A partir de lo que cuentan periódicos y crónicas, de los recuerdos y observaciones de personas mayores y de las propias, el cronista reflexiona sobre la costumbre de veranear, y llega a afirmar que «las temporadas fueron en Cuba, en todos los tiempos, una de las prácticas y usos jamás interrumpidos más típicos de esta tierra».
Apenas llegan los calurosos e insoportables meses de verano, empiezan las familias (...) a internarse en pueblos y playas señalados, por su agradable clima y pintorescos alrededores, como sitios apropiados de temporada.
Antaño y hogaño
Leyendo las páginas de nuestros escasos novelistas de costumbres, o las escenas de nuestro pobre e incipiente teatro bufo, o los artículos, muchos de ellos valiosos, de nuestra abundante literatura humorística y «costumbrista»; recogiendo, también, lo que cuentan periódicos y crónicas; con todos estos datos, unidos a los recuerdos y observaciones de nuestros mayores y a las propias nuestras, nos es fácil –curiosos historiadores de la vida y costumbres públicas y privadas de la sociedad cubana de antaño, como observadores somos, así mismo, de las virtudes, los vicios y los defectos de nuestra época– nos es fácil, repetimos, afirmar que las temporadas fueron en Cuba, en todos los tiempos, una de las prácticas y usos jamás interrumpidos más típicos de esta tierra.
Apenas llegan los calurosos e insoportables meses de verano, empiezan las familias de nuestra capital y otras poblaciones importantes de la Isla a abandonar, en desbandada, sus humildes casas o ricos palacios, ya para dirigirse al extranjero, ya para internarse en pueblos y playas señalados, por su agradable clima y pintorescos alrededores, como sitios apropiados de temporada.
Y esto, que se practica hoy y se ha practicado siempre en nuestra patria, sobre todo entre las familias de cierta posición social, es tanto más digno de ser observado y estudiado, si tenemos en cuenta lo seguido en otros pueblos, donde, aún hoy día, el verano tiene encarnizados enemigos, y si nos fijamos, además, en las numerosas dificultades e inconvenientes que ofrecían antiguamente toda clase de viajes, ya fuesen por tierra o por mar.
Cómo viajaban nuestros bisabuelos
Lejos de ser un placer, como hoy en día, los viajes eran una desgracia. Un costumbrista español llega al extremo de afirmar: «Con que sepas que se renunciaba una herencia por andar treinta leguas para tomar posesión de ella, y que los novios de pueblos distantes entre sí diez o doce leguas se casaban por poder para ahorrar el viaje de uno de los esposos, comprenderás que los antiguos no se movían fácilmente ni sin justa causa».
Entonces, durante meses y meses se planeaba y discutía, en consejo de familia y amigos, el viaje. Una vez resuelto, hacía primero el jefe de la casa, testamento; se buscaba en la vecindad, alguna persona que por tener ya práctica, supiera «hacer un baúl», con el objeto de ir acondicionando dentro de aquellos inmensos cofres de nuestros bisabuelos, la ropa blanca y de vestir, los papeles, los utensilios de cocina, las provisiones de boca, el botiquín, etc., en todo lo cual se empleaban diez o doce días. Otros tantos se dedicaban a despedirse de las amistades y conocidos.
Ya todo listo y encargado el coche, diligencia o volantas propias del caso, el día anterior a la partida, toda la familia confesaba y comulgaba en la parroquia vecina.
Al día siguiente, muy de mañana, y ataviados con los peores trajes, pues los buenos se hubieran echado a perder, partía toda la familia ante el asombro de parientes y vecinos. ¡Y eran de ver los abrazos y besos, el llanto de las mujeres y la tristeza de los hombres, el pesar que a todos embargaba en los momentos de la despedida!
¡Eran viajes tal vez eternos! ¡Viajes a veces de treinta leguas! ¡Oh tiempos aquellos de nuestros bisabuelos!
Las temporadas de antaño
Para que nuestros lectores puedan darse cuenta exacta del carácter y significación de las temporadas de antaño, voy a ofrecerles una curiosa y gráfica pintura de ellas, tomada de un artículo del ilustre autor de los Apuntes para la Historia de las Letras y la I. Pública en la I. de Cuba, Antonio Bachiller y Morales.
