunca pudo esclarecerse la causa de su muerte, atribuyéndola, unos, a un suicidio, y otros a algún veneno administrado por cualquiera de sus colegas, envidioso de su fama.
De él quedan, además de su reputación elevada a la estratosfera, estos versos que los mataperros callejeros aplican a todos los orientales:
Chino manila,
Cham Bom-biá:
Cinco tomates
Por un reá.
Casi en la misma época que el Médico Chino hacía milagrosas curaciones en Cárdenas, sobresalió por Las Villas, en el caserío de Jiquiabo, término municipal de Santo Domingo, una curandera, que desde niña era conocida por sus milagrerías: Rosario Piedrahita, llamada la Virgen de Jiquiabo o la Vieja de Jiquiabo o Nuestra Señora la Virgen de Jiquiabo.
Esta curandera no usaba agua como Antoñica ni yerbas como el Médico Chino, sino pañitos pertenecientes a las ropas interiores del enfermo o de la persona que deseaba prosperar en sus negocios o conservar su salud. Ya en poder de esos pañitos, la Virgen de Jiquiabo se encerraba en su cuarto para hacer sus conjuros o burlarse a solas de sus crédulos pacientes, y una vez benditos los pedazos de tela los entregaba a éstos. Los pañitos, aplicados a la parte enferma, guardados en los bolsillos o conservados tras las puertas, debían resultar eficacísimos para curar una herida, un dolor, un grano, aumentar la familia y traer la paz a los matrimonios averiados.Según parece, esta embaucadora ejercía especial influencia sobre los alcaldes, pues logró catequizar a dos de éstos, uno de Villaclara, Juan Manuel Martínez, quien, según refiere Antonio Berenguer en sus Tradiciones Villaclareñas, dicho mayor, muy querido y respetado en el Municipio, ya entrado en años y cargado de achaques, acudió a los pañitos de la Virgen de Jiquiabo. Pero cansado de no obtener éxito, quiso comprobar los poderes sobrenaturales o la charlatanería de la Virgen, enviando al efecto a tres limosneros del pueblo: un chino casi ciego, un negro viejo de nación y un gallego que se hacía más el enfermo de lo que en realidad estaba, a que se consultaran con la milagrera. Regresaron los tres, y a preguntas del alcalde el chino contestó: «Señó alcalde, ya yo ve poquito menos». El negro viejo: «Yo, mi señó, llevé quebradura y un espolón en la pata y yo viene con quebradura botá y do espolón que no dejan caminá». Y el gallego: «Yo llevé mis ahorros que quise aumentar, poniéndome un paño en los bolsillos; al venir me extravié, unos ladrones me robaron y sólo me dejaron este pañito que no me sirve ni para secarme las lágrimas». Ante este triplemente desastroso resultado, cuenta Berenguer que el bueno del alcalde se encerró en su cuarto, se quitó los paños y los arrojó violentamente, diciendo: «Esa vieja es una embaucadora, hoy mismo la mando a prender».
El otro alcalde engatusado por la Virgen de Jiquiabo fue, según cuenta Herminio Portell-Vilá, el mayor de Cárdenas en 1882, don José Belaunzarán y Galarraga, quien trajo a la milagrera a su casa para que lo atendiese a él en sus males y también a la señora alcaldesa, no menos estropeada en su salud que su amante compañero, el señor alcalde.
Y la residencia del alcalde se convirtió en la Meca de todos los enfermos de la población; pero si la Vieja de Jiquiabo ejercía sus curanderismos sin interés alguno, el señor alcalde y la señora alcaldesa se convirtieron en managers económicos de la milagrera, cobrando tres pesos por cada pañito bendecido en el consultorio y cinco pesos si había que ir al domicilio del cliente, con honorarios mucho más altos para los ricos de la localidad. El negocio produjo tanto que algunos cardenenses lo hacen ascender a más de $20.000. Pero el cívico periodista Pedro Sust y el notable poeta Federico Torres Rangel desenmascararon a la Vieja, al alcalde y a la alcaldesa, realizando contra ellos lo que hoy se llamaría un acto de calle, con todos los enfermos, cojos y desgraciados a los que la Virgen de Jiquiabo les había tomado el pelo, y el alcalde y la alcaldesa sus dineros; y la Virgen, dando tusa se corrió hacia el Jiquiabo, y el mayor y la mayora tuvieron que dar 10.000 pesos de lo recaudado para la construcción de una sala de inválidos en el hospital de Santa Isabel.
Desde entonces los cardenenses miran con prevención a todo el que viene ofreciéndoles milagros, curaciones, bienandanzas, por temor de que los tales prodigios sean «como los pañitos de la Virgen de Jiquiabo».
Fernando Ortiz, en su vieja costumbre de desnucar santones, milagreros y hombres providenciales, demostró en documentado artículo que la tal Virgen de Jiquiabo ni siquiera tenía el mérito de la originalidad, pues sus pañitos habían sido usados algunos siglos antes por un ermitaño español, guardián de la Virgen de Godes, que se venera en el pueblo navarro de su nombre, para reaparecer, «siglos y mares de por medio, en las análogas maravillas de la carnal y criolla Virgen de Jiquiabo».
El último curandero criollo que voy a citar figuró en tiempos republicanos, el año 1905, y era conocido por «El Hombre Dios, llamado en realidad Juan Manso, y habitaba en la loma de San Juan. Era de rústico aspecto, vestido con burda filipina oscura y provisto de hirsutos bigote y patilla. Curaba mediante pases sobre la cabeza de los pacientes».
El gran periodista Manuel Márquez Sterling le dedicó un artículo en la revista El Fígaro, de aquel año, refiriendo los detalles de la visita que le hizo, «una tarde bajo los rayos de un sol que tostaba las entrañas de la tierra».
Este Hombre Dios, que logró, como el Médico Chino y la Virgen de Jiquiabo, atraer a las muchedumbres ávidas de hazañas sobrenaturales, ha quedado olvidado, como lo será también, o lo es ya, Antoñica Izquierdo, y como han de desaparecer, igualmente, del recuerdo de sus pueblos, en lo que a sus providencialidades se refiere, todos aquellos santones y autores de prodigios que, ayer como hoy, han tratado de vivir de sabrosos, satisfacer su afán de lucro, sus perversos instintos o su vanidad, con la engañifa de salvadores de su pueblo, del mismo pueblo que explotan y atropellan, a su gusto, capricho y conveniencia.

(Artículo de costumbres tomado de Carteles, 26 de marzo 1939)


Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964. 

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