En esta estampa Roig hace referencia a las características de aquellas personas que por no poseer título alguno –profesional, pontificio o arisocrático– eran denominados por los cronistas sociales con fórmulas tan impersonales como el conocido joven.
Existen individuos que no son nadie, ni tienen título alguno, profesional ni pontificio, ni cultura, ni capital. Cada uno de ellos será siempre, en todos los momentos, dondequiera que vaya… El conocido joven.
Nuestras crónicas sociales suelen reducirse hoy en día, salvo raras excepciones, a una lista interminable de sustantivos y un buen número de adjetivos. La moda y el gusto del público así lo exigen. Son muchísimas las personas que asisten a una boda u otra fiesta, con el único y exclusivo objeto de ver al día siguiente su nombre en letras de molde. De ahí que los cronistas de salones se vean obligados a desdeñar, a prescindir en sus trabajos, de floreos al hablar de algún evento social, yendo inmediatamente al grano, como pedía el magistrado del cuento. Y el grano, en este caso, o mejor dicho, los granos, son los nombres de los asistentes al acto.
Como detalle curiosísimo que comprueba lo arraigada que está entre nosotros esta costumbre, debemos citar una típica fiesta que actualmente se celebra en La Habana: el baile infantil que dan, por carnavales, las sociedades regionales españolas, y al cual llevan las familias, vestidos con trajes de capricho o de sala, a sus pequeñuelos. El atractivo principal de la fiesta consiste en una lista –cuatro o cinco mil nombres– que publican después los periódicos, de todos los niños que concurrieron al baile y el disfraz que llevaba cada uno. Los felices padres y demás familiares se leen, pacientemente, esos millares de nombres para encontrar el del hijo o pariente, que, a lo mejor, aparece mal escrito.
Pero hay algo que resulta mucho más incómodo, molesto y complicado para los cronistas sociales: los adjetivos. Hay damas, damitas y caballeros a los que no basta nombrarlos; hay que adjetivarlos también. Y he aquí los apuros, de los que no saldría triunfante ningún maestro de la lengua, pero que, sin embargo, los cronistas sociales vencen y resuelven con pasmosa facilidad. No sabemos cómo se las arreglan, pero es lo cierto, que ellos pueden diariamente calificar y adjetivar a veinte o treinta personas de todos los sexos.
Bella, encantadora, gentil, interesante, simpática… son adjetivos que usan para las mujeres. Ilustre, distinguido, sabio, acaudalado, notable… puede decirse tratándose de hombres. No quiero citar un de eterna belleza con que he visto elogiar (!) a muchas señoras de nuestra sociedad.
Todos estos adjetivos son relativamente fáciles de aplicar. Pero existen individuos que no son nadie, ni tienen título alguno, profesional ni pontificio, ni cultura, ni capital. No son ni distinguidos, ni simpáticos, ni elegantes… son la personificación, la encarnación de la nada. Son seres amorfos, negativos. Son unos Don Nadie. Y a pesar de esto, son personas que frecuentan asiduamente nuestros salones, teatros y paseos. Hay, pues, que citarlos en las crónicas, tanto más, cuanto que ellos lo piden directa o indirectamente. ¿Cómo calificarlos? El único adjetivo adecuado sería la partícula privativa «a» antepuesta a su nombre. Pero el cronista no podría llevar su crueldad a ese extremo. ¿De qué manera resolver el problema?
Muy fácil, muy sencillamente. ¡Oh prodigioso invento de nuestro siglo! Cada uno de esos individuos será siempre, en todos los momentos, dondequiera que vaya… El conocido joven. ¡Admirable! ¡Estupendo! ¡Maravilloso…! ¿Verdad?
Al conocido joven, como queda dicho, se le encuentra en todas partes. Por la mañana en Obispo, por la tarde en el Prado y el Malecón; por la noche en la retreta, el cine o el teatro. No pierde tampoco ningún baile ni fiesta, sobre todo si son de invitación o gratuitos. Es amigo de los cronistas, los obsequia, los halaga y hasta los invita a tomar una copa o a refrescar, la víspera de su santo, para que al día siguiente lo feliciten en la crónica: «Hoy celebra su santo el conocido joven Fulano de Tal. Felicidades». Conoce y hasta saluda a toda la Habana, aunque de él todos no sepan más sino que es el conocido joven, ignorando la mayoría su nombre. Sonríe y piropea a las muchachas, entre las que tiene la rara cualidad que gráficamente se halla expresada en esta frase por la que son conocidos algunos de estos tipos: rompe grupos. Aunque no es un buen partido para las niñas en edad de merecer, éstas lo buscan con frecuencia: cuando, por no haber llegado todavía ninguno de sus amigos, no quieren aparecer, en un baile, que están comiendo pavo; y también para dar caritate a los pretendientes o para que se decida algún enamorado tímido. En el Malecón paga las sillas, y a la salida del cine o teatro pueden sacarle, de cuando en cuando, la convidada. Tal es su papel en sociedad.