Dice así, ese interesante trabajo en sus párrafos más importantes:
«... Conocí una señora de noventa años, incesante predicadora práctica de las temporadas veraniegas, contando, eso sí, con la voluntad de Dios, sin cuya orden ni aún se mueven las hojas de los árboles, que a esa edad conservaba una felicísima memoria y una rica y virtuosa alma. Era una alma castellana vieja, como la de sus padres, que con los fueros de Castilla se trasladaron a esta parte del Nuevo Mundo, cuando la dinastía de Borbón empezaba a militarizar a España; a pesar de contar reyes tales y tan buenos como Fernando VI y Carlos III. La señora era viuda de un antiguo empleado de Factoría. Aunque entonces predominaban en el ramo jefes vizcaínos, era habanero y pariente cercano del asesor último, que también nació en La Habana.
«Mientras vivió su marido, ya cesante, iban a veranear y aún algo más, pues invernaban en el ingenio. Cuando demolió éste, variaba en los lugares veraniegos, buscando dos, tres, y aún más grados de diferente temperatura, templando los ardores poco higiénicos de la capital. La simpática anciana se llamaba Doña Teófila Olimpia.
«Viuda, no le gustaba alejarse mucho de la ciudad, porque ella cuidaba de sus negocios, que habían venido a menos con los años; prefería el Cerro, hasta que lo echaron a perder los carritos del Urbano; pero el ferro-carril de Marianao fue el colmo de su satisfacción, pues se le proporcionaba un medio de respirar «más campo verde» –en habitaciones urbanas, y más embellecido, cuando daban ya sombra los laureles de la India de la bellísima calle del Panorama, vergüenza de las otras vías, que podían parecérsele y semejan desiertos arenales. Sin embargo de sus ideas progresistas, doña Teófila era la más crónica de los tiempos que pasaron. Recordaba en el portal de su casa aquellas temporadas a que había concurrido y las principales fiestas en que se había hallado.
Paseos, trajes, modas, medios de comunicación
«Como es de suponerse casi siempre hablaba de los Molinos del Rey y de los Puentes Grandes, su bello río, y todo como punto de reunión de las familias, principalmente de los empleados en la renta del monopolio del tabaco. ¡Qué días aquellos! Los paseos por el río, los baños, los sucesos prósperos y adversos, serios o de jovial recordación. El entusiasmo de los recuerdos da cierto tinte religioso a la melancolía que los reviste. Como todas nuestras madres, hacía lenguas relatando lo que recordaba de sus juveniles y aún infantiles años, singularmente de los saraos y las iluminaciones que se efectuaron con motivo del feliz ascenso al Almirantazgo del Smo. Sr. Príncipe de la Paz: sin olvidar a su gran cronista D. Tomás Romay, como una de las glorias patrias. La última vez que la vi fue en los Quemados.
Como hoy: la casaca y el traje blanco
«Esa vez recordó la sociedad del Cerro, que aún no había caído del trono de la moda, pero que se bamboleaba. La había fundado como presidente el Excmo. Sr. D. Ignacio Crespo; contribuían a su brillo los Diagos, Cárdenas y otros habituales temporadistas. Nuestra amiga censuraba amargamente los tonos aristocráticos que entonces se adoptaron. ¡Casaca en los bailes de temporada! Exclamaba. A ella le parecían más elegantes los trajes de dril blanco en el verano. Me hacía cargos personales porque fui el sucesor en la presidencia de Crespo y no lo enmendé.
Un salto de dos siglos
En 1916. Al pie de la amplia escalinata de uno de los más hermosos chalets del Vedado se halla un magnífico automóvil 30-40 H. P. avisado por uno de los sirvientes, el chauffer hace funcionar el motor. El ayudante abre, respetuoso, después de descubrirse ceremoniosamente, la portezuela. Una señora, gruesa y algo entrada en años, sube a la máquina en compañía de dos encantadoras muchachas de diez y seis y veinte años, respectivamente. Las sigue un jovencito, que, una vez sentado, da al chauffer la orden de arranque. El diminuto pomerania de una de las jóvenes, lanza, como despedida, sordos y entrecortados gruñidos.
