Sobre los martirios que viven algunos hombres casados producto de los celos, y de los métodos de que se valen por temor al ridículo, comenta Roig en este artículo de costumbres.

«Miradlos. Ridículos, grotescos, viven en constante martirio, mirando siempre a todos lados, para observar quién sigue a su mujer, y en quién se fija ésta, y con quién habla».

 Pocos tipos hay en la sociedad moderna tan interesantes y dignos de estudio como el marido. En vano han tratado psicólogos, filósofos, naturalistas y anticuarios de definirlo y clasificarlo. Considerado, desde los más remotos tiempos, como el personaje principal de la humanidad, las religiones han procurado revestirlos de todos los atributos inherentes a la alta y trascendental misión que está llamado a desempeñar en los pueblos, y los legisladores, por su parte, lo rodean de las mayores garantías para el mejor desempeño de sus funciones, poniéndole a sus pies, como una mísera esclava, a la esposa, y dándole sobre ella y los hijos el derecho de horca y cuchillo, a tal extremo, que es el esposo ofendido el único individuo al que el Código Penal (Artículo 437) faculta y autoriza para que, sin responsabilidad alguna, realice un asesinato. Esta monstruosidad no debe extrañar, puesto que los Códigos han sido hechos por los maridos.
Pero este personaje casi sagrado, está hoy en decadencia. Al evolucionar los Estados modernos con las nuevas ideas que, desde la Revolución Francesa, vienen transformando y modificando constante y progresivamente los usos y costumbres de la sociedad, el marido, enseñoreado con sus antiguas prerrogativas y engreído con las ventajas y comodidades de su cargo, ha pensado que podría sustraerse a las corrientes del siglo, permaneciendo petrificado en sus viejos moldes medievales. Mas, como la historia enseña que para vivir es necesario renovarse y evolucionar si no se quiere ir al fracaso, el marido está sufriendo las consecuencias de su falta de tacto e inteligencia. Su papel está en crisis. De lo sublime, ha dado ya ese único paso que se necesita para caer de la altura y hacer el ridículo.
Y hoy es el gracioso de la comedia humana. Novelistas, dramaturgos y poetas lo toman como blanco de sus sátiras e ironías. Los caricaturistas encuentran en él, modelo adecuado para sus humorísticos tipos y escenas sociales. Y hasta en las tertulias y reuniones, cuando agotados todos los temas decae y languidece la conversación, basta para reanimarla que alguno de los contertulios cuente una anécdota o haga un chiste, en que aparezca como protagonista algún infeliz marido.
A pesar de esto, no crean nuestros lectores que vamos también nosotros a burlarnos de los maridos. No somos tan crueles e inhumanos. Lo antiguo nos ha inspirado siempre viva curiosidad y hasta veneración. Cada vez que en nuestra capital, pasamos por delante de las estatuas de Carlos Tercero y Fernando Séptimo, o tropezamos en la calle con alguno de esos personajes que han vivido con todas las situaciones políticas, no nos explicamos, es cierto, por qué se encuentran todavía sobre sus pedestales esos viejos reyes de la ex-metrópoli ni por qué continúan gozando de privanza esos eternos vividores de la política; pero ante aquello y éstos, nos descubrimos respetuosos, como lo haría un anticuario ante el puñal del Godo o la carabina de Ambrosio.
No nos proponemos, pues, en este artículo más que estudiar brevemente una de las infinitas variedades de maridos modernos: los carceleros de su mujer.
El tipo más corriente es el del esposo de una de esas mujeres que, por su belleza deslumbradora, han logrado alcanzar desde niñas renombre y fama en la sociedad; mujeres de las que afirma un amigo nuestro deben, al igual de lo que se hace con ciertos monumentos y edificios, ser consideradas como bellezas nacionales, interviniendo directamente el Estado en su guarda, conservación y mejoramiento. Sobre ellas tienen todos los ciudadanos cierto derecho: por lo menos una servidumbre, si no de paso, de luces y vista; mujeres, que de haber nacido en la Atenas de Pericles, hubieran recibido, triunfadoras, al exhibirse en los baños públicos, la rama mirtina, símbolo del excelso homenaje que les tributaba aquel pueblo —el más culto y civilizado de la tierra— que logró hacer de la belleza una religión y una ley…
Acostumbrados, pues, todos los hombres, a celebrar y admirar libremente, de solteras, en paseos, bailes y teatros, a estas reinas de la belleza, después de casadas les continúan tributando, aún más si cabe, su curiosa admiración. En tales casos los maridos tienen uno de estos dos caminos: conformarse con desempeñar el papel de guardadores o usufructuarios de su mujer, concediéndoles a los demás el derecho de propiedad o la servidumbre antes mencionada; o, rebelándose con lo que en cierto sentido podríamos llamar intereses creados, convertirse en carceleros de su mujer, viniendo a la postre, a ser ellos los verdaderos esclavos de su bella mitad.
Miradlos. Ridículos, grotescos, viven en constante martirio, mirando siempre a todos lados, para observar quién sigue a su mujer, y en quién se fija ésta, y con quién habla. En todos los hombres cree encontrar un amante. Los celos los devoran, celos de la cabeza, según la frase de Bourget, celos fantásticos y estúpidos en los que interviene, más que otra cosa, el amor propio, el qué dirán y el temor al ridículo. Se dan cuenta de su inferioridad, y videntes, adivinan lo que el futuro les reserva. Y tanto más triste es su situación, cuánto que saben la inutilidad de toda protesta. Asisten a su propio martirio, lento, inacabable.
Al ir de paseo, observan cómo los hombres se detienen o vuelven la cabeza para contemplar a la bella esposa, haciendo después comentarios y hasta dirigiéndoles piropos y galanterías. En la ópera, tras las ventanillas del palco que ocupan, tienen que soportar a los curiosos que se extasían durante horas y horas admirando los maravillosos brazos, senos, espaldas y hombros, de la que él no acaba de convencerse si debe llamarla su mujer. En los bailes, sufren el penoso calvario de ver a sus amigos disputarse afanosos el estrechar el cuerpo tentador y afrodisíaco de su compañera —¿compañera de qué?— mientras a ellos la sociedad los obliga a bailar con otras o conversar con los conocidos.
En tales casos, cada uno de estos maridos, al regresar a su casa, da entonces rienda suelta a sus mal contenidos y furiosos celos. Increpa a su mujer, se revuelve violento contra ella, amenazándola con matarla al menor desliz. La interroga de lo que le dijo Fulano o por qué la miró Mengano.
Y después redobla más y más su vigilancia. No le pierde pie ni pisada, espía todos sus actos. No come ni duerme. Vive muriendo, según la frase del poeta. Hasta que un buen día, al descubrir que su mujer lo engaña, con el único hombre de quien no ha tenido celos, con el que nunca ha vigilado, pone fin a su existencia, o adaptándose a la época, se convierte, de marido carcelero, en marido metafísico y civilizado…

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

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