A través de la mirada de los escritores, especialmente los poetas, es posible apresar jirones de aquellos momentos, brillantes y efímeros, que encendieron la noche habanera con el arte de la danza escénica desde el siglo XIX hasta nuestros días.

Con ayuda de varios textos poéticos son revividas las presentaciones de las más famosas bailarinas en esta ciudad

 
 Su cuerpo es la lira,
la silenciosa lira que muestra
el sentid, alto y perfecto,
en acordes de tejidos de silencios:
la música callada; la expresión
más noble y excelsa
de las cosas.
A diferencia de otras capitales latinoamericanas, La Habana tiene una importantísima tradición en el terreno de la danza escénica, especialmente en lo concerniente al ballet. Su privilegiada posición geográfica facilitó la presencia en ella de compañías y solistas procedentes de Europa que se desplazaban hacia los Estados Unidos o retornaban de allí. En el siglo XX, la fundación de la Academia de la Sociedad Pro Arte Musical y la formación en ella de tres artistas excepcionales: Alicia, Fernando y Alberto Alonso, iban a propiciar el surgimiento de una compañía profesional, la más importante de la región y, más aún, la fundación de lo que se ha dado en llamar una «escuela cubana de ballet».
Los escritores, especialmente los poetas, no han estado al margen de esta presencia danzaria en nuestra escena. A través de su mirada, es posible apresar jirones de aquellos momentos, brillantes y efímeros, que encendieron la noche habanera. Románticos, modernistas, vanguardistas, muchos sucumbieron ante las incitaciones de una danzarina excepcional o simplemente ante las tentaciones de un espectáculo donde música, danza, drama y plástica se fundían para conformar un placer único. Gracias a ellos podemos revivir ante nuestros ojos aunque sean fragmentos de aquellas fiestas irrepetibles.

EL PRECURSOR
José María Heredia (1803-1839) no fue sólo el precursor de nuestro romanticismo literario y el verdadero fundador de la poesía cubana, sino el primer poeta de la Isla en componer un poema notable inspirado en una función de ballet, aunque lo hiciera desde la lejanía.
En 1820 llegó a La Habana la compañía de Andrés Pautret, que tenía como estrella a María Rubio, esposa del director. Tuvieron un éxito apreciable con la presentación de «coreodramas»: obras donde se recreaba una acción dramática por medio de la danza. Se trataba de puestas que estaban a medio camino entre la pantomima y el baile, con una fuerte impronta de las nociones de actuación defendidas por Diderot en La paradoja del comediante y que venían a cumplir el ideal de la Ilustración de la «vuelta a la naturaleza» en la representación de las pasiones, tal y como pretendía el coreógrafo Noverre en sus revolucionarias Cartas sobre la danza.
Habaneros y matanceros pudieron contemplar en «escenas mudas» un Jasón y Medea en Corinto, al que siguieron Julio César en Egipto y nada menos que Macbeth. Fue tal el éxito, que actuaron por casi un lustro en Cuba, hasta que decidieron pasar a México en 1825. Allí la vio al año siguiente Heredia, quien había buscado refugio en la nación azteca ante la persecución de las autoridades españolas.
El poeta quedó inmediatamente prendado de la bailarina, a quien aplaudió, primero en el rol de Medea y luego en un Don Quijote del que no han quedado trazas.
Se rumora que de su fascinación no sólo quedó un poema, sino que nació un idilio, aunque este debió interrumpirse bruscamente, pues en 1831 la Rubio escandalizó a los corrillos mexicanos al fugarse con un bailarín de la compañía. Felizmente, el poema de Heredia sobrevivió a la catástrofe:

Hija de la beldad, ninfa divina,
¿Cuál es el alma helada
Que al girar de tu planta delicada
No se embriaga en placer? La orquesta suena,
Y al compás de sus ecos presurosos,
De fl orida beldad y gracias llena
Te lanzas tú veloz
...1

Quizá el cubano hubiera leído la oda «La Danza» de Manuel José Quintana, pero lo esencial del texto era su auténtica emoción, no sólo por la belleza de la intérprete y sus facultades expresivas, sino porque había descubierto esa condición irrepetible del arte coreográfico que iba a obsesionar un siglo después a Paul Valery: el movimiento de un instante es negado por el que le sigue y después queda en el espectador sólo una especie de
aroma evanescente en la memoria.
Plasticidad y, a la vez, habilidad suma para captar el movimiento, son las cualidades esenciales del poema. En él ha sido desechado todo el resto del «coreodrama»; la visión del poeta se ha centrado en la solista y la sigue desde los primeros compases de la orquesta
para verla danzar en solitario. A la altura de la tercera estrofa, el elogio se ha convertido ya en una ferviente declaración amorosa:

Cuando serena
Vuelas girando, como el aura leve,
¡Cuál me arrebatas! Trémulo, suspenso,
Me embriaga la sonrisa
De tu rosada boca,
Que al dulce beso del amor provoca;
Y extático, embebido,
Cuando tiendes los brazos delicados,
Mostrando los tesoros de tu seno,
Mis infortunios, mi penar olvido;
Y en el soberbio techo estremecido
De aplauso universal retumba el trueno
.2

COMO UNA LITOGRAFÍA ROMÁNTICA
En enero de 1841 danzó en La Habana Fanny Elssler. Era la primera vez que una estrella de primera magnitud de la danza romántica visitaba la ciudad. El público, aunque no muy preparado para apreciar el género, quedó fascinado con la danzarina; no sólo abarrotó las funciones en el Teatro Tacón, sino que la colmó de agasajos. Aquella que triunfaba en La sílfide, vio en pocos días cómo los peluqueros de moda lanzaban un «peinado a lo sílfide»,
mientras que los pasteleros aderezaban sus creaciones de manera novedosa para homenajear a la estrella. Los jóvenes de la aristocracia local llegaron a desenganchar los caballos de su carruaje para conducirlo ellos mismos hasta la mansión del conde de Peñalver, en la calle Empedrado, donde ella se hospedaba.
Tal fue el suceso, que la bailarina regresó al año siguiente, para realizar una corta temporada en el Principal, a la que seguiría otra, en marzo, en el Tacón, donde no sólo repuso La sílfide, sino que llegó a bailar, en la función de despedida, un zapateo cubano que hizo el furor del público. Literalmente llovieron sobre la intérprete, además de flores y joyas, poemas de todo cariz; sin embargo, su huella más notable en la literatura cubana se debe a la pluma de José Jacinto Milanés (1814-1863).

 
 En enero de 1841 danzó en La Habana la bailarina austriaca Fanny Elssler (Viena, 1810 - 1844). Era la primera vez que una estrella de primera magnitud de la danza romántica visitaba la ciudad. El público habanero no sólo abarrotó las funciones del Teatro Tacón, sino que la colmó de agasajos.
Tal fue el suceso, que la bailarina regresó al año siguiente, para realizar una corta temporada en el Principal, a la que seguiría otra, en marzo, en el Tacón, donde no sólo repuso
La sílfide, sino que llegó a bailar, en la función de despedida, un zapateo cubano que hizo el furor del público.
El escritor matancero, aunque había visto representado, en la misma escena del Tacón, su drama El conde Alarcos en 1838, que desató una gran controversia más política que literaria, era ante todo un poeta lírico. La poética evanescente de La sílfide, los claroscuros del ballet romántico donde la danzarina debe mostrarse como una especie de espíritu desencarnado e inasible, fascinaron al joven vate. Dos poemas brotaron de su talante alucinado, uno de ellos, redactado originalmente en francés, demuestra que era más una especie de billete galante para la artista que un texto destinado al público. A lo largo de sus siete estrofas llama a Fanny «casta beldad», «ángel humano» y procura apresar la imagen fugaz de la intérprete en escena:

¡Oh! Para hacerte un canto se debe
ser bien honesto,
Fanny, sílfide amable con alas de zafiro,
mujer de bella mirada inocente,
ser majestuoso y ligero,
símbolo acariciador de un tierno
recuerdo
.3