Los hay que tienen capital, pero éstos son muy pocos. La generalidad vive de un destinillo o mesada.
En sus trajes no suelen ser elegantes ni cursis. Un término medio indefinible. En sus conversaciones, vacíos, tontos. Por sus modales y aspectos, presuntuosos o estúpidos, ridículos. Por su cuna y antecedentes penales… más vale no averiguarlo. Por su cara, ¡oh, la cara es el espejo del alma!
Como detalle curiosísimo que comprueba lo arraigada que está entre nosotros esta costumbre, debemos citar una típica fiesta que actualmente se celebra en La Habana: el baile infantil que dan, por carnavales, las sociedades regionales españolas, y al cual llevan las familias, vestidos con trajes de capricho o de sala, a sus pequeñuelos. El atractivo principal de la fiesta consiste en una lista –cuatro o cinco mil nombres– que publican después los periódicos, de todos los niños que concurrieron al baile y el disfraz que llevaba cada uno. Los felices padres y demás familiares se leen, pacientemente, esos millares de nombres para encontrar el del hijo o pariente, que, a lo mejor, aparece mal escrito.
Pero hay algo que resulta mucho más incómodo, molesto y complicado para los cronistas sociales: los adjetivos. Hay damas, damitas y caballeros a los que no basta nombrarlos; hay que adjetivarlos también. Y he aquí los apuros, de los que no saldría triunfante ningún maestro de la lengua, pero que, sin embargo, los cronistas sociales vencen y resuelven con pasmosa facilidad. No sabemos cómo se las arreglan, pero es lo cierto, que ellos pueden diariamente calificar y adjetivar a veinte o treinta personas de todos los sexos.
Bella, encantadora, gentil, interesante, simpática… son adjetivos que usan para las mujeres. Ilustre, distinguido, sabio, acaudalado, notable… puede decirse tratándose de hombres. No quiero citar un de eterna belleza con que he visto elogiar (!) a muchas señoras de nuestra sociedad.
Todos estos adjetivos son relativamente fáciles de aplicar. Pero existen individuos que no son nadie, ni tienen título alguno, profesional ni pontificio, ni cultura, ni capital. No son ni distinguidos, ni simpáticos, ni elegantes… son la personificación, la encarnación de la nada. Son seres amorfos, negativos. Son unos Don Nadie. Y a pesar de esto, son personas que frecuentan asiduamente nuestros salones, teatros y paseos. Hay, pues, que citarlos en las crónicas, tanto más, cuanto que ellos lo piden directa o indirectamente. ¿Cómo calificarlos? El único adjetivo adecuado sería la partícula privativa «a» antepuesta a su nombre. Pero el cronista no podría llevar su crueldad a ese extremo. ¿De qué manera resolver el problema?
Muy fácil, muy sencillamente. ¡Oh prodigioso invento de nuestro siglo! Cada uno de esos individuos será siempre, en todos los momentos, dondequiera que vaya… El conocido joven. ¡Admirable! ¡Estupendo! ¡Maravilloso…! ¿Verdad?
Al conocido joven, como queda dicho, se le encuentra en todas partes. Por la mañana en Obispo, por la tarde en el Prado y el Malecón; por la noche en la retreta, el cine o el teatro. No pierde tampoco ningún baile ni fiesta, sobre todo si son de invitación o gratuitos. Es amigo de los cronistas, los obsequia, los halaga y hasta los invita a tomar una copa o a refrescar, la víspera de su santo, para que al día siguiente lo feliciten en la crónica: «Hoy celebra su santo el conocido joven Fulano de Tal. Felicidades». Conoce y hasta saluda a toda la Habana, aunque de él todos no sepan más sino que es el conocido joven, ignorando la mayoría su nombre. Sonríe y piropea a las muchachas, entre las que tiene la rara cualidad que gráficamente se halla expresada en esta frase por la que son conocidos algunos de estos tipos: rompe grupos. Aunque no es un buen partido para las niñas en edad de merecer, éstas lo buscan con frecuencia: cuando, por no haber llegado todavía ninguno de sus amigos, no quieren aparecer, en un baile, que están comiendo pavo; y también para dar caritate a los pretendientes o para que se decida algún enamorado tímido. En el Malecón paga las sillas, y a la salida del cine o teatro pueden sacarle, de cuando en cuando, la convidada. Tal es su papel en sociedad.
Los hay que tienen capital, pero éstos son muy pocos. La generalidad vive de un destinillo o mesada.
En sus trajes no suelen ser elegantes ni cursis. Un término medio indefinible. En sus conversaciones, vacíos, tontos. Por sus modales y aspectos, presuntuosos o estúpidos, ridículos. Por su cuna y antecedentes penales… más vale no averiguarlo. Por su cara, ¡oh, la cara es el espejo del alma!
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.