En este artículo Roig arremete contra los «bombomaníacos», vocablo con que se denomina a aquél que gusta de autoalabarse.

El autobombo ha llegado a su apogeo en este siglo de los autos, tan distinto de aquellos tiempos felices en los que no se conocían más autos «que los de fe», judiciales, y sacramentales.
 Me parece estar viendo la cara que has puesto, lector querido, al leer el epígrafe con que encabeza este artículo.
—Ya empieza a darse bombo —tengo la seguridad que has exclamado.
Pero yo te perdono, lector, ese mal pensamiento que ha cruzado por tu mente. Existen entre nosotros tantos bombomaníacos, que no es extraño te figures vengo yo a aumentar el número.
Y no hablamos del elogio, más o menos apasionado o cariñoso, que nos hace un amigo; ni de la nota encomiástica que nos dedica algún cronista social, al enterarse —por nosotros— que es nuestro santo, que vamos a suicidarnos… digo, a casarnos, o a dar un viaje, aunque no pasemos de Cayo Hueso; ni del retrato, con su «leyenda» al pie, que aparece en algunas de nuestras revistas semanales.
Nos referimos, especialmente, al autobombo que, aunque cultivado siempre entre nosotros, ha llegado a su apogeo en este siglo de los autos, tan distinto de aquellos tiempos felices en los que no se conocían más autos «que los de fe», judiciales, y sacramentales.
El autobombo, se cultiva en todas las situaciones de la vida.
Se trata de pronunciar un discurso político, o parlamentario, en defensa de cierto proyecto de ley; o literario, sobre la vida de algún escritor; pues, ¿para qué hablar de los beneficios que al país le produciría el triunfo de aquella agrupación política, o la implantación de esa ley? ¿Qué sacamos con hacer un estudio acabado sobre la obra y la vida de aquel grande en las Letras o en la Ciencia?
Lo más adecuado, y al mismo tiempo lo más fácil, es que el orador o el conferencista hable sobre sí mismo. Que nos cuente los trabajos y sacrificios (!) que ha realizado él por la patria; o nos diga las veces que conversó o la correspondencia que sostuvo con ese literato o científico, y después de citarnos los artículos que a sus obras dedicó, termine por hacer una autoapología de su propia personalidad intelectual, y, si es posible, hasta particular.
Idéntico procedimiento se emplea cuando el trabajo, en vez de ser oral, es escrito.
Y hasta en la vida privada se practica el autobombo: en las conversaciones, no hacemos otra cosa que criticar a los demás o alabarnos a nosotros mismos. Y, ¿cuándo se trata de ponderar las conquistas amorosas que hemos realizado? Entonces nos declaramos más terribles aún que el mismo Burlador de Sevilla. Y hasta conozco un señor que cuando le preguntan sobre una conquista que todos saben no puede achacarse, evade la respuesta afirmando entonces que a él no le gusta hablar de sus triunfos amorosos. Aunque suele utilizarse el bombo, ya solo o con auto, de diversos modos y para fines muy distintos, hablaremos aquí ligeramente, de una de sus más importantes aplicaciones.
Se utiliza, con gran éxito, en la creación de eminencias. Supongamos que un individuo publica un libro, es nombrado para un puesto o cargo importante, o resulta laureado en algún concurso. Ese individuo está ya en camino de ser una eminencia. ¿Cómo podrá conseguirlo? Verán ustedes con que facilidad.
Dan primero los periódicos la noticia en forma de suelto, en el que se habla —aunque ni el director ni los redactores lo conozcan— de nuestro estimado amigo; noticia que es repetida y celebrada por todos los cronistas sociales.
Pasea después, la primera tarde de moda que se presente, por el Prado y Malecón en automóvil.
Por las mañanas, se exhibirá al público, sentado en algún café o una tienda de la calle de Obispo, a la hora de mayor concurrencia.
Todas las revistas ilustradas honrarán y engalanarán sus páginas con el retrato y algunas notas biográficas de la ya casi eminencia.
Mientras tanto, un amigo oficioso, agente de algún restaurante de nota, lanza la idea de un banquete. Se publican diariamente las adhesiones que se van recibiendo; se invita a las autoridades y jefes políticos que, a título de propaganda electoral, prometen asistir. Y se realiza, por fin, el acto, amenizado por la Banda Municipal y por dos o tres discursos… Y entre vivas y cohetes, voladores y aclamaciones, queda consagrado eminente el neófito, recibiendo tal vez, cual moderno «espaldarazo», el tapón, mal dirigido por un criado torpe, de alguna de las botellas de champán que enviaron al banquete, como anuncio, los representantes de una nueva marca del espumoso, poco acreditada en plaza.
Si es literaria, o pretende serlo, la eminencia, le falta solamente para terminar la carrera, lo que podríamos llamar su conferencia de recepción, que dará seguramente en el Ateneo sobre una de las infinitas materias que desconoce.
Y… ya puede dormir tranquilo sobre sus laureles: cada vez que se pronuncie o se publique su nombre irá acompañado de alguno de estos adjetivos: distinguido, notable, ilustre; prueba innegable de que es una eminencia criolla.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
Artículo de costumbres publicado en Carteles [La Habana], vol. 8, nº 37, pág. 10; septiembre 13 de 1925.

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