Sobre «ciertos hábitos y costumbres que, lejos de desaparecer, como era lógico, al instaurarse entre nosotros el régimen democrático, han sufrido un recrudecimiento que debe ser calificado de paso hacia atrás, de vuelta al pasado, de supervivencia colonial».

Hoy voy a referirme a otras muestras de tontería, no menos dignas de estudio y crítica, porque constituyen, también, señales elocuentes del viraje hacia la Colonia que se registra en nuestras costumbres públicas y privadas.

En algunos aspectos de la vida criolla no puede negarse que Cuba ha experimentado beneficiosa transformación desde los pasados tiempos coloniales hasta los actuales republicanos, no ocurre lo mismo, ni mucho menos, en ciertos hábitos y costumbres que, lejos de desaparecer, como era lógico, al instaurarse entre nosotros el régimen democrático, han sufrido un recrudecimiento que debe ser calificado de paso hacia atrás, de vuelta al pasado, de supervivencia colonial.
Ferrocarril y carretera centrales, escuelas y otros centros de enseñanza pública oficial, hospitales y clínicas, sanidad e higiene, Capitolio… constituyen relevantes pruebas del progreso material logrado por la República sobre la Colonia.
Pero, en cambio, la tontería criolla se ha agudizado a extremos tales que bien puede afirmarse que en este sentido Cuba republicana es Colonia superviva.
En Habladurías publicadas hace varias semanas estudie el auge extraordinario alcanzado últimamente por los títulos nobiliarios y las condecoraciones nacionales y extranjeras, como no se vio nunca en la Colonia, y hasta propuse a nuestros gobernantes que utilizaran esa extraordinaria manifestación de la tontería criolla como fuentes de ingresos presupuestales.
Hoy voy a referirme a otras muestras de tontería, no menos dignas de estudio y crítica, porque constituyen, también, señales elocuentes del viraje hacia la Colonia que se registra en nuestras costumbres públicas y privadas.
En los felices días en que fue huésped del Palacio Presidencial el doctor José A. Barnet y Vinageras se dictó por la Secretaría de Estado un trascendental decreto – vez el más pintoresco de aquel pintoresco período histórico– imponiendo el uso del tratamiento de Excelencia, «tanto en los actos oficiales como en los documentos del mismo carácter», cada vez que cualquier simple e infeliz ciudadano tuviese que dirigirse de palabra o por escrito a los afortunados y superiores mortales que ocupasen la presidencia y vicepresidencia de la República, las Secretarías del Despacho, las presidencias del Senado y de la Cámara de Representantes, la presidencia del Tribunal Supremo y las Embajadas y Legaciones de Cuba en el extranjero.
A los consejeros y secretarios de primera clase de Embajadas y Legaciones y a los cónsules generales, era obligatorio darles el tratamiento de Señoría.
Creo necesario llamar la atención de los ciudadanos lectores sobre la fecha de este decreto: 18 de mayo de 1936; fecha en que ya existía la República de Cuba y se encontraba izada en el Morro de La Habana la bandera de la estrella solitaria. Y doy estos detalles porque bien pudiera ocurrir que algún lector desmemoriado pensase que ese decreto llevaba la firma de un capitán general de la Colonia y no de un Presidente de la República, ya que las disposiciones contenidas en el mismo son adecuadas y pertinentes, no al régimen republicano, sino al colonial monárquico.
Y este Curioso Parlanchín, que contempló desde pequeño la enseña gualda y roja en el Morro y demás fortalezas y edificios públicos de nuestra «fidelísima» ínsula, y ha tenido la manía de andar siempre metido entre papeles viejos, recuerda perfectamente lo mucho que se usaba y abusaba antaño, en las relaciones sociales y en la correspondencia oficial, de ese tratamiento de Excelencia, así como también de aquel otro de Usía, el primero de los cuales ha sido restituido, según vimos, por un gobierno republicano, sustituyendo el segundo por el de Señoría, que también existió durante la Colonia.
En efecto, toda la correspondencia que se dirigía a los capitanes generales, mariscales de campo, tenientes generales demás altos funcionarios civiles y militares, tenía que comenzarse con el Excelentísimo Señor y terminar con el Dios Guarde a usted muchos años.
Es lástima que esta última edificante y tiernísima despedida que demostraba el amor que sentían los colonos por sus admirables gobernantes no hubiese sido también restituida en el decreto republicano de marras. Y no se diga que el olvido se debe a falta de religiosidad, pues hoy en el Palacio Presidencial, como ayer en el de los capitanes generales, existe una capilla, donde se dice misa y se celebran otros actos y ceremonias religiosos, no obstante estar separada la Iglesia del Estado, y ser el Palacio Presidencial un edificio público del Estado laico cubano.
Omisión imperdonable ha sido igualmente, la de no conceder, como en tiempos coloniales, el tratamiento de Excelencia a los criollos republicanos condecorados con grandes cruces; lo cual hubiere permitido popularizar o democratizar algo ese monárquico y reaccionario «Excelentísimo Señor», ya que hoy en día raro es el cubano que no posee alguna gran cruz, nacional o extranjera, y se exhibe con ella en fiestas privadas u oficiales y otros actos de lija, y, desde luego, se retrata ostentándola en todo el tórax, y en muchos casos, forzado por la enorme cantidad de condecoraciones, también en el abdomen.
El Señoría que hoy solo aparece concedido en favor de los consejeros y secretarios de primera clase de Embajadas y Legaciones y de los cónsules generales, se usaba, también, en época de la colonia, con prodigalidad mucho más democrática, pues lo disfrutaban los regentes de las Audiencias, por el artículo 48 de la real instrucción de 1776; los ministros y fiscales de las mismas, por real cédula de 28 de septiembre de 1778; y otros numerosos funcionarios judiciales y gubernativos cuya enumeración detallada haría interminable estas Habladurías.
La imposición de los tratamientos de Excelencia y de Señoría, por el tantas veces referido decreto de 1936, ha producido el abandono o repudiación de otro tratamiento que hasta ahora se usaba extraoficialmente para dirigirse al Presidente de la Republica y a algunas otras autoridades: el de Honorable. En la parte dispositiva de ese decreto se dice que el tal tratamiento de Honorable no se considera adecuado ni propio, «por cuanto ese vocablo, en castellano, no significa un tratamiento, sino sencillamente un adjetivo», o sea, que en el fondo, se considera que el tratamiento de Excelencia es más lijoso que el tratamiento de Honorable.
Hay en dicho decreto una declaración, que envuelve una excusa no pedida, y ya sabemos que el adagio latino decía que «el que se excusa sin que se lo demanden, demuestra que es culpable». La declaración-excusa es la siguiente: «El uso del tratamiento de Excelencia, pura forma de cortesía, no está en pugna con el carácter democrático de la República». Como excusa de un culpable, cogido infraganti, pase; pero no la acepto hasta que se me pruebe que en los tiempos coloniales no se usaba, oficialmente impuesto, el tratamiento de Excelencia, y que, por el contrario, en algunas repúblicas democráticas, como los Estados Unidos de Norteamérica o los Estados Unidos Mexicanos, se usa hoy en día el Excelentísimo Señor.
Que sepamos, este decreto no ha sido derogado por los presidentes Gómez y Laredo, y está, por lo tanto, vigente.
Si la Secretaría de Estado repudió, como hemos visto, el tratamiento de Honorable, la Academia de la Historia, con el caritativo propósito de que no se pierda tan bella palabra, lo ha recogido y hecho obligatorio, no sabemos si para usarlo sólo entre los de la casa o exigiéndoselo, además, a los ciudadanos que no son académicos. En el artículo 14 del reglamento de la Academia se expresa: «El tratamiento académico de número es: Honorable Señor Académico u Honorable Colega».
Discutible es que el conocimiento de la historia de Cuba dé honorabilidad, en vez de sabiduría, como parece desprenderse del citado artículo. Y puede ocurrir que un historiador sea muy sabio, pero poco honorable o viceversa. De todas maneras, ese tratamiento de Honorable que se han autoconcedido los académicos de la Historia, sencillamente, una lija criolla más, sin que guarde relación alguna con los estudios y conocimientos históricos.
La Universidad de La Habana no se ha decidido todavía a dictar ninguna disposición sobre el tratamiento que debe darse a los catedráticos, pero está en camino de realizarlo, pues los señores profesores se encuentran en plante de lija, como lo prueba el hecho de haber nombrado últimamente una comisión encargada de modificar el traje académico de los señores profesores. La comisión rindió informe, y el informe fue aprobado por el Consejo Universitario en su sesión de 4 de agosto de 1937. No voy a transcribir todos los detalles y particularidades del nuevo traje académico, porque convertiría estas Habladurías en un artículo sobre disfraces de Carnaval, y están algo distantes las Carnestolendas. Baste citar este pomposo parrafito que sirve de introducción al informe: «El traje académico universitario es un distintivo propio de su profesorado, que simboliza facultad en el sentido amplio, y docencia en su significación facultativa; más que exornatorio cívico y litúrgico – el símbolo es como la palabra, la expresión o el nombre de una idea, cultiva ésta al par que la expresa–, es elemento mortal, de disciplina, de ministerio y de ornato; así los ornamentos en los sacerdotes, la toga en los magistrados, la peluca de los jueces británicos, el uniforme en el soldado, etc.
Apurados van a estar los sastres de La Habana cuando se vean en el trance de vestir con el nuevo traje académico a los profesores de la Universidad, pues, necesariamente, deben leerse el parrafito anterior, aprendérselo de memoria, y tenerlo presente, como si fuera un figurín o un molde, al cortar cada traje académico. ¡Bonitos saldrán estos con tan atrabiliario patrón!
Más adelante se afirma en el informe profesoral, que el traje académico procede «del hábito de los monjes de l a Orden Se Santo Domingo», y que «expresándolo bien es una mezcla de sacerdotal y magistral, a tenor de época».
En otro párrafo se alude a la necesidad que ha tenido el Consejo Universitario de ventilar o airear la calurosidad del traje ecadémico, «sin que por ello pierda la forma que actualmente tiene». Y se detallan a renglón seguido la clase de tela, corte, colores, etc., etc., de las tres piezas que constituyen el traje académico, o sean, la toga, la muceta y el birrete.
La ventilación estriba: en la toga, se suprime el cuello colgante; en la muceta, que ha de tener, no doble tela, sino sencilla con cogulla; y en el birrete, disponiendo que su parte superior sea «de malla de color negro para la mayor ventilación».
¡Lástima grande que tanta ventilación aparezca caldeada por lo engolado del primer parrafito del informe; o que por la malla de color negro del birrete se les escape a algunos catedráticos la sabiduría, o que a otros, se les descubra, a través de dicha malla, que su cabeza es «hermosa pero sin seso»!

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