El hombre engañado, siempre está en ridículo ante la sociedad.

Cuando hace varias semanas publiqué en estas páginas un artículo sobre los celos femeninos, llovieron sobre mí, por los diversos medios de comunicaciones existentes y entre los cuales no faltó el más antiguo de todos, el anónimo postal y telefónico, numerosas demandas formuladas por hombres y mujeres, para que tratara también de los celos masculinos, «más terribles aún», decían algunos, que los celos femeninos.
Me propuse satisfacer los deseos de mis lectores, pero otros asuntos lo han ido demorando hasta hoy.
Ciertamente que los celos masculinos resultan de por sí más ridículos, molestos y contraproducentes que los femeninos y no son aceptables en ningún caso.
Dada la organización de la sociedad y las costumbres, prejuicios y convencionalismos existentes sobre el matrimonio en lo que se refiere a la desigualdad establecida entre marido y mujer, en cuanto a la fidelidad de uno y otro, si los celos de la mujer pueden ser en algunos casos, como expuse en el artículo ya citado, útiles y hasta necesarios si son llevados con tacto e inteligencia, en cambio, los celos del hombre —novio, amante, y sobre todo marido, no hay nada que los excuse ni justifique.
Me explicaré.
La sociedad —justamente, desde luego,— considera como una gracia, el que un marido engañe a su mujer; más aún, como un hecho natural y lógico, que fatalmente tiene que ocurrir, produciendo extrañeza en el público, no la infidelidad del hombre, sino al contrario, el que sea fiel, al extremo, de que se señala con el dedo y se mira con asombro como un fenómeno al marido que mantenga que jamás le ha faltado a su esposa, y aún así, no se le cree. La sociedad tampoco mira como ridiculiza a la esposa engañada, porque tendría que considerar a todas en ridículo. Y hasta las propias esposas viven — y ellas mismas lo manifiestan—  el convencimiento íntimo de que los maridos, aún los mejores, se corren de cuando en cuando. «Con tal que yo no lo sepa y no falte a sus deberes caseros ni me trate mal, no quiero enterarme de lo que hace fuera de casa», se oye exclamar a diario a numerosas esposas.
En cambio, el hombre engañado, siempre está en ridículo ante la sociedad, aunque sea todo lo hombre que pueda existir, ignore su desgracia y al conocerla se porte dignamente no tolerándola. Tan es así, que aunque el diccionario define con cierta palabra solo «al marido que consiente el adulterio de su mujer, la sociedad califica con esa palabra a todo marido que ha sido engañado por su mujer y hasta a los que al saberlo han matado a la infiel y al amante.
Todo esto, desde luego, tiene su fundamento en la ridícula teoría sustentada aún en nuestro tiempo, de que la esposa es una cosa, una propiedad, una esclava del marido, que como macho, debe domarla y conservarla y que sufre en su prestigio y varonilidad si otro hombre se la quita.
De todo ello resulta, que el verdadero significado de los celos masculinos es la confesión que tácitamente hace el marido, el novio o el amante de que tiene el temor o la sospecha de que su mujer se le corra con otro; de que juzga posible la existencia de otro hombre capaz de suplantarlo en plazo no lejano; de que él no se considera suficientemente capaz para ser el único hombre de su mujer; de que no está muy seguro de la fidelidad de su esposa; de que tiene dudas o temores sobre su conducta; de que presiente alguna catástrofe inminente; de que ya le huele a quemado y le empieza a doler la frente y le cuesta trabajo ponerse el sombrero.
Ello da por resultado que ante la sociedad el marido celoso es mas ridículo aun que el marido engañado, porque el marido celoso, aunque no haya sido engañado todavía, le va confesando a todo el mundo que está en camino de que lo engañe su mujer, y que el primero en creerlo así es el mismo, mas que creerlo, en considerar que debe y merece ser engañado, porque se juzga ante su mejer inferior a otro cualquier hombre o a una o varios determinados.
Yante su mujer, la situación de ridiculez en que se le coloca al marido celoso es mucho más grave y lamentable. Desde el momento en que el marido le dice a su mujer: «No mires a fulano», o «¿Por qué miraste así a mengano?», la mujer oye además y siente otra frase: «…porque creo a fulano o considero a mengano, capaces de suplantarme y desalojarme contigo».
De ahí resulta que el marido celoso pierde autoridad y consideración para su mujer, pasando a ser un pobre diablo, al que lo más que se puede es tener lástima, y, ¡desgraciado del marido, el novio o el amante al que su mujer le tiene lástima! Debe retirarse a tiempo porque le espera, si no la sufre ya, una coronación con música y voladores, cohetes y fuegos artificiales.
Y cuando esos celos del marido los provoca, y así se lo hace ver o expresa a su mujer, un hombre determinado, ¡ah!, lo que en realidad hace es indicarle a su mujer quién debe ser su sustituto, casi la arroja en los brazos de este y le demuestra, además que se considera a ese individuo, superior a el en lo que a ella se refiere. Y para la mujer ese hombre del que su marido tiene celos, adquiere, aunque hasta ese momento no le haya puesto atención especial, autoridad y prestigio; lo empieza a mirar con simpatía y va creciendo para ella, en la misma proporción en que su marido va decreciendo. ¡Y en cuantos y cuantos casos resulta que es el propio marido el que con sus celos le busca un amante a su esposa, a lo mejor el hombre que menos le agradaba a ella y al que nunca le pasó por la imaginación entregarse!
Otro de los graves peligros que tienen los celos para la seguridad matrimonial de los esposos, es que sus celos sirven como el perro de caza al cazador para levantar la pieza. Los celos de un esposo anuncian a amigos y conocidos que hay mujer conquistable y pueden lanzarse a la aventura. Lo asegura el que más autoridad y conocimiento tiene para ello: el propio marido.
Y si no, vuelvan mis lectores la vista en derredor: Fulano, marido celoso, su mujer tiene muchos que la cortejan. Muchos hombres, aunque les guste una mujer no se lanzan a conquistarla, ya porque consideren ardua la empresa porque ella quiere y le gusta y satisface su esposo, ya porque juzgan a este «todo un hombre», en cuanto a su mujer se refiere. Pero cuando los hombres se enteran que el marido de esa mujer que les gusta es celoso, entonces la conquista se acomete en la primera oportunidad, porque el propio marido es el que informa y dá el soplo, de que él no está muy seguro de su mujer, de que no cree difícil que ésta se corra y él no se considera muy bien, como esposo ante ella.
En una palabra el marido celoso va pregonando a voz en cuellos:
—¡Señores, que se me corre mi mujer, que se me corre mi mujer!
Y en el 99 y medio y tres cuartos de los casos, se confirma su temor y… se le corre la mujer, si no resulta que se le ha corrido ya.
Como el tema es interesante, insistiremos sobre el en el próximo número.

(Artículo de costumbre publicado en Carteles, 22 enero de 1928).

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

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