Es la familia de Z, rico hacendado y capitalista, que por negocios de azúcar se encuentra desde hace unos meses en los Estados Unidos. Los precios fabulosos que se cotizan en el mercado y las tentadoras ofertas que le ha hecho el trust americano para la compra de su ingenio, le han impedido este año pasar el verano en Lake Placid, Stanford o alguna playa de moda. Y a esto se ha unido, también, la salud, algo delicada, de su esposa, para la que, al decir de los médicos, tal vez sería peligroso un viaje.
Eddy, Nena y Rosita
Pero, no pudiendo sufrir en la capital los rigores de la estación, han decidido pasar el verano en la playa de Varadero. Sólo esperaban que Eddy, el mayor de los hijos, terminase los exámenes de segundo año de Derecho, y a «Nena», la menor, le diesen las vacaciones en el «Sagrado Corazón», del Cerro.
Días antes de marchar, Rosita, la primogénita, obsequió a un grupito de sus amigas con una comida en el muelle del Yacht Club. En amable charla, arrullados por los alegres sones de la banda militar y el murmullo suave y acariciante de las ondas, pasaron las primeras horas de la noche, muchachas y jóvenes, ya entre el comentario de los humorísticos «place-cards» que señalaban el puesto de cada invitado, ya comentando el último «chismecito» o compromiso que registraban las crónicas, ya dando rienda suelta al flirt, tentador y peligroso, o a la secreta declaración hecha a los postres... después se entregaron todos a las delicias de los exóticos bailes de moda, en la «Casa Club»...
Lugares veraniegos de moda
Nuestras playas y sitios de temporadas están aún por fomentar, en lo que a «confort» y comodidades se refiere. Los hoteles son escasos y primitivos. Las familias generalmente alquilan una casa a precios bastante subidos, por toda la temporada, y allí se trasladan con sus criados y servicio completo. Los días suelen emplearse, ya en el baño, por la mañana o tarde, ya en animadas reuniones en una casa amiga, donde las niñas y muchachas tocan el piano o juegan a las prendas en el portal, y los hombres matan el tiempo en el poker o siete y media; mientras los mosquitos, más o menos zancudos, se dedican a levantar chichones y agujerear la piel, sin distinción de sexos ni edades, entonando alegres y estrepitosos solos de trompa. Entre semana, se organizan paseos campestres en carretas, guaguas o a caballo, o almuerzos al aire libre, o matinées bailables, o funciones teatrales, cuyo principal atractivo son los ensayos, numerosos y a menudo expuestos, y con vistas a la sacristía.
En los alrededores de La Habana, tenemos Columbia, el Mariel, Marianao y los Quemados; la Playa, aristocrática y social, y Cojímar, de gran porvenir, cuando sean más fáciles las comunicaciones.
Ya en abril, empiezan los temporadistas a afluir a San Diego, atraídos por sus aguas y su pintoresca comarca. Pero la temporada sólo dura hasta fines de mayo.
Santa María del Rosario, Amaro...; allá en Cienfuegos, el famoso Castillo de Jagua, y en Cárdenas, la hermosísima playa de Varadero, que por unos días, con motivo de las regatas anuales, se convierte en el sitio de moda de la sociedad habanera que no ha podido pasar el verano en alguna playa europea o americana.
Junto al mar acariciadas por la brisa...
Nuestras mujeres, ataviadas con sencillos y atormentadores trajes blancos, llegan a Varadero en automóviles, trenes o vapores. Bailan y se divierten durante unas horas, asisten a las emocionantes peripecias de las regatas; contemplan, desde la orilla, la azul inmensidad del mar, acariciadas por la brisa que, amorosa y ávida de carne perfumada y fresca, las envuelve y estrecha con arrullos de tórtola en celo, jugueteando con las finas hebras de sus cabellos de azabache u oro y poniendo en fuga, con atrevimientos inauditos, ropas, cintas y gasas, ya adhiriéndolas sobre el cuerpo estatuario, ya agitándolas como breves oriflama, símbolo de vida y hermosura...
Evocación
Ante tal deslumbramiento de sol, de luz, de colorido, de poesía y de belleza, la vista se nubla...
Y allá, a lo lejos, envuelto entre la espuma de las olas, parece que surca los mares el trozo de quilla de aquel barco de combate, que antaño surcó aguas de Chipre. Y, rota y mutilada, surge, maravillosa, la Victoria de Samotracia, expresión admirable, al decir de una artista, no sólo del estremecimiento de la vida, hecho realidad en el mármol, del esfuerzo invencible y la energía conquistadora, de la triunfal elegancia, sino principalmente «de la intensidad de la brisa marítima, de esa brisa que Sully-Prudhomme ha hecho pasar a través de un verso sutil como ella.
Un peu du grand zéphir qui souffle a Salamine...
Leyendo las páginas de nuestros escasos novelistas de costumbres, o las escenas de nuestro pobre e incipiente teatro bufo, o los artículos, muchos de ellos valiosos, de nuestra abundante literatura humorística y «costumbrista»; recogiendo, también, lo que cuentan periódicos y crónicas; con todos estos datos, unidos a los recuerdos y observaciones de nuestros mayores y a las propias nuestras, nos es fácil –curiosos historiadores de la vida y costumbres públicas y privadas de la sociedad cubana de antaño, como observadores somos, así mismo, de las virtudes, los vicios y los defectos de nuestra época– nos es fácil, repetimos, afirmar que las temporadas fueron en Cuba, en todos los tiempos, una de las prácticas y usos jamás interrumpidos más típicos de esta tierra.
Apenas llegan los calurosos e insoportables meses de verano, empiezan las familias de nuestra capital y otras poblaciones importantes de la Isla a abandonar, en desbandada, sus humildes casas o ricos palacios, ya para dirigirse al extranjero, ya para internarse en pueblos y playas señalados, por su agradable clima y pintorescos alrededores, como sitios apropiados de temporada.
Y esto, que se practica hoy y se ha practicado siempre en nuestra patria, sobre todo entre las familias de cierta posición social, es tanto más digno de ser observado y estudiado, si tenemos en cuenta lo seguido en otros pueblos, donde, aún hoy día, el verano tiene encarnizados enemigos, y si nos fijamos, además, en las numerosas dificultades e inconvenientes que ofrecían antiguamente toda clase de viajes, ya fuesen por tierra o por mar.
Cómo viajaban nuestros bisabuelos
Lejos de ser un placer, como hoy en día, los viajes eran una desgracia. Un costumbrista español llega al extremo de afirmar: «Con que sepas que se renunciaba una herencia por andar treinta leguas para tomar posesión de ella, y que los novios de pueblos distantes entre sí diez o doce leguas se casaban por poder para ahorrar el viaje de uno de los esposos, comprenderás que los antiguos no se movían fácilmente ni sin justa causa».
Entonces, durante meses y meses se planeaba y discutía, en consejo de familia y amigos, el viaje. Una vez resuelto, hacía primero el jefe de la casa, testamento; se buscaba en la vecindad, alguna persona que por tener ya práctica, supiera «hacer un baúl», con el objeto de ir acondicionando dentro de aquellos inmensos cofres de nuestros bisabuelos, la ropa blanca y de vestir, los papeles, los utensilios de cocina, las provisiones de boca, el botiquín, etc., en todo lo cual se empleaban diez o doce días. Otros tantos se dedicaban a despedirse de las amistades y conocidos.
Ya todo listo y encargado el coche, diligencia o volantas propias del caso, el día anterior a la partida, toda la familia confesaba y comulgaba en la parroquia vecina.
Al día siguiente, muy de mañana, y ataviados con los peores trajes, pues los buenos se hubieran echado a perder, partía toda la familia ante el asombro de parientes y vecinos. ¡Y eran de ver los abrazos y besos, el llanto de las mujeres y la tristeza de los hombres, el pesar que a todos embargaba en los momentos de la despedida!
¡Eran viajes tal vez eternos! ¡Viajes a veces de treinta leguas! ¡Oh tiempos aquellos de nuestros bisabuelos!
Las temporadas de antaño
Para que nuestros lectores puedan darse cuenta exacta del carácter y significación de las temporadas de antaño, voy a ofrecerles una curiosa y gráfica pintura de ellas, tomada de un artículo del ilustre autor de los Apuntes para la Historia de las Letras y la I. Pública en la I. de Cuba, Antonio Bachiller y Morales.
Dice así, ese interesante trabajo en sus párrafos más importantes:
«... Conocí una señora de noventa años, incesante predicadora práctica de las temporadas veraniegas, contando, eso sí, con la voluntad de Dios, sin cuya orden ni aún se mueven las hojas de los árboles, que a esa edad conservaba una felicísima memoria y una rica y virtuosa alma. Era una alma castellana vieja, como la de sus padres, que con los fueros de Castilla se trasladaron a esta parte del Nuevo Mundo, cuando la dinastía de Borbón empezaba a militarizar a España; a pesar de contar reyes tales y tan buenos como Fernando VI y Carlos III. La señora era viuda de un antiguo empleado de Factoría. Aunque entonces predominaban en el ramo jefes vizcaínos, era habanero y pariente cercano del asesor último, que también nació en La Habana.
«Mientras vivió su marido, ya cesante, iban a veranear y aún algo más, pues invernaban en el ingenio. Cuando demolió éste, variaba en los lugares veraniegos, buscando dos, tres, y aún más grados de diferente temperatura, templando los ardores poco higiénicos de la capital. La simpática anciana se llamaba Doña Teófila Olimpia.
«Viuda, no le gustaba alejarse mucho de la ciudad, porque ella cuidaba de sus negocios, que habían venido a menos con los años; prefería el Cerro, hasta que lo echaron a perder los carritos del Urbano; pero el ferro-carril de Marianao fue el colmo de su satisfacción, pues se le proporcionaba un medio de respirar «más campo verde» –en habitaciones urbanas, y más embellecido, cuando daban ya sombra los laureles de la India de la bellísima calle del Panorama, vergüenza de las otras vías, que podían parecérsele y semejan desiertos arenales. Sin embargo de sus ideas progresistas, doña Teófila era la más crónica de los tiempos que pasaron. Recordaba en el portal de su casa aquellas temporadas a que había concurrido y las principales fiestas en que se había hallado.
Paseos, trajes, modas, medios de comunicación
«Como es de suponerse casi siempre hablaba de los Molinos del Rey y de los Puentes Grandes, su bello río, y todo como punto de reunión de las familias, principalmente de los empleados en la renta del monopolio del tabaco. ¡Qué días aquellos! Los paseos por el río, los baños, los sucesos prósperos y adversos, serios o de jovial recordación. El entusiasmo de los recuerdos da cierto tinte religioso a la melancolía que los reviste. Como todas nuestras madres, hacía lenguas relatando lo que recordaba de sus juveniles y aún infantiles años, singularmente de los saraos y las iluminaciones que se efectuaron con motivo del feliz ascenso al Almirantazgo del Smo. Sr. Príncipe de la Paz: sin olvidar a su gran cronista D. Tomás Romay, como una de las glorias patrias. La última vez que la vi fue en los Quemados.
Como hoy: la casaca y el traje blanco
«Esa vez recordó la sociedad del Cerro, que aún no había caído del trono de la moda, pero que se bamboleaba. La había fundado como presidente el Excmo. Sr. D. Ignacio Crespo; contribuían a su brillo los Diagos, Cárdenas y otros habituales temporadistas. Nuestra amiga censuraba amargamente los tonos aristocráticos que entonces se adoptaron. ¡Casaca en los bailes de temporada! Exclamaba. A ella le parecían más elegantes los trajes de dril blanco en el verano. Me hacía cargos personales porque fui el sucesor en la presidencia de Crespo y no lo enmendé.
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Un salto de dos siglos
En 1916. Al pie de la amplia escalinata de uno de los más hermosos chalets del Vedado se halla un magnífico automóvil 30-40 H. P. avisado por uno de los sirvientes, el chauffer hace funcionar el motor. El ayudante abre, respetuoso, después de descubrirse ceremoniosamente, la portezuela. Una señora, gruesa y algo entrada en años, sube a la máquina en compañía de dos encantadoras muchachas de diez y seis y veinte años, respectivamente. Las sigue un jovencito, que, una vez sentado, da al chauffer la orden de arranque. El diminuto pomerania de una de las jóvenes, lanza, como despedida, sordos y entrecortados gruñidos.
Es la familia de Z, rico hacendado y capitalista, que por negocios de azúcar se encuentra desde hace unos meses en los Estados Unidos. Los precios fabulosos que se cotizan en el mercado y las tentadoras ofertas que le ha hecho el trust americano para la compra de su ingenio, le han impedido este año pasar el verano en Lake Placid, Stanford o alguna playa de moda. Y a esto se ha unido, también, la salud, algo delicada, de su esposa, para la que, al decir de los médicos, tal vez sería peligroso un viaje.
Eddy, Nena y Rosita
Pero, no pudiendo sufrir en la capital los rigores de la estación, han decidido pasar el verano en la playa de Varadero. Sólo esperaban que Eddy, el mayor de los hijos, terminase los exámenes de segundo año de Derecho, y a «Nena», la menor, le diesen las vacaciones en el «Sagrado Corazón», del Cerro.
Días antes de marchar, Rosita, la primogénita, obsequió a un grupito de sus amigas con una comida en el muelle del Yacht Club. En amable charla, arrullados por los alegres sones de la banda militar y el murmullo suave y acariciante de las ondas, pasaron las primeras horas de la noche, muchachas y jóvenes, ya entre el comentario de los humorísticos «place-cards» que señalaban el puesto de cada invitado, ya comentando el último «chismecito» o compromiso que registraban las crónicas, ya dando rienda suelta al flirt, tentador y peligroso, o a la secreta declaración hecha a los postres... después se entregaron todos a las delicias de los exóticos bailes de moda, en la «Casa Club»...
Lugares veraniegos de moda
Nuestras playas y sitios de temporadas están aún por fomentar, en lo que a «confort» y comodidades se refiere. Los hoteles son escasos y primitivos. Las familias generalmente alquilan una casa a precios bastante subidos, por toda la temporada, y allí se trasladan con sus criados y servicio completo. Los días suelen emplearse, ya en el baño, por la mañana o tarde, ya en animadas reuniones en una casa amiga, donde las niñas y muchachas tocan el piano o juegan a las prendas en el portal, y los hombres matan el tiempo en el poker o siete y media; mientras los mosquitos, más o menos zancudos, se dedican a levantar chichones y agujerear la piel, sin distinción de sexos ni edades, entonando alegres y estrepitosos solos de trompa. Entre semana, se organizan paseos campestres en carretas, guaguas o a caballo, o almuerzos al aire libre, o matinées bailables, o funciones teatrales, cuyo principal atractivo son los ensayos, numerosos y a menudo expuestos, y con vistas a la sacristía.
En los alrededores de La Habana, tenemos Columbia, el Mariel, Marianao y los Quemados; la Playa, aristocrática y social, y Cojímar, de gran porvenir, cuando sean más fáciles las comunicaciones.
Ya en abril, empiezan los temporadistas a afluir a San Diego, atraídos por sus aguas y su pintoresca comarca. Pero la temporada sólo dura hasta fines de mayo.
Santa María del Rosario, Amaro...; allá en Cienfuegos, el famoso Castillo de Jagua, y en Cárdenas, la hermosísima playa de Varadero, que por unos días, con motivo de las regatas anuales, se convierte en el sitio de moda de la sociedad habanera que no ha podido pasar el verano en alguna playa europea o americana.
Junto al mar acariciadas por la brisa...
Nuestras mujeres, ataviadas con sencillos y atormentadores trajes blancos, llegan a Varadero en automóviles, trenes o vapores. Bailan y se divierten durante unas horas, asisten a las emocionantes peripecias de las regatas; contemplan, desde la orilla, la azul inmensidad del mar, acariciadas por la brisa que, amorosa y ávida de carne perfumada y fresca, las envuelve y estrecha con arrullos de tórtola en celo, jugueteando con las finas hebras de sus cabellos de azabache u oro y poniendo en fuga, con atrevimientos inauditos, ropas, cintas y gasas, ya adhiriéndolas sobre el cuerpo estatuario, ya agitándolas como breves oriflama, símbolo de vida y hermosura...
Evocación
Ante tal deslumbramiento de sol, de luz, de colorido, de poesía y de belleza, la vista se nubla...
Y allá, a lo lejos, envuelto entre la espuma de las olas, parece que surca los mares el trozo de quilla de aquel barco de combate, que antaño surcó aguas de Chipre. Y, rota y mutilada, surge, maravillosa, la Victoria de Samotracia, expresión admirable, al decir de una artista, no sólo del estremecimiento de la vida, hecho realidad en el mármol, del esfuerzo invencible y la energía conquistadora, de la triunfal elegancia, sino principalmente «de la intensidad de la brisa marítima, de esa brisa que Sully-Prudhomme ha hecho pasar a través de un verso sutil como ella.
Un peu du grand zéphir qui souffle a Salamine...