Mucho más conseguido resulta el soneto «Fanny Elssler» con su sintética elocuencia y que resulta todavía más impresionante cuando sabemos que es uno de los últimos textos compuestos por el bardo, antes de sumergirse, al año siguiente, en las tinieblas de una enfermedad nerviosa que iba a acompañarlo hasta la muerte.
El poema es una muestra de esa ansia romántica de idealizar a la mujer y exaltar en ella lo que hay de espiritual y alejado de la prosa cotidiana:

Pues el que mora en la celeste altura,
alemana gentil, ángel humano,
dio tanta gracia a tu elocuente mano
y tal candor a tu mirada pura,
deja que la sorpresa y la ternura,
llenando a par mi corazón cubano,
eleven siempre hasta tu oído ufano
el himno del placer y la ventura.
¿Y qué diré de tu gallarda planta?
Que nunca oprime el suelo y nunca pisa;
que sólo vuela y que volando encanta.
¿Y qué diré de tu feliz sonrisa?
Que eres una ilusión cándida y santa
que en alas va de la amorosa brisa
.4

Quizá la estrella nunca supo de estos versos que el yumurino le dedicara. Casi dos décadas después, en 1861, otro poeta: Juan Clemente Zenea, publica en el segundo tomo de la Revista Habanera, un artículo, más bien extenso, que titula «Sobre el baile». El texto se propone nada menos que otorgar una jerarquía estética a la danza, considerada habitualmente por los teóricos como inferior a la música y a la literatura. Apoyado en las fuentes más diversas, desde la Biblia hasta la Estética de Hegel, el escritor bayamés procura hacer una apología de la danza, sobre todo de la escénica, apoyándose en algunos ejemplos notables del ballet de su tiempo, como El diablo cojuelo, coreografía de Jean Coralli, de cuya «Cachucha» había hecho la Elssler una creación exclusiva, así como el «ballet de las monjas» de la ópera Roberto el diablo, pieza imprescindible para la inauguración del romanticismo danzario que hizo triunfar a María Taglioni en la Gran Ópera parisina y que el cubano describe con admirable síntesis:
«Ahí tenéis esa alma en pena que sale a bailar la danza de la tentación en el tercer acto de Roberto el diablo: de cada una de las fosas de la abadía empiezan a salir las vírgenes y en medio de las ruinas, en la solemnidad de la noche, la imaginación se perturba, se da fe a la ficción y los concurrentes suelen pedir que se repita aquella escena tan alemana, tan poética, tan tristemente voluptuosa».5
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 Esta imagen integró la exposición «Alicia Alonso: una mujer, un sueño», de Alfredo Cannatello, inaugurada en el Palacio de Lombillo el 30 de octubre de 2006 por el Historiador de la Ciudad de La Habana. Pertenecientes también al artista italiano, quien autorizó generosamente su reproducción en Opus Habana, son las fotografías de las páginas 1, 2 y 3, las cuales fueron expuestas en la galería La Acacia desde el 21 de noviembre de 2004 como parte de su muestra personal «Figuraciones». Sendas exposiciones fueron dedicadas a las ediciones 20 y 19, respectivamente, del Festival Internacional de Ballet de La Habana.
El autor del trabajo no pasa por alto el rol de las leyendas europeas en la danza romántica, se detiene en la imagen de la sílfide «que se mece en el aire como si fuera hija de las brisas» evocada por el poeta romántico y libretista de ballet Charles Nodier, pero dedica un espacio muy especial a las wilis, «esas bailadoras del espacio» de las que quedara prendado Teophile Gautier.
Zenea seguramente presenció el estreno de la versión íntegra de Giselle en el Tacón por la compañía de los Raveles en 1849 o la reposición que, en ese mismo escenario, hiciera al año siguiente una compañía italiana encabezada por la danzarina Giovannina Ciocca. Mezcla a su gusto la imagen danzaria y sus múltiples lecturas para decirnos:
«Las Wilis, esas bailadoras del espacio, han dado origen a muchas baladas, a muchas elegías, a muchas leyendas de que todos los que aman la hermosa literatura alemana tienen amplias noticias. Los poetas del norte de Europa las han introducido en su lirismo patético:
Adam Mickiewicz, este Byron de la noble Polonia que un compatriota suyo ha traducido admirablemente al francés, nos hace ver a la Wili suspendida sobre las ondas, mojando sus pies en la espuma para dispersar luego las gotas brillantes del agua, mientras el cazador enamorado suspira desde las orillas; y Teófi lo Gautier, este maestro de la escuela de la melancolía que ha sido acusado algunas veces de sensualista, reproduciendo en parte esta imagen nos cuenta que las Wilis van al baile de medianoche con una túnica de claros de luna y brazaletes de perlas de rocío».6
Es una lástima que cuando este texto ve la luz, comienza en Francia la declinación del ballet romántico —que va a refugiarse entre los hielos de la lejana Rusia— y la escena cubana va a sentir los efectos: cada vez arriban menos compañías danzarias al puerto habanero y la ópera acapara la atención de los abonados al Tacón. El ballet romántico ha sido entre nosotros de una elocuente fugacidad.

