Breve artículo en que el cronista examina algunas de las distintas clases y formas de triángulos amorosos cuyas formas y variedades –refiere– «son cada día más numerosas, originalísimas, complicadas y civilizadas».
Sobre los triángulos amorosos y la clasificación –según la actitud– de los maridos engañados.
No es un breve artículo como éste el que debiera escribirse sobre el triángulo amoroso en nuestros días, sino toda una biblioteca de centenares de millares de volúmenes; que así es, de manera tan asombrosa, como se ha seguido y multiplicado el ejemplo que en el Paraíso dieron a sus futuros semejantes Adán, Eva y la Serpiente.
Y tan es cierto, que la historia de la Humanidad puede decirse que es la historia del triángulo amoroso: un hombre y dos mujeres, o dos hombres y una mujer. Y parece que el triángulo y no el ángulo será la figura geométrica del porvenir. La pareja, o dúo, símbolo religioso y social de la civilización cristiana, está siendo constituida hoy, en la práctica, y desalojada por el trío o terceto. Las costumbres van ya aceptando éste, como suceso o fenómeno, natural y hasta lógico. Tal vez dentro de algunos años, la legislación recogerá esa costumbre, generalizada, para reconocerla y reglamentarla.
Pero, dejemos para otro día este estudio interesantísimo, conformándonos hoy con examinar las distintas clases y formas de triángulos amorosos; tarea que haré muy ligera y rápidamente, pues el hacerla a conciencia resultaría completamente imposible, pues en realidad existen tantas formas diversas como triángulos.
La primera gran división que podemos hacer es en dos partes:
1. cuando es un hombre el que viene a convertir en triángulo el ángulo matrimonial: o sea el marido, la mujer y el amante, 2. cuando es, por el contrario, una mujer la inmigrante.
De esta segunda parte no nos ocuparemos hoy, limitándonos a decir que sus formas y variedades son cada día más numerosas, originalísimas, complicadas y civilizadas.
La primera parte, objeto de este artículo, podemos a su vez subdividirla en los siguientes grupos:
1. Que el marido ignore que es engañado
2. Que lo sepa y no lo tolere
3. Que lo sepa y lo consienta
Este tercero vuelve a subdividirse en:
A. Que el consentimiento sea gratuito.
B. Que sea remunerado o productivo.
Primero
Es el caso en que el marido vive en perpetuo ridículo; que toda la sociedad lo sabe menos él; que es objeto de las indirectas de sus amigos, de los comentarios de los conocidos y de los chismes de todo el mundo. Si quisiéramos calificarlo como enfermo diríamos que padece de miopía conyugal.
El primer síntoma es la despreocupación. El marido tiene fe absoluta en su esposa, y por lo tanto, se despreocupa de todo lo que a ella se refiere: de sus entradas y salidas, de sus vueltas y revueltas, de sus amistades, de su manera de vestirse, de los gastos que hace, del dinero que maneja.
Para descubrir su triste estado le bastaría a ese marido tener buena vista o saber mirar y ver, porque hay quien mira y no ve. Hay quien mira que su mujer se pasa el día en la calle y no para nunca en casa: o que usa las modas más provocativas y demostrativas, de esas modas que para el que va acompañando a la mujer que las usa, el papel es igual al de los individuos que en las ferias o exposiciones ganaderas pasean un ejemplar (caballo, asno, perro, toro, etc.), para que el público lo vea, con la agravante en el caso particular a que nos referíamos, que el marido exhibidor muestra a los demás las bellas o feas cualidades de su esposa, y él no ve nada; o que se reúne con amistades peligrosas: hombres conquistadores profesionales, o hace gastos en sus trajes o joyas, superiores a las entradas que él le da; hay, repito, maridos que miran todas estas cosas, y, sin embargo, no ven nada de malo ni peligroso.
De las mil anécdotas que podrían referirse de maridos miopes sólo voy a citar una. Un marido, empelado, con el sueldo propio de un jefe de negociado y sin más entradas conocidas, que siempre estaba con su mujer, de ponche de leche en todas las fiestas sociales: cines, teatros, bailes, tés, comidas, charada, digo, ruleta en el Casino de la Playa, etc., y un día, en un grupo de amigos, se comentaba la suerte que tenían algunas personas, y entonces él, exclamó:
–¡Y bien! Díganmelo a mí. En eso no puedo quejarme, pues mi mujer tiene una suerte maravillosa. Gracias a ella podemos hacer la vida social activa que llevamos. Mi mujer siempre se está sacando la lotería; raro es el sorteo en que no le toca algún buen premio; después, sus amigas son espléndidas con ella: le regalan trajes, joyas; y hasta frecuentemente se encuentra dinero en la calle: diez, veinte, cincuenta pesos. Y ya por dos veces se ha sacado un automóvil en rifas benéficas.(!)
¡Bienaventurados los maridos miopes, porque de ellos es el reino de los cielos!
Hay otro tipo de marido engañado ignorante: el que, lejos de ser miope, quiere ver demasiado, y como consecuencia de ello, tampoco ve nada; o como diría Carlitos Macía: «Le pasan los strikes, y no los siente». Es el marido celoso, que sospecha que lo engañan, que siente el olor de chamusquina, pero no sabe donde es el fuego. El ridículo que éste hace es tal vez más grande que el del marido miope. Por lo pronto, la tiene perdida por completo con su esposa, pues al demostrarle que siente celos, le hace ver que acepta que hay otro hombre que está próximo a sustituirlo. (Conviene aclarar, para satisfacción de los interesados, que no es lo mismo sentir celos que tener dignidad: un marido puede no sentir celos y sin embargo no permitir que su esposa realice tal o cual acto que lo ponga en ridículo o de lugar a que se hable de él). El marido celoso, se convierte en marido carcelero, que espía y sigue, ya personalmente ya por intermediarios, a su esposa, le pide minuciosa cuenta de dónde va; está regañándola constantemente porque miró a Fulano o se sonrío con Mengano. Los hay que hasta le ponen teléfono oculto y en combinación con el de su casa y el sospechado amante; otros, que fabrican su morada en forma de castillo feudal, con altos ventanales, una sola puerta de entrada y salida, y no le ponen puente levadizo, porque las ordenanzas de construcción lo prohíben.
En los siglos feudales, el Caballero, cuando se marchaba a la guerra, para tener la seguridad que su esposa no le era infiel durante su ausencia, llevaba consigo, orondo y confiado, la llave del famoso cinturón... y el Paje preferido de la Castellana, ¡se quedaba con otra llave! ¡Y eso que aún no se habían inventado los llavines Yale!
Es esta la tragedia de los maridos celosos. A ellos les pasa lo que a las personas aprensivas: que al fin llegan a enfermarse de verdad, y a morirse.
A fuerza de creerse engañado, el marido celoso, si no lo era, lo es. Se sugestiona a sí mismo y sugestiona a su propia mujer. Es él, el que en múltiples ocasiones provoca y lleva a su mujer al adulterio. Sospechando de ella todos los días, ella un buen día se dice: «pues ya que sospecha, ya que por ello me mortifica, fastidia y me hace sufrir, al menos que sea verdad», «sarna con gusto no pica... y si pica, no mortifica».
Y el engaño ocurre entonces, ya con el hombre que no conoce el marido, ya con aquel de quien nunca se le ocurrió sospechar. Porque hasta en esto son tontos los maridos celosos. Se fijan en los individuos, obsequiosos, galantes con su esposa, insinuantes, conquistadores, confianzudos.
Pero hay uno que apenas la mira, que cuando habla con ella, le dice siempre con el mayor respeto, «Señora», y no le gasta bromas... ¡Ahí es el fuego! Pero el marido celoso lo anda buscando por otras barriadas, mientras la casa se le quema.
Segundo
Sobre el marido que sabe que es engañado, y no lo tolera, no tengo para qué referirme en este estudio.
Es el marido digno, que una vez enterado de su desgracia, la resuelve. Sólo tiene un problema que es: cómo debe resolver la situación.
El Código Penal le dice que mate, y que si mata, no le pesará nada (Art. 437). Es este el más salvaje asesinato, tolerado y fomentado por los legisladores; cosa que no debe extrañar, porque hasta ahora, los Códigos han sido hechos por los maridos y para los maridos.
Hay marido que resuelve su problema, matando, casi siempre al amante, lo cual da por resultado, que la mujer vaya pregonando escandalosamente la desgracia de que ha hecho víctima a su esposo.
Hay otros, que se querellan criminalmente por adulterio. Sobre la ineficacia de este sistema sólo debo decir que en ninguno de nuestros penales existen hoy cumpliendo condena ni esposas adúlteras ni sus amantes. Al final se perdona siempre, ya por sentimentalismo, ya como negocio, pues el marido recibe cierta cantidad por dar su perdón. Y a veces es éste el único fin que se propone el marido al acusar a su mujer de adulterio. Los duelos con pan son menos, es máxima antigua y muy sabia.
¿Quieren ustedes, señores maridos, que les de gratis el mejor sistema para resolver su situación al verse engañados por su esposa?
Pues: oído a la caja.
Domina uno los nervios; se arregla la corbata; si tiene bigote, se lo atusa; se coge delicadamente la mano derecha de la esposa, como si se fuera a ensayar un minuet, se dan dos pasos a la derecha, tres hacia adelante (o cinco o veinte, pues a veces el amante se retira, discretamente bastantes metros); ya cara a cara con el amante, se suelta, imprimiéndole un ligero impulso hacia adelante, la mano de la esposa, y con tono sereno, pero firme, en forma que no admita lugar a dudas, réplicas, ni discusiones, se le lanza al amante esta frase: ¡ahí te la dejo! Y enseguida se corre uno, abandonando si es posible la población, para evitar súplicas y arrepentimientos.
Entonces suceden una de estas dos cosas. O el amante se corre también, dejando a la mujer en la calle, y queda castigada la esposa. O el amante se queda con la mujer, convirtiéndose en marido; y quedan castigados los dos, pero el amante, a cadena perpetua o muerte.
(Por resultar esta película de largo metraje, dejo para el próximo jueves el tercer rollo que aún queda por exhibir, con sus dos partes, a cual más competentes).
Y tan es cierto, que la historia de la Humanidad puede decirse que es la historia del triángulo amoroso: un hombre y dos mujeres, o dos hombres y una mujer. Y parece que el triángulo y no el ángulo será la figura geométrica del porvenir. La pareja, o dúo, símbolo religioso y social de la civilización cristiana, está siendo constituida hoy, en la práctica, y desalojada por el trío o terceto. Las costumbres van ya aceptando éste, como suceso o fenómeno, natural y hasta lógico. Tal vez dentro de algunos años, la legislación recogerá esa costumbre, generalizada, para reconocerla y reglamentarla.
Pero, dejemos para otro día este estudio interesantísimo, conformándonos hoy con examinar las distintas clases y formas de triángulos amorosos; tarea que haré muy ligera y rápidamente, pues el hacerla a conciencia resultaría completamente imposible, pues en realidad existen tantas formas diversas como triángulos.
La primera gran división que podemos hacer es en dos partes:
1. cuando es un hombre el que viene a convertir en triángulo el ángulo matrimonial: o sea el marido, la mujer y el amante, 2. cuando es, por el contrario, una mujer la inmigrante.
De esta segunda parte no nos ocuparemos hoy, limitándonos a decir que sus formas y variedades son cada día más numerosas, originalísimas, complicadas y civilizadas.
La primera parte, objeto de este artículo, podemos a su vez subdividirla en los siguientes grupos:
1. Que el marido ignore que es engañado
2. Que lo sepa y no lo tolere
3. Que lo sepa y lo consienta
Este tercero vuelve a subdividirse en:
A. Que el consentimiento sea gratuito.
B. Que sea remunerado o productivo.
Primero
Es el caso en que el marido vive en perpetuo ridículo; que toda la sociedad lo sabe menos él; que es objeto de las indirectas de sus amigos, de los comentarios de los conocidos y de los chismes de todo el mundo. Si quisiéramos calificarlo como enfermo diríamos que padece de miopía conyugal.
El primer síntoma es la despreocupación. El marido tiene fe absoluta en su esposa, y por lo tanto, se despreocupa de todo lo que a ella se refiere: de sus entradas y salidas, de sus vueltas y revueltas, de sus amistades, de su manera de vestirse, de los gastos que hace, del dinero que maneja.
Para descubrir su triste estado le bastaría a ese marido tener buena vista o saber mirar y ver, porque hay quien mira y no ve. Hay quien mira que su mujer se pasa el día en la calle y no para nunca en casa: o que usa las modas más provocativas y demostrativas, de esas modas que para el que va acompañando a la mujer que las usa, el papel es igual al de los individuos que en las ferias o exposiciones ganaderas pasean un ejemplar (caballo, asno, perro, toro, etc.), para que el público lo vea, con la agravante en el caso particular a que nos referíamos, que el marido exhibidor muestra a los demás las bellas o feas cualidades de su esposa, y él no ve nada; o que se reúne con amistades peligrosas: hombres conquistadores profesionales, o hace gastos en sus trajes o joyas, superiores a las entradas que él le da; hay, repito, maridos que miran todas estas cosas, y, sin embargo, no ven nada de malo ni peligroso.
De las mil anécdotas que podrían referirse de maridos miopes sólo voy a citar una. Un marido, empelado, con el sueldo propio de un jefe de negociado y sin más entradas conocidas, que siempre estaba con su mujer, de ponche de leche en todas las fiestas sociales: cines, teatros, bailes, tés, comidas, charada, digo, ruleta en el Casino de la Playa, etc., y un día, en un grupo de amigos, se comentaba la suerte que tenían algunas personas, y entonces él, exclamó:
–¡Y bien! Díganmelo a mí. En eso no puedo quejarme, pues mi mujer tiene una suerte maravillosa. Gracias a ella podemos hacer la vida social activa que llevamos. Mi mujer siempre se está sacando la lotería; raro es el sorteo en que no le toca algún buen premio; después, sus amigas son espléndidas con ella: le regalan trajes, joyas; y hasta frecuentemente se encuentra dinero en la calle: diez, veinte, cincuenta pesos. Y ya por dos veces se ha sacado un automóvil en rifas benéficas.(!)
¡Bienaventurados los maridos miopes, porque de ellos es el reino de los cielos!
Hay otro tipo de marido engañado ignorante: el que, lejos de ser miope, quiere ver demasiado, y como consecuencia de ello, tampoco ve nada; o como diría Carlitos Macía: «Le pasan los strikes, y no los siente». Es el marido celoso, que sospecha que lo engañan, que siente el olor de chamusquina, pero no sabe donde es el fuego. El ridículo que éste hace es tal vez más grande que el del marido miope. Por lo pronto, la tiene perdida por completo con su esposa, pues al demostrarle que siente celos, le hace ver que acepta que hay otro hombre que está próximo a sustituirlo. (Conviene aclarar, para satisfacción de los interesados, que no es lo mismo sentir celos que tener dignidad: un marido puede no sentir celos y sin embargo no permitir que su esposa realice tal o cual acto que lo ponga en ridículo o de lugar a que se hable de él). El marido celoso, se convierte en marido carcelero, que espía y sigue, ya personalmente ya por intermediarios, a su esposa, le pide minuciosa cuenta de dónde va; está regañándola constantemente porque miró a Fulano o se sonrío con Mengano. Los hay que hasta le ponen teléfono oculto y en combinación con el de su casa y el sospechado amante; otros, que fabrican su morada en forma de castillo feudal, con altos ventanales, una sola puerta de entrada y salida, y no le ponen puente levadizo, porque las ordenanzas de construcción lo prohíben.
En los siglos feudales, el Caballero, cuando se marchaba a la guerra, para tener la seguridad que su esposa no le era infiel durante su ausencia, llevaba consigo, orondo y confiado, la llave del famoso cinturón... y el Paje preferido de la Castellana, ¡se quedaba con otra llave! ¡Y eso que aún no se habían inventado los llavines Yale!
Es esta la tragedia de los maridos celosos. A ellos les pasa lo que a las personas aprensivas: que al fin llegan a enfermarse de verdad, y a morirse.
A fuerza de creerse engañado, el marido celoso, si no lo era, lo es. Se sugestiona a sí mismo y sugestiona a su propia mujer. Es él, el que en múltiples ocasiones provoca y lleva a su mujer al adulterio. Sospechando de ella todos los días, ella un buen día se dice: «pues ya que sospecha, ya que por ello me mortifica, fastidia y me hace sufrir, al menos que sea verdad», «sarna con gusto no pica... y si pica, no mortifica».
Y el engaño ocurre entonces, ya con el hombre que no conoce el marido, ya con aquel de quien nunca se le ocurrió sospechar. Porque hasta en esto son tontos los maridos celosos. Se fijan en los individuos, obsequiosos, galantes con su esposa, insinuantes, conquistadores, confianzudos.
Pero hay uno que apenas la mira, que cuando habla con ella, le dice siempre con el mayor respeto, «Señora», y no le gasta bromas... ¡Ahí es el fuego! Pero el marido celoso lo anda buscando por otras barriadas, mientras la casa se le quema.
Segundo
Sobre el marido que sabe que es engañado, y no lo tolera, no tengo para qué referirme en este estudio.
Es el marido digno, que una vez enterado de su desgracia, la resuelve. Sólo tiene un problema que es: cómo debe resolver la situación.
El Código Penal le dice que mate, y que si mata, no le pesará nada (Art. 437). Es este el más salvaje asesinato, tolerado y fomentado por los legisladores; cosa que no debe extrañar, porque hasta ahora, los Códigos han sido hechos por los maridos y para los maridos.
Hay marido que resuelve su problema, matando, casi siempre al amante, lo cual da por resultado, que la mujer vaya pregonando escandalosamente la desgracia de que ha hecho víctima a su esposo.
Hay otros, que se querellan criminalmente por adulterio. Sobre la ineficacia de este sistema sólo debo decir que en ninguno de nuestros penales existen hoy cumpliendo condena ni esposas adúlteras ni sus amantes. Al final se perdona siempre, ya por sentimentalismo, ya como negocio, pues el marido recibe cierta cantidad por dar su perdón. Y a veces es éste el único fin que se propone el marido al acusar a su mujer de adulterio. Los duelos con pan son menos, es máxima antigua y muy sabia.
¿Quieren ustedes, señores maridos, que les de gratis el mejor sistema para resolver su situación al verse engañados por su esposa?
Pues: oído a la caja.
Domina uno los nervios; se arregla la corbata; si tiene bigote, se lo atusa; se coge delicadamente la mano derecha de la esposa, como si se fuera a ensayar un minuet, se dan dos pasos a la derecha, tres hacia adelante (o cinco o veinte, pues a veces el amante se retira, discretamente bastantes metros); ya cara a cara con el amante, se suelta, imprimiéndole un ligero impulso hacia adelante, la mano de la esposa, y con tono sereno, pero firme, en forma que no admita lugar a dudas, réplicas, ni discusiones, se le lanza al amante esta frase: ¡ahí te la dejo! Y enseguida se corre uno, abandonando si es posible la población, para evitar súplicas y arrepentimientos.
Entonces suceden una de estas dos cosas. O el amante se corre también, dejando a la mujer en la calle, y queda castigada la esposa. O el amante se queda con la mujer, convirtiéndose en marido; y quedan castigados los dos, pero el amante, a cadena perpetua o muerte.
(Por resultar esta película de largo metraje, dejo para el próximo jueves el tercer rollo que aún queda por exhibir, con sus dos partes, a cual más competentes).