En estas líneas, el cronista retrata a un tipo de persona que colmaba los lugares públicos de antaño. Descriptivo y mordaz se presenta Roig en aras de brindar una geografía casi exacta del entonces llamado tenorio oficinista.

Posturas, formas de hablar y de vestir caracterizaron a este individuo que, al llegar a la oficina, lo primero que hacía era dialogar, piropear y observar a las señoritas de otros departamentos... y luego iniciaba su jornada laboral.

Conocerás, sin duda alguna, este tipo y quizá te agrade verlo en letras de molde, si tienes, ¡oh benévolo lector!, la inmensa fortuna de pertenecer al número de los elegidos del Señor, de aquellos dichosos mortales que, generosamente, se sacrifican por la patria ofreciéndole al Gobierno sus servicios... a cambio de una pequeña, de una insignificante remuneración.
 Pero, si no gozas de las delicias del presupuesto, y desconoces, por tanto, a este personaje burocrático, olvida un momento tus penas y entretente, al menos, leyendo estas líneas.
Debo ante todo advertirte que es éste un tipo de origen relativamente moderno, pues aunque el empleomaneaco ha existido en todas las edades de la Historia, el empleomaneaco-tenorio no surge hasta que la mujer, favorecida por las nuevas ideas y costumbres de nuestro siglo y rompiendo antiguos moldes y prejuicios, logra entrar en las oficinas públicas; y como esto no se realiza en Cuba hasta la primera intervención,* de ahí, que el tenorio oficinista no aparezca entre nosotros hasta esa fecha.
Pero aunque ha aparecido tarde no por eso ha desperdiciado el tiempo; y de él bien podemos decir hoy, que es algo que no se puede concebir que falte en las oficinas del Estado, algo tan imprescindible en ellas como la pluma o la máquina de escribir.
Es nuestro tipo casi siempre un joven que, aunque sea mal parecido, se considera muy guapo; vestido a la última moda, con trajes de colores llamativos, comprados probablemente en alguna tienda americana; zapatos de corte bajo y medias caladas, que disimuladamente deja ver al sentarse, lo que hace con alguna postura efectista, ya de antemano estudiada. Usa las más de las veces bastón, un coco macaco, o una cañita; el sombrero de medio lado; en los dedos su sortija con un grueso brillante, que examinado por un perito quizá resultase ser de Montana; para el reloj una vistosa cadena, al parecer de oro. Su andar suele ser exagerado, el modo de hablar dulce, empalagoso, oyéndose lo que dice y adornando siempre su conversación, insustancial y vacía, con chistes que, aunque él crea lo contrario, maldito lo que tienen a veces de ocurrentes o graciosos. Para él hacer una conquista amorosa, es la cosa más fácil de este mundo: más aún, todas las muchachas, según dice, se enamoran de él perdidamente mucho antes de conocerle.
De ahí que se crea una especie de ser superior y mire al resto de los hombres como con lástima de ver que, a su lado y comparados con él, son todos unos infelices que apenas si se atreven en su presencia a mirar a una muchacha. ¡Dejemos, lector querido, que viva el pobre tenorio oficinista con esa ilusión!
Al llegar a la oficina lo primero que hace es recorrer los distintos departamentos donde trabajan las señoritas y, aquí conversa un rato con una, a ésta le dice algún piropo, a aquélla le dirige alguna mirada envenenadora, a la otra le dedica una sonrisa... y así pasaría todo el día; pero no tiene más remedio que ponerse a trabajar, si no quiere exponerse a sufrir un regaño de su jefe.
Pero no temáis, pues no trabajará demasiado; lo más que hará, después de estar media hora preparándose, es escribir unas cuantas líneas, en las que probablemente se equivocará varias veces; fatigado y aburrido, se limpiará el sudor, con su oloroso pañuelo... se echará fresco con un hermoso abanico de guano y terminará por darle su trabajo a alguna tiperrita, a la que con sus latas, tampoco dejará trabajar. Y en estas y otras cosas llega la hora de salida.
Y en esto sí que es el primero. Y, orgulloso, altivo y satisfecho, como podría ir uno de esos conquistadores de otros siglos al entrar en las tierras conquistadas, así sale todas las tardes, de su oficina nuestro amigo el tenorio, acompañando siempre a las muchachas mecanógrafas y repartiendo entre ellas sonrisas, piropos y miradas.
Y así pasa la vida, hasta que encuentre alguna muchacha, más lista que las demás, que le tome el pelo y se burle de él o alguna vieja solterona y fea, que tome en serio sus galanteos y le haga caso, ante el temor de quedarse para vestir santos.


* Se refiere a la intervención norteamericana de 1898 en Cuba.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

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