EL PASO DEL CISNE
Entre 1915 y 1919, la gran bailarina rusa Anna Pavlova realizó tres temporadas en La Habana. Era la estrella indiscutible de esos tiempos, ante ella se inclinaba el público de toda Europa y su nombre se asociaba en las críticas con el colmo de la elegancia, la ligereza y la capacidad de evocación.
Desengañada del rumbo vanguardista que tomaba la estética de los Ballets Rusos de la mano de Diaghilev y Nijinski, ella forjó su propia compañía, para imponer su estrellato sin rivales, con obras tradicionales o creadas por encargo para su único lucimiento.
En la primera temporada, sentó sus reales en el Teatro Payret, aunque desde allí se desplazó hasta Cienfuegos y Matanzas. La prensa se deshizo en elogios de sus interpretaciones de piezas como La muerte del cisne, La mariposa y Bacanal de otoño. Los poetas quisieron dejar también su testimonio excepcional. Desde El Fígaro, la publicación cultural cubana más importante de la época, Federico Uhrbach (1873-1932) alzaba su panegírico en un tono que es todavía romántico:
«Cuando danzas, cuando vagas, cuando giras, ¿desciendes a la tierra o te elevas de ella? Nadie puede decirlo. Tu dominio es el aire. Tú misma eres el aire, porque, como el ambiente, transmites a las almas el perfume, la luz y la armonía. Desciendes a la tierra porque nos traes un poco de la gracia del cielo, de su impalpable encanto. Asciendes de la tierra porque la purificas e idealizas con tu arte que es idea y es pureza».7
Por su parte, otro poeta, mucho más joven, el camagüeyano Mariano Brull Caballero (1891-1956), escribió unas reflexiones desde las páginas del Heraldo de Cuba:
«Todo en ella es un ritmo imponderablemente exquisito, arrancado de las almas irreveladas de las cosas más bellas (…) Su cuerpo es la lira, la silenciosa lira que muestra el sentid, alto y perfecto, en acordes de tejidos de silencios: la música callada; la expresión más noble y excelsa de las cosas. (…) Su cuerpo rebosa cual ninguno el anhelo irresistible de la altura. Ha sido ángel o ave del cielo, y siente en su corazón la nostalgia perpetua de las alas. Si ha perdido en la tierra el don celeste del vuelo, conserva, sin embargo, la suprema gracia del arranque y la infinita ansia de los espacios sin límites».8
Pavlova retornó en 1917. En esta ocasión, se presentaría en el Teatro Nacional, heredero del antiguo Tacón, entre el 8 de febrero y el 3 de marzo, con Giselle, Coppelia, Las ondinas, una versión de Carmen y algunas piezas breves. Brull, uno de los fundadores de la vanguardia poética en Cuba, había publicado el año anterior su primer libro de versos: La casa del silencio. La maestría de la danzarina y la propia estética del ballet clásico que ella representaba iban a fascinarle de nuevo: apenas unas horas después de la función, entregaría a El Fígaro un poema en doce estrofas consagrado a la artista, que apareció el 11 de febrero de 1917.
Antes de componer su poema, Brull pudo haber presenciado dos funciones de la artista, la del 8 de febrero, que inició la temporada con Giselle, La Mariposa, Bacanal de otoño y otros divertimentos, y la del 10 de ese mismo mes, que tenía como obra principal a Coppelia y varias piezas breves, entre las que la estrella interpretaba una Escena de danza y Las ondinas.
El hiperbólico texto, muy influido por Darío, en el que el autor anuncia que con esta bailarina y su arte nace un nuevo paganismo, cuya fuerza es tal que en otro tiempo hubiera podido retardar el surgimiento del cristianismo, demuestra que quedó particularmente prendado por el desempeño de la bailarina en el pas de deux Bacanal de otoño, coreografía de Mijail Mordkin sobre música de Alexander Glazunov.
Brull cree descubrir la influencia helénica en la armonía de sus movimientos, y exclama, poseído de un entusiasmo poderosísimo:

Tú fuiste de la estirpe que al Olimpo blasona;
ungida por el óleo del antiguo esplendor
no ha olvidado tu mano el tirso, y la corona
es en tu frente ahora celeste resplandor (…)
Consagraste el racimo a tu dios, a Dionisos
en la fi esta sagrada del pagano esplendor;
te embriagaste de vida y animaste los frisos
con la fe de tu gracia y el poder de tu amor (…)
Hallarán en tu ser maravilloso y fuerte
La perfecta alegría y el no hallado candor
La voz irrevelada del amor y la muerte
El sentido profundo de la vida en dolor
.9

Por aquellos tiempos, estudiaba Derecho en la universidad habanera otro poeta, el guantanamero Regino Boti, quien años después, en 1926, fecha en que publica su volumen La torre del silencio, dedica un soneto eneasílabo a la bailarina. Si bien no es una de sus piezas más logradas, es llamativo cómo funde en él el recuerdo de algunas interpretaciones de la estrella como La libélula y La mariposa, con un lenguaje que tiene todavía algo de la impronta del Modernismo:

Su traje verde es la esperanza;
y con eretismos de rosa
por su amiga la mariposa
está del orto en acechanza (…)
Libélula que revoltea
como delusiva esmeralda
sobre el remanso del amor
.10

LA MIRADA SOBRE EL BALLET CUBANO
El ballet comienza a echar raíces en Cuba a partir de 1931, cuando la Sociedad Pro Arte Musical decide abrir una escuela de ballet que fue confiada al ruso Nicolás Yavorski, y que tendría su mejor momento a partir de 1941, bajo la dirección de Alberto Alonso. La fundación, en 1948, del Ballet Alicia Alonso propició no sólo la formación de un público, sino también acercó a los escritores de manera más estable al género.
Emilio Ballagas (1908-1954), quien había dictado en 1938, en el Lyceum habanero, la conferencia «Sergio Lifar, el hombre del espacio», en la cual la figura del insigne bailarín ruso es el pretexto para elaborar muy personales teorías sobre los vínculos entre la danza contemporánea y la poesía, es autor también del soneto «Bailarinas» que, aunque inspirado en una reproducción de Degas, se alimenta también de las presentaciones danzarias que el escritor gustaba de presenciar:

Pequeñas, leves…Creo en ellas!
No lo digáis. Las han cortado
y aún tienen savia las doncellas
y su perfume no ha expirado.
Desprendidas de las querellas
Que las cuerdas han suscitado
Así cansadas son más bellas
En paréntesis hechizado
.11

 
 El 13 de marzo de 1915, Anna Pavlova (San Petersburgo, 1882 - La Haya, 1931) debutó ante el público habanero. Bailó en el Teatro Payret, y días más tarde realizó funciones en escenarios de Cienfuegos y Matanzas. Contaba con sólo 33 años y era ya mundialmente reconocida cuando arribó a Cuba, donde estuvo dos semanas.
Dos años después, regresó a La Habana y se presentó, entre el 8 de febrero y el 3 de marzo de 1917, en el Teatro Nacional. Al año siguiente visitó por última vez la capital cubana, donde bailó —el 17 de diciembre— el ballet
La bella durmiente del bosque con rotundo éxito al igual que en las ocasiones anteriores.
Pocos recuerdan que en una fecha tan temprana como 1940, cuando Alicia recién comenzaba su carrera profesional en Estados Unidos y era apenas conocida en Cuba por el público de Pro Arte, Ángel Augier le dedicara sus sonetos En tu jardín solar de mar y viento, o que en 1948, recién fundado el Ballet Alicia Alonso, Carilda Oliver Labra forjara otro para ella que sólo se dio a conocer en público el 15 de noviembre de 1956, en el homenaje de desagravio que se ofreció en el Teatro Sauto a la gran intérprete con motivo de la suspensión de una subvención económica del gobierno de Batista, al no aceptar la sujeción de su compañía al Instituto Nacional de Cultura.
Sin embargo, a pesar de no ser un espectador asiduo de espectáculos danzarios, es José Lezama Lima (1910-1976) quien nos ha legado algunas de las páginas más memorables sobre el género escritas en el siglo XX cubano. La raíz de su fascinación debió venir de fuentes diversas: la lectura y meditación del diálogo poético-filosófico El alma y la danza de Paul Valery; su experiencia como espectador —más profunda que dilatada—, y su colaboración en un empeño coral: el ballet Forma, estrenado en el Teatro Auditorium el 18 de mayo de 1943, con coreografía de Alberto Alonso, sobre música de José Ardévol, en el que se integraba un poema escrito especialmente por el autor de Muerte de Narciso, y que en las voces de la Coral de La Habana, dirigida por María Muñoz, pasaba alternativamente de las inflexiones gregorianas a las grandes estructuras polifónicas. Allí Alicia Alonso encarnaba el enigmático rol de «La Otra».
Asombrado asistirá Lezama en 1948 a la fundación de la primera compañía profesional de ballet cubana. Su raíz habanera tuvo que ser sugestionada por aquella función nocturna en la Plaza de la Catedral. En sus «Sucesivas o Coordenadas habaneras», publicadas entre 1949 y 1950 en el Diario de la Marina y luego recogidas en Tratados en La Habana, por dos veces se refi ere al ballet. En la número 67 comenta la temporada del Markova-Dolin Ensemble en el Teatro Auditorium en 1950, con singular sabiduría que prescinde de tecnicismos para buscar una especie de filosofía de la danza:
«Alicia Marcova hubiera colmado el sentido de la danza de Degas, ya que en ella el desarrollo melódico está valorado y reducido en funciones de un desarrollo lineal. Pudiera ofrecer casi lo que en un tiempo se consideraba prueba de las nueve musas en la danza, prescindir de todo acompañamiento y apoyatura. Pero en ese casi ligero y profundo está su salvación, pues en ella la levedad no procura borrarse con el tiempo, su depuración, la muestra de su temperamento en lucha con la disciplina avasalladora de Diaghilew, se muestra como un casi entre la línea y el nacimiento del sonido».12
Más notable todavía es la página dedicada a Alicia Alonso, donde destaca el aporte de la artista a una poética mayor:
«No había entre nosotros la tradición de la danza, ni la del ritmo elemental en las ceremonias de la invocación o de lo genesíaco. Pero Alicia Alonso se adelanta en la posesión de muchas tradiciones, allí donde la danza era cultura, un ejercicio de gracia y de números para apresar la llama y el instante (...).
»Una bailarina como Alicia Alonso nos comprueba que existen entre nosotros miríadas de irisaciones y presagios que pueden tener momentáneamente una evidencia, alcanzando forma y esplendor al ser danzados».13
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 Pero un pequeño giro innecesario
Hacia un lado o hacia otro
—Ni qué decir un manotazo—,
Y adiós belleza, adiós sabiduría,
Adiós esperanza,
Adiós.
En agosto de 1973, en plena madurez creadora, el escritor decide sumarse a los homenajes por los veinticinco años del Ballet Nacional y redacta «Fiesta de Alicia Alonso», mezcla de ensayo, poema, narración, suma de sus concepciones sobre el baile. Comienza por situar a la danzarina entre lo inaugural y el futuro, pues «se aúnan en ella la fundación y los secretos que le ha ido entregando el reto del devenir». Gracias a esto, la artista puede convertir la historia inmediata en «historia ideal» y asumir una poética donde las «eras imaginarias» se nutren de soterradas conexiones, lo que permite descifrar un hecho cultural a través de otro: «Si ella baila una obra del siglo XVIII nos está resolviendo vitrales de Amelia Peláez. Cuando nos entrega una obra de raíz dionisíaca de Stravinski, nos parece oír algunas de las grandes oraciones de la tradición revolucionaria».14
En la segunda parte del texto, Alicia se integra a la fundación mítica de la Isla, que sucede en torno al Castillo de la Fuerza:
«Estamos una vez más frente al Castillo de la Fuerza, que sigue siendo para nosotros el centro de la imantación de La Habana. En torno del Castillo había como una romería. Por todas partes danzas, canastas llenas de frutas. Era una fiesta nupcial. Porcallo de Figueroa había llegado para celebrar el encuentro de Hernando de Soto con su esposa».15
En los festejos, la naturaleza de Cuba se mezcla con los encuentros eróticos en los que se produce una fusión de las razas. Después del ritual, hay una alborada, el ballet se manifiesta como armonía y síntesis de lo cubano:
«Se abrió una ventana y apareció alguien más preciso que un fantasma y tan dueño de los dominios de su extensión como una imagen. Saludó con un guante de piedra que parecía extraído de las arenas. Las canastas con las frutas habían desaparecido. Se inauguraba el amanecer. Todos los hechizos sombríos habían sido vencidos, Alicia Alonso había comenzado a bailar a los pies del Castillo. El rosicler salta en curvas».16
Este pasaje, con ciertas variaciones, será incorporado más tarde al capítulo décimo de su novela inconclusa Oppiano Licario. Si en Paradiso el destino de una familia cubana se entrelaza misteriosamente con el de Diaghilev, en esta otra novela, aunque no se cita su nombre, Alicia está asimilada al metafórico nacimiento de nuestra imagen.
Por esa misma fecha, la poetisa Fina García Marruz escribía «Alicia Alonso en el país de la danza». Con aparente inocencia, confiesa allí:
«He visto danzar nada más que unas pocas veces en toda mi vida (descuento la destreza de los muchos), y de ellas una fue a un humilde mimo de nuestra farándula. Su baile mínimo, con prodigios de invención y gracia, duraba segundos, y cada movimiento era irrepetible. La atención más aguzada no podía precisar qué hacía, el raro arabesco de su dibujo en el mosaico, la rápida sátira de sus risueños pasillos. Parecía un baile inventado por una abeja, por un zunzún. Aquello era una esencia nuestra».17
Marcada por este mismo sentido del baile, su mirada hacia Alicia no es para resaltar las proezas intrincadas de su pericia en el baile clásico, sino para comprobar la plasticidad de su perfil, puesto que «también con él se baila» o para vincular la escuela que ella ha creado con lo mejor de una tradición poética que incluye a Zenea, a Luisa Pérez y también a Martí: «Viendo a Alicia penetrar en su país de la danza recordamos estas martianas leyes de la analogía y el equilibrio y recordamos también la égloga cubana ».18 Y con un giro lleno de elegancia, se apropia la escritora para sí del «acento flotante», de la ligereza de pies, de la lentitud de las vueltas y del dúo como íntima conversación que son los rasgos más visibles
de nuestra escuela de ballet.
 
 Esta fotografía de Alicia Alonso corresponde al primer acto de Giselle, en el homenaje que le rindiera el American Ballet Theatre, en el Metropolitan Opera House de Nueva York. En esa ocasión, Alicia reapareció 17 años después de su última actuación interpretando el personaje de Giselle con el American Ballet Theatre. La foto fue tomada por Martha Swope.
Muchas veces la relación de los poetas con el ballet ha ido mucho más allá, hasta la colaboración directa con ciertos proyectos coreográficos: en 1977 el coreógrafo Alberto Méndez tomó un fragmento del poema «Canción para extraña flor» de la propia Fina, como
punto de partida para un pas de deux con música de Scriabin que Alicia estrenaría en el Auditorium Gaillard de Charleston, durante el Festival de Spoletto. Aquel montaje dejaría su resonancia no sólo en un gouache de Mariano Rodríguez sino en una página de Cleva Solís titulada «Nacimiento de la desamparada flor».
No hay que olvidar el sugestivo texto que Eliseo Diego escribiera en 1974 para el programa del estreno de la versión cubana de La bella durmiente del bosque en 1974, ni la colaboración que prestara Pablo Armando Fernández en la adaptación de la novela Cumbres borrascosas para el ballet homónimo de Alberto Alonso, estrenado el 2 de noviembre de 1982 en el Gran Teatro de La Habana, con Alicia Alonso en el rol de Katy, obra memorable bajo muchos conceptos de la que apenas nos quedan unas fotos nostálgicas.

A GUISA DE CODA
Un inventario de versos o páginas de buena prosa dedicadas al ballet en la cultura cubana nos remitiría a autores tan diversos como Gastón Baquero, Octavio Smith, Cintio Vitier, César López, Nancy Morejón, Raúl Hernández Novás... No podemos, sin embargo, sustraernos a cerrar estas páginas con un breve —e irónico— poema de Roberto Fernández
Retamar, «Ante la belleza», incluido en su cuaderno Que veremos arder, que parte de las ya legendarias presentaciones de la compañía de Maurice Béjart en La Habana de los 60:

Esta noche de octubre, el Ballet del Siglo XX
Gira con tanta gracia, con tanta sabiduría,
Con inocencia tanta,
Que uno no puede menos
Que sentirse consternado
Ante la fragilidad de la belleza:
Esta muchacha está casi perfecta
Así,
Ahora:
Pero un pequeño giro innecesario
Hacia un lado o hacia otro
—Ni qué decir un manotazo—,
Y adiós belleza, adiós sabiduría,
Adiós esperanza,
Adiós
.19



1 José María Heredia: «A la señora María Pautret». En Obra Poética, edición crítica de Ángel Augier. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993, p. 85.


2 Ídem.


3 José Jacinto Milanés: «A la misma». El original en francés puede consultarse en Obras completas. Biblioteca Básica de Autores Cubanos, Consejo Nacional de Cultura, tomo II, 1963, p. 340. La traducción literal que citamos es de Salvador Arias y puede localizarse en la revista Cuba en el ballet, segunda época, vol I, no. 3, julio-septiembre, 1982, p. 34.


4 _________________: «Fanny Elssler». En Obras completas, edición y tomo citados, p. 340.


5 Juan Clemente Zenea: «Sobre el baile». En Revista Habanera, tomo II, 1861, pp. 17-27. Puede localizarse un amplio fragmento de este texto en Cuba en el ballet, vol. 5, no. 4,
octubre-diciembre, 1986, pp. 26-31.


6 Ídem.


7 Federico Uhrbach: «Anna Pavlova, la maravillosa bailarina rusa que actúa en el Teatro Payret». En El Fígaro XXXI (11), 14 de marzo de 1915, p. 155. Se cita aquí por Francisco Rey: Anna Pavlova en Cuba. Ediciones Cuba en el ballet, 1996, p. 5.


8 Mariano Brull: «Anna Pavlowa». En Heraldo de Cuba, 18 de marzo de 1915, p. 12. Se cita aquí por Francisco Rey: Anna Pavlova en Cuba, p. 5.


9 ____________: «Anna Pavlowa». En Poesía. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, pp. 79-80.
10 Regino Boti: «Anna Pavlova (Bailarina)». En Cuba en el ballet, vol. 2, no.1, enero-marzo, 1983, p. 39.


11 Emilio Ballagas: «Bailarinas». En Obra poética. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984, p. 193.
12 José Lezama Lima: «Coordenada 67». En Tratados en La Habana. Universidad Central de Las Villas, Departamento de Relaciones Culturales, 1958, p. 293.


13 _________________: «Coordenada 43». En Tratados en La Habana, p. 266.


14 _________________:«Fiesta de Alicia Alonso». En Imagen y posibilidad. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992, p. 118.


15 Ibíd, p. 120.


16 Ibíd, p. 122.


17 Fina García Marruz: «Alicia Alonso en el país de la danza». En Hablar de la poesía. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986, p. 26.


18 Ibíd, p 430.


19 Roberto Fernández Retamar: «Ante la belleza». En Versos. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1999, p. 127.

Roberto Méndez
Doctor en Arte, escritor. Miembro correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua

Fotos: Alfredo Cannatello 

Tomado de Opus Habana, Vol. XI, no. 1, julio-octubre de 2007,  pp. 4-15.

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