Entretejiendo juicios y recuerdos, Fina García Marruz rescata el universo poético de Ángel Gaztelu, cubano de raíz navarra que perticipó en la gesta literaria de Orígenes gracias a la amistad que surgió entre él y José Lezama Lima.
Esta evocación desborada la personalidad elegida, y se convierte en testimonio de una etapa fecunda para las letras hispanas: la del grupo Orígenes y su revista homónima, publicada en La Habana entre 1944 y 1956.

 «Su viva lluvia de oro, cuánto aroma. Cuánto, por el jardín, placer concreto».

Por los mosaicos multicolores del Prado, caminan dos jóvenes apenas salidos de la adolescencia. El que parece mayor de los dos -el rostro grave y altivo, la boca que vuelve displicente el respirar difícil del asmático- dice algo al menor, que lo sigue, las mejillas todavía rojas de recienvenido de Puente la Reina, el poblado vasco de bello puente romano. Estudiante del Seminario, se ha mostrado ya amante de las buenas letras, muy gustador de las andanadas de Espronceda y de Núñez de Arce que, como única poesía permitida, le aconsejan sus superiores eclesiásticos.
-Pero no, Ángel, eso no es poesía, eso no tiene nada que ver con la poesía. Poesía es «Granada tiene una torre/ con unos arqueros finos…»

Al terminar la frase, ya la falta de aire entrándole a los pulmones lo obliga a una entonación anhelante, intermitente, que parece dar a sus afirmaciones un final aire interrogativo.

-No, no, Ángel, fíjate: unos flecheros finos , eso no te los vas a encontrar en las largas descripciones de Granada. Pescar un fragmento, y darnos toda la esbeltez de un estilo. (¿Sigue hablando o ya sueña?) Es la saeta andaluza que, más que apuntara un blanco, precisa un horizonte. Algo que no significa, sino que es…. Como dice un poeta que quiero que leas: «Es la imagen que engendra el sucedido, la novela…»

El menor entiende mejor lo que apenas entrevé: reconstruye, descifra. Los dos jóvenes se pierden por el largo paseo presidido por los leones de bronce verde del Prado -que enciende ahora la luz del mediodía mejor que los enormes faroles-, dejando atrás a las parejas de patinadores que aprovechan la lisura de las losas para mejor deslizamiento. Dejan atrás la doble hilera de casonas del Prado, en cuyos portales los contertulios del amplio Casino Español juegan al ajedrez. Doblan ahora por las estrechas calles laterales que conducen a la casa de Trocadero, de breves y graciosas columnas salomónicas, donde vive el mayor con su madre y hermana, y se adentran en la salita con humedad de gruta marina, donde quiere mostrarle al menor unos versos que acaba de sