Demasiado frágiles para soportar el golpe de la desidia, aún así los vitrales cubanos han trascendido por su variedad y colorido, como imágenes obtenidas en un calidoscopio de piedras rojas, azules, verdes, amarillas…
Al decir de Alejo Carpentier, los vitrales son como «un enorme abanico de cristales abierto sobre la puerta interior, el patio, el vestíbulo...».
Para inventariarlos habría que recorrer la ciudad envejecida y adentrarse en los antiguos caserones coloniales, muchos ya desaparecidos al convertirse en ciudades y cuarterías. Por lo que el buscador de vitrales debe prepararse para encontrar espacio vacío donde antes existía —al decir de Alejo Carpentier— un «enorme abanico de cristales abierto sobre la puerta interior, el patio, el vestíbulo…»
Principalmente en la arquitectura civil y doméstica, el patio central es el núcleo generador de la organización espacial y, como inseparable complemento, surge el más significativo de todos los vitrales cubanos, llamado «mediopunto» porque se inserta en el arco del mismo nombre o semicircunferencia. También los hay de tipo carpanel o media elipse, agudo u ojiva, arábigo o herradura… en correspondencia con el tipo de curvatura.
Y cuando en su perímetro dominan las líneas rectas formando ya sea un cuadrado, un rectángulo, o hasta un arco escarzano… suele denominársele comúnmente «luceta», una derivación de la palabra «luces» que autores como Anita Arroyo (Las artes industriales en Cuba, 1943) y Yolanda Aguirre (Vidriería cubana, 1971) emplean de manera genética para clasificar toda vidriería coloreada, a la cual también pertenecen por añadidura los óculos y las mamparas.
Nadie sabe a ciencia cierta de dónde llegaron a Cuba los vitrales; aunque todo hace apuntar hacia el mar Mediterráneo, ya que en el sur de Italia y España abunda la armazón en bellotes —madera ranurada— que empleaba la vidriería colonial cubana para sus montajes, en contraste con la estructura de plomo utilizada en el norte de aquellos mismos países, y en Francia e Inglaterra, desde los tiempos del vitralismo gótico (entre los siglos XII y XVI).
Tampoco hay referencias rotundas sobre el oficio de envitralar, por lo que esa labor artesanal se asocia lógicamente con alarifes y carpinteros que, provenientes de ultramar, trasladaron sus conocimientos a los ayudantes y aprendices criollos.
Sucedía que el vidrio coloreado era importado a la Isla. El vidriero se especializaba en cortarlo y esmerilarlo, mientras que el carpintero se ocupaba de embellotarlo según el diseño del vitral acordado por ellos, por el arquitecto, el maestro de obra o el dueño de la casa que engalanaban.
En todo caso, hay evidencias de que los vitrales aparecieron en Cuba a partir del siglo XVIII, alcanzaron su apogeo en la tercera década del XIX y comenzaron a decaer durante los primeros diez años de la próxima centuria.
Su florecimiento acontece cuando, paralelamente al desarrollo de nuevas fuentes económicas (caña de azúcar, tabaco, café) y el libre comercio, se consolida una poderosa clase criolla, patrocinadora de las artes y las construcciones.
En La Habana se crean nuevos espacios urbanos —plazas— como puntos focales de esta nueva clase en la trama urbanística de intramuros, y la ciudad va enriqueciendo su fisonomía a medida que se construyen amplios paseos y alamedas.
Incorporados a la arquitectura como elemento interpuesto entre el sol y los espacios cubiertos, los vitrales descollaron como solución constructiva ideal para las condiciones del trópico húmedo, pues no sólo permiten tamizar la fuerte luz solar, aprovechándola de paso con un sentimiento artístico, sino que sirven para detener el viento y la lluvia en época de tormentas.
En las fachadas de los edificios, las lucetas rectangulares ayudaban a disminuir la altura de las puertas a los balcones, las cuales resultan —por tanto— más ligeras. Por lo general se disponían dos hileras de puertas: la apersianada, que asoma directamente a la calle y tiene las lucetas en la parte superior, y la que le sigue detrás, con hojas de madera más largas, que cierran el vano en su totalidad.
Esa doble carpintería desaparece cuando se trata de los mediospuntos instalados en las «loggias» al exterior (Palacio del Conde Jaruco, Plaza Vieja) y en las galerías alrededor del patio central (Palacio del Segundo Cabo; Palacio del Marqués de Aguas Claras, hoy, restaurante El Patio; Casa de Santiago Burnham, actual Casa Simón Bolívar…). Aquí los vitrales cierran los arcos y, debajo de cada cual, sólo hay puertas o ventanas con persianas. Generalmente, en las construcciones de una sola planta, se ubican entre las columnas de las galerías que bordean el patio, mientras que en las dos plantas, aparecen en el piso superior, nunca en planta baja, excepto en el arco del zaguán del patio.
Al coincidir el reflejo de varios mediopuntos aledaños, suele producirse un curioso efecto sobre el piso y las paredes de esas galerías. Depende del ángulo de incidencia solar, para que las imágenes se superpongan y creen un nuevo vitral, fantasmagórico, que cambia lentamente su forma con el decursar del día.
Atendiendo a ese vidrio virtual, puede pulsarse el estado de ánimo de la jornada. Cuando el cielo se nubla, languidece el espectro hasta desaparecer, y entonces predomina la forma de los mediopuntos reales sobre las prolongaciones de sus colores. Por instantes el día se deprime, pero enseguida que resurge el sol, se activan los vidrios polícromos y sus reflejos vuelven a figurar la imagen sobre el piso, aunque ya es otra, inevitablemente.Con esa caótica sencillez parecen haberse diseñado los vitrales cubanos, en los cuales predominan las soluciones geométricas en función del colorido: secciones curvas que se interceptan formando abanicos desplegados, aspas de molino, soles irradiantes… hasta llegar, después de pasar por una etapa floral sencilla, a verdaderos encajes vegetales. Motivos que se resisten a una clasificación estricta y que, no por repetitivos dejan de ser diferentes.
Al respecto opinó Carpentier, también en su ensayo La ciudad de las columnas: «La construcción plana, de cristales traspasados por un sol mitigado, amaestrado, es de composición abstracta antes de que alguien pensara en alguna posibilidad de abstraccionismo sistemático».
Salvo raras excepciones, así es. Como si los carpinteros de antaño se hubieran guiado por las imágenes obtenidas al azar por un calidoscopio de piezas rojas, azules, verdes, amarillas… Un inmenso calidoscopio de la arquitectura colonial cubana que, según la ley de las probabilidades, puede tardar miles de años en repetir la misma figura.
Principalmente en la arquitectura civil y doméstica, el patio central es el núcleo generador de la organización espacial y, como inseparable complemento, surge el más significativo de todos los vitrales cubanos, llamado «mediopunto» porque se inserta en el arco del mismo nombre o semicircunferencia. También los hay de tipo carpanel o media elipse, agudo u ojiva, arábigo o herradura… en correspondencia con el tipo de curvatura.
Y cuando en su perímetro dominan las líneas rectas formando ya sea un cuadrado, un rectángulo, o hasta un arco escarzano… suele denominársele comúnmente «luceta», una derivación de la palabra «luces» que autores como Anita Arroyo (Las artes industriales en Cuba, 1943) y Yolanda Aguirre (Vidriería cubana, 1971) emplean de manera genética para clasificar toda vidriería coloreada, a la cual también pertenecen por añadidura los óculos y las mamparas.
Nadie sabe a ciencia cierta de dónde llegaron a Cuba los vitrales; aunque todo hace apuntar hacia el mar Mediterráneo, ya que en el sur de Italia y España abunda la armazón en bellotes —madera ranurada— que empleaba la vidriería colonial cubana para sus montajes, en contraste con la estructura de plomo utilizada en el norte de aquellos mismos países, y en Francia e Inglaterra, desde los tiempos del vitralismo gótico (entre los siglos XII y XVI).
Tampoco hay referencias rotundas sobre el oficio de envitralar, por lo que esa labor artesanal se asocia lógicamente con alarifes y carpinteros que, provenientes de ultramar, trasladaron sus conocimientos a los ayudantes y aprendices criollos.
Sucedía que el vidrio coloreado era importado a la Isla. El vidriero se especializaba en cortarlo y esmerilarlo, mientras que el carpintero se ocupaba de embellotarlo según el diseño del vitral acordado por ellos, por el arquitecto, el maestro de obra o el dueño de la casa que engalanaban.
En todo caso, hay evidencias de que los vitrales aparecieron en Cuba a partir del siglo XVIII, alcanzaron su apogeo en la tercera década del XIX y comenzaron a decaer durante los primeros diez años de la próxima centuria.
Su florecimiento acontece cuando, paralelamente al desarrollo de nuevas fuentes económicas (caña de azúcar, tabaco, café) y el libre comercio, se consolida una poderosa clase criolla, patrocinadora de las artes y las construcciones.
En La Habana se crean nuevos espacios urbanos —plazas— como puntos focales de esta nueva clase en la trama urbanística de intramuros, y la ciudad va enriqueciendo su fisonomía a medida que se construyen amplios paseos y alamedas.
Incorporados a la arquitectura como elemento interpuesto entre el sol y los espacios cubiertos, los vitrales descollaron como solución constructiva ideal para las condiciones del trópico húmedo, pues no sólo permiten tamizar la fuerte luz solar, aprovechándola de paso con un sentimiento artístico, sino que sirven para detener el viento y la lluvia en época de tormentas.
En las fachadas de los edificios, las lucetas rectangulares ayudaban a disminuir la altura de las puertas a los balcones, las cuales resultan —por tanto— más ligeras. Por lo general se disponían dos hileras de puertas: la apersianada, que asoma directamente a la calle y tiene las lucetas en la parte superior, y la que le sigue detrás, con hojas de madera más largas, que cierran el vano en su totalidad.
Esa doble carpintería desaparece cuando se trata de los mediospuntos instalados en las «loggias» al exterior (Palacio del Conde Jaruco, Plaza Vieja) y en las galerías alrededor del patio central (Palacio del Segundo Cabo; Palacio del Marqués de Aguas Claras, hoy, restaurante El Patio; Casa de Santiago Burnham, actual Casa Simón Bolívar…). Aquí los vitrales cierran los arcos y, debajo de cada cual, sólo hay puertas o ventanas con persianas. Generalmente, en las construcciones de una sola planta, se ubican entre las columnas de las galerías que bordean el patio, mientras que en las dos plantas, aparecen en el piso superior, nunca en planta baja, excepto en el arco del zaguán del patio.
Al coincidir el reflejo de varios mediopuntos aledaños, suele producirse un curioso efecto sobre el piso y las paredes de esas galerías. Depende del ángulo de incidencia solar, para que las imágenes se superpongan y creen un nuevo vitral, fantasmagórico, que cambia lentamente su forma con el decursar del día.
Atendiendo a ese vidrio virtual, puede pulsarse el estado de ánimo de la jornada. Cuando el cielo se nubla, languidece el espectro hasta desaparecer, y entonces predomina la forma de los mediopuntos reales sobre las prolongaciones de sus colores. Por instantes el día se deprime, pero enseguida que resurge el sol, se activan los vidrios polícromos y sus reflejos vuelven a figurar la imagen sobre el piso, aunque ya es otra, inevitablemente.Con esa caótica sencillez parecen haberse diseñado los vitrales cubanos, en los cuales predominan las soluciones geométricas en función del colorido: secciones curvas que se interceptan formando abanicos desplegados, aspas de molino, soles irradiantes… hasta llegar, después de pasar por una etapa floral sencilla, a verdaderos encajes vegetales. Motivos que se resisten a una clasificación estricta y que, no por repetitivos dejan de ser diferentes.
Al respecto opinó Carpentier, también en su ensayo La ciudad de las columnas: «La construcción plana, de cristales traspasados por un sol mitigado, amaestrado, es de composición abstracta antes de que alguien pensara en alguna posibilidad de abstraccionismo sistemático».
Salvo raras excepciones, así es. Como si los carpinteros de antaño se hubieran guiado por las imágenes obtenidas al azar por un calidoscopio de piezas rojas, azules, verdes, amarillas… Un inmenso calidoscopio de la arquitectura colonial cubana que, según la ley de las probabilidades, puede tardar miles de años en repetir la misma figura.