Prensa y grabados del siglo XIX, una escultura tipo mascarilla y hasta tierra de la casa natal de Víctor Hugo se exponen en La Habana Vieja. Pero quizás el legado más curioso sea una piedra original de Nuestra señora de París, proveniente de su torre norte y fechada poco tiempo después que el genial escritor francés publicara su famosa novela homónima.
Sobre el significado de Víctor Hugo y su novela Notre-Dame de Paris para el rescate del Patrimonio.
Ya es para nosotros una cosa muy curiosa,
una muralla tras la cual sucede algo.
Víctor Hugo en Nuestra Señora de París.
Esmeralda es conducida al suplicio. Dibujante: Daubigny; grabador: Méaulle. En la escena puede verse la fachada principal de Notre-Dame. Un ejemplar del libro que contiene estas imágenes se conserva en la biblioteca de la Casa Víctor Hugo, en La Habana Vieja. |
A los niños que asiduamente visitan la Casa Víctor Hugo (Oficina del Historiador de la Ciudad), basta decir que esa piedra formaba parte de la catedral desde la cual Quasimodo, el campanero jorobado, derramó aceite hirviendo sobre sus enemigos. Entonces miran la piedra con curiosidad y se muestran dispuestos a leer la novela, que ya conocen en versión de dibujos animados.1 Se cumple así lo que el propio Hugo escribiera en el prólogo a su poema épico La leyenda de los siglos (1859-1883): «Es la historia escuchada en las puertas de la leyenda».
La piedra donada a La Habana Vieja es de color blanco grisáceo, pesa 23 kilogramos y fue extraída durante una de las restauraciones de la Catedral de Notre-Dame de París, de su cara norte, torre norte, donde ocupaba la hilera 73 de su torrecilla.2
Palpándola, de proponérnoslo, pudiéramos sopesar los sedimentos que vinculan a Francia con el destino de Cuba a través de la literatura y las artes. Asimismo, es como acariciar una prueba tangible de la defensa del patrimonio histórico-artístico universal, empeño que tuvo en Víctor Hugo a un precursor. Como si esa piedra estuviera imantada y, al tocarla, nos infundiera fuerzas para perseverar en la restauración del Centro Histórico de La Habana... contra cualquier dificultad o atisbo de fatalidad.
Precisamente Hugo comienza su novela Nuestra Señora de París, publicada en 1831, con el análisis arqueológico de la palabra griega ananké, que significa «fatalidad». Grabada sobre una de las torres de Notre-Dame, esta pista ayuda al lector a anticipar lo que sucederá, a imaginar que no es muy probable que la historia termine bien. De hecho, su novela es una sucesión de hechos trágicos inexorables que constituyen el hilo de la trama.
Frente a la mediocridad del personaje de Phoebus, se opone el carácter sublime de Quasimodo, quien sólo podrá unirse en la muerte con su amada. En un desenlace semejante al de Tristán e Isolda, el jorobado de Notre-Dame se deja morir junto al cadáver de la gitana Esmeralda.
Mas cuando Hugo habla de fatalidad, no sólo se refiere a los hombres o los personajes de su novela. Antecedidas de su panfleto Guerre aux démolisseurs, publicado en 1825, las exhortaciones literarias del gran novelista francés contribuyeron a consagrar el concepto moderno y actual de «monumento», al igual que otros exponentes del Romanticismo decimonónico: Alfred de Vigny, Louis de Bonald, François A. Chateaubriand... Ellos «volcaron en los monumentos, especialmente en los medievales, diversos contenidos de tipo simbólico, que al mismo tiempo que los revalorizaban, dotándolos de una potente carga semántica, también instrumentalizaban este patrimonio histórico al servicio de ideologías del presente».3
En la nota a la edición definitiva de Nuestra Señora de París, en 1832, Hugo defiende vigorosamente contra el peligro de demolición a las joyas arquitectónicas, entre las cuales se encuentra el verdadero protagonista de su novela, o sea, la catedral gótica:
«El autor expresa y desarrolla en uno de sus capítulos, sobre la decadencia actual de la arquitectura, y sobre la muerte, según él, casi inevitable hoy de este arte-rey (...). Pero siente la necesidad de decir aquí que es su deseo más vivo que el porvenir le demuestre su error un día».
«Pero en todos los casos, cualquiera que sea el porvenir de la arquitectura, de cualquier manera en que nuestros jóvenes arquitectos resuelvan un día la cuestión de su arte, esperando los monumentos nuevos, conservemos los monumentos antiguos. Inspiremos, si es posible, a la nación, el amor por su arquitectura nacional. Éste es —el autor lo confiesa— uno de los objetos principales de este libro; es uno de los objetos principales de su vida».4
Hugo se convirtió en el protagonista de la campaña que unió a historiadores y arquitectos en un influyente movimiento de opinión contra la demolición de los edificios góticos (o su mala restauración) por sociedades financieras que contaban con el apoyo oficial y de algunos académicos, a los cuales el novelista nombra peyorativamente en su novela como la nuée des architectes d’école (una bandada de arquitectos de escuela), les gâcheurs de plâtre (los amasadores del yeso), o simplemente les démolisseurs (los demoledores)...
A Hugo se unen Vigny, Charles Sainte-Beuve, Jules Michelet y otros intelectuales que incitan al gobierno a tomar medidas eficaces: así se crea en 1830 la Inspección General de los Monumentos Históricos, a cuyo frente es nombrado en 1833 el también escritor, historiador y arqueólogo Prosper Mérimee, quien funda la Comisión de Monumentos Históricos en 1837.5
Como ha señalado Joëlle Prungnaud en Gothique et Décadence, refiriéndose a la articulación entre literatura y arquitectura que dio vida a la identidad del término «gótico» en la nueva mentalidad romántica del siglo XIX: «La novela gótica resulta de la transposición novelesca de esas nuevas diposiciones; su existencia está, de cierta manera, subordinada a la rehabilitación del arte medieval. La aplicación de la palabra a la materia textual, a partir de ese momento bien establecida, no podría hacernos olvidar estas dos vertientes de una misma realidad: el gótico arquitectónico y el gótico literario».6
Al colocar la novela gótica en su contexto cultural desde una perspectiva histórica, Prungnaud no sólo aclara su génesis, sino que persigue revelar sus especificidades como género literario en que el objeto arquitectónico ocupa intrínsecamente un espacio dentro de la trama de ficción: un edificio puede generar una intriga, presidir un relato, ser su protagonista absoluto... Y es que la atmósfera tenebrosa, el clima de tensión y de miedo, la presencia de un personaje aterrador... —o sea, los auténticos componentes de la novela gótica— tuvieron su origen en los sentimientos inspirados por los monumentos históricos.
«Los autores intentan hacer sentir a sus lectores, a través de la imaginación, el sentimento de lo sublime que embarga al aficionado de la arqueología medieval cuando descubre un castillo o una catedral»,7 afirma Prungnaud, para alertarnos:
«Centrar el análisis sobre el lugar arquitectural fundador del género, es aumentar sus posibilidades de comprender el alcance de esta producción. Ignorar el código estético que da un sentido a estos textos, es correr el riesgo de hacer una lectura reductora de ellos. Se debe admitir que ellos han sufrido muy temprano tal tratamiento: los traductores franceses contemporáneos, sin duda poco sensibles a la toma de partido estético subyacente, a menudo han tratado con negligencia los desarrollos al margen de la narración, abreviando las descripciones juzgadas aburridas para sólo mantener los aspectos más espectaculares, susceptibles de producir un “efecto” sobre el lector».8
Desde ese punto de vista, una relectura de Notre-Dame de Paris motiva —entre otras— las siguientes interrogantes: ¿cómo fue recepcionada esa gran novela en Cuba durante el siglo XIX? ¿Qué efecto causó sobre los escritores cubanos de esa época?
Resulta sobremanera interesante contar con el testimonio de que su lectura fue propiciada por una mujer. Lo sabemos por una de las cartas dirigidas a Domigo del Monte, con fecha 27 de octubre de 1838, en la que su amigo José del Castillo reconoce: «Es el caso que ha pocos meses me hizo mi muger que le leyese en una obrita que le habían prestado, y quería devolver —Era La Notre Dame de Paris. Los dos ó tres capitulos que le leí me transportaron de gozo: la verdad es que yo nada había leido de ese autor, ni tenia tampoco gran curiosidad de leer nada de él, ni de los de su escuela, porque lo poco que sabía acerca de él y de ella, me inspiraba casi náuseas.—En una palabra, acerca de la querella entre clasicos y romanticos, apenas tenia mas ideas que la absoluta de que tal cosa se agitaba entre literatos.
»Pero, el espiritu y la forma de la Notre Dame tenían una afinidad tan grande con mis gustos, y mis ideas, y los principios que me animan, que no sabia yo encarecer como su merito. Quizás le pareci loco á mi muger».9
El remitente es harto elocuente en su alborozo por creer haber resuelto para sí mismo «qué cosa era romanticismo y qué clasisismo» gracias a esa novela:
«Al principio eché mano de los hilos de la etimologia de las palabras; después de la historia, y por ultimo de mis propias deducciones, recordando las que en mí habia producido la Notre Dame. En seguida apelé á comparar mis sensaciones con las de los que yo sabia ser muy amigos de lo clasico, y hacian ascos á todo lo que olia á romantico; —y al cabo de mucho revolver ideas en mi mente, me puse á adivinar definiciones y una de ellas fue que “el romanticismo era, en literatura, el representante del espiritu del siglo actual, el de la igualdad en política, el de la libertad civil; y, por lo tanto, el clacisismo el reverso de aquel”: y cate V. aquí dos definiciones per genus et differentiam (...)».10
Ese mismo año, Antonio Bachiller y Morales toma partido en su artículo «Literatura romántica» al expresar que «esta escuela es la libertad en literatura» y, parafraseando a Hugo, reafi rmar: «las clasificaciones de clásicos y románticos cayeron en el abismo de 1830, como la de glukistas y piccinistas en la sima de 1789. El arte solamente ha quedado».11
Por el epistolario delmontino, sabemos que la obra de Hugo era apreciada desde fines de los años 20 por los jóvenes literatos habaneros, quienes leían sus textos originales en francés gracias al contacto directo que tenían con las librerías parisinas algunos patricios cubanos como el propio Del Monte.
Sin embargo, José Jacinto Milanés, quizás el más hugoliano de los poetas cubanos, mostraba su desaliento en 1836 cuando escribía a ese ilustrado mecenas: «Ya se vé, amigo, el terreno de nuestra Antilla, con la constitucion gubernativa que ahora la rige, no es el mas apropósito para que el romántico brote y fructifique. Como la moral de Victor Hugo es tan imparcial, choca y amarga á ciertos espíritus, que quisieran dejar el mundo como se está».12
Por su parte, sin saberlo, el colombiano Félix Tanco Bosmeniel parece anticiparse en sus cartas a las escenas «infernales y diabólicas» que tendrían lugar en 1844 durante la «Causa de Conspiración de la Gente de Color contra los Blancos», conocida como la Conspiración de La Escalera. Tanto él como Del Monte se verían involucrados en aquellos acontecimientos cuyo desenlace afectaría trágicamente a literatos negros como Juan Francisco Manzano, condenado a prisión, y Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), este último forzado a declarar en contra de aquellos patricios blancos antes de ser condenado a muerte.
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Realizada por Benjamin Roubaud, esta caricatura de Víctor Hugo fue publicada en Le Charivari y luego en La Mode, en diciembre de 1841. Con el título Panthéon Charivarique (Panteón Charivárico), el dibujo está saturado de alusiones satíricas a la vida y obra del gran escritor. Sentado sobre una pila de sus libros, Hugo ha sido representado como une grosse tête (un cabezota), sinónimo en francés de un ego desmesurado. La referencia a Notre-Dame de Paris es evidente, pues apoya su mano derecha con la pluma sobre la catedral, cuyas torres sobresalen a la izquierda de su cabeza, mientras a la derecha, entre las visiones que le atormentan, hay un monstruo ante el cadáver de una joven: sin dudas, Quasimodo inclinado sobre la gitana Esmeralda. |
Si bien el propio Tanco —con Petrona y Rosalía— se atrevería a introducir el tema antiesclavista en la novelística cubana,15 no es hasta la aparición de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel que el conflicto interracial es elevado a una cota estética sin precedentes en la literatura cubana por Cirilo Villaverde.
«Ciertamente, los amores de Cecilia Valdés, la mulata imperial, y su medio hermano Leonardo Gamboa son el chisporroteo de la novela; pero ese chisporroteo le permite alzar en peso la Isla de Cuba y “ese’s altre cantare”, tanto, que nadie en el siglo XIX lo volverá a conseguir»,16 afirma Roberto Friol.
Amén del costumbrismo, el realismo y la influencia de Walter Scott y su novela histórica, ese investigador sugiere los vínculos de Cecilia Valdés con Notre-Dame de Paris en la secuencia composicional del argumento que involucra a las protagonistas femeninas: «Esmeralda-Febo-Herida de Febo-Prendimiento de Esmeralda-Encuentro en la cárcel con la madre loca/ Cecilia-Leonardo-Muerte de Leonardo-Prendimiento de Cecilia-Encuentro en la cárcel con la madre loca».17
Según el también investigador Salvador Arias, es muy probable que Villaverde haya traducido Los Miserables, además de que es notoria la influencia de Víctor Hugo en La cueva de Taganana (1837), una de las primeras novelas del cubano.18
Entre los traductores cubanos de Hugo, se destaca José Martí y su traducción de Mis hijos para la Revista Universal de México en 1875.19 Se da por hecho también que, un año antes, se había producido el encuentro personal entre los dos colosos: «¿Acaso no fue en la Ciudad Luz donde, llevado del brazo por el poeta don Augusto Baquerí, se hallaron frente a frente José Martí y Víctor Hugo?»20
En cualquier caso, la prosa martiana contiene muchos puntos de encuentro con el autor de Notre-Dame de Paris, como cuando —refiriéndose a la obra de uno de los precursores del naturalismo en la literatura francesa— dice el Apóstol: «Edmundo de Goncourt, que ama la realidad, abomina la fealdad; y cuando pinta lo feo, le da la belleza que le falta con la manera de pintarlo. Así hizo en Caliban Shakespeare. Y por vencer a Caliban, así hizo en Nuestra Señora, Víctor Hugo».21
Amar la realidad, pero abominar la fealdad y, si es preciso, pintarla para darle la belleza que le falta. ¿No es casi un axioma que puede aplicarse a todo cuanto hoy se hace para restaurar el Centro Histórico de La Habana? De ahí que conservar una piedra de Notre Dame sea motivo de orgullo para los cubanos. Ella es a la vez símbolo y metáfora, síntesis de la unión indisoluble entre patrimonio espiritual y edificado.
Porque como dijera Víctor Hugo: «el género humano, en fin, no ha pensado en nada trascendente que no lo haya escrito en la piedra».22
1 Presentada en 1996 por los estudios Disney, The Hunchback of Notre Dame (El jorobado de Notre Dame) es la primera versión en dibujos animados de Nuestra Señora de París, mientras que la más antigua de sus múltiples adaptaciones fílmicas es La Esmeralda (Francia, Alice Guy, 1905).
2 En la Casa Víctor Hugo se conservan copias de los documentos expedidos por las autoridades francesas que avalan la autenticidad de la piedra.
3 Ignacio González-Varas: Conservación de bienes culturales. Teoría, historia, principios y normas. Ediciones Cátedra, S.A., 1999. p. 34.
4 Víctor Hugo: Nuestra Señora de París, «Agregado a la edición definitiva (1832)». Ed. Sopena Argentina, S.R.L., Buenos Aires, 1940, s/n.
5 Joëlle Prungnaud: Gothique et Décadence. Recherches sur la continuité d’un mythe et d’un genre au XIXe en Grande-Bretagne et en France. Honoré Champion Éditeur, París, 1997, p. 72.
6,7,8 Ídem, pp. 13-14.
9, 10 Carta de José del Castillo para Domingo del Monte, fechada en Cafetal Dolores, el 27 de octubre de 1838. Consultar en Domingo del Monte. Centón Epistolario, publicado por Domingo Figarola Caneda. Imprenta El Siglo XX, La Habana, 1926-1957. En lo adelante, todas las cartas mencionadas pueden encontrarse en esta edición.
11 Antonio Bachiller y Morales: En «Literatura romántica», revista El Álbum, t. V, Imp. José Severino Boloña, agosto 1838, pp. 5-29.
12 Carta de José Jacinto Milanés para Domingo del Monte, fechada en Matanzas, el 15 de noviembre de 1836.
13 Junto a Han de Islandia (1823), Bug-Jargal (1824) es una de las primeras novelas conocidas de Víctor Hugo. Publicada en la revista Le conservateur littéraire, su trama se sitúa en Haití durante la sublevación de los esclavos negros contra la opresión blanca. Debió infl uir sobre Gertrudris Gómez de Avellaneda y su novela Sab, en la que también hay un hombre negro que se enamora de una mujer blanca, que a su vez está prometida a un blanco, cuya vida es salvada por el negro como sacrificio a su amor.
14 Carta de Félix Tanco a Domingo del Monte, fechada en febrero de 1836.
15 Además de Petrona y Rosalía, abordan el confl icto racial en Cuba: Francisco, de Anselmo Suárez y Romero; El rancheador, de Pedro José Morillas, y la ya mencionada Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Estas novelas fueron escritas entre 1838 y 1839, pero salvo la de la Avellaneda —que fue publicada en Madrid en 1841—, todas fueran dadas a conocer posteriormente. Así, la obra de Tanco se publicó por primera vez en 1925, mientras que las de Suárez y de Morillas aparecieron en 1880 y 1856, respectivamente.
16, 17 Roberto Friol: «La novela cubana del siglo XIX», en revista Unión, La Habana, 1968, p. 200-201.
18 Entrevista personal con Salvador Arias, a quien la autora de este trabajo agradece la ayuda prestada.
19 Para saber sobre esta traducción y, en general, sobre la comprensión martiana del significado de Hugo, resulta imprescindible consultar a Carmen Suárez León: «José Martí y Víctor Hugo, en el fiel de las modernidades». Editorial José Martí, La Habana, 1997.
20 Eusebio Leal Spengler: «El alma de Víctor Hugo», en Fundada Esperanza. Ediciones Boloña, Colección Opus Habana, La Habana, 2003, p. 73.
21 José Martí: En «Carta al Señor Director de La Opinión Nacional», de Caracas, publicada en ese diario el 7 de marzo de 1882. Ver Obras Completas, «Escenas Europeas», vol. 2. Editorial Lex, La Habana, Cuba, 1946, p. 1094.
22 Víctor Hugo: Nuestra Señora de París, ed. cit., p.94.
Rosa Barrera
Opus Habana
Tomado de Opus Habana, Vol. XI, no. 1, julio-octubre 2007, pp. 46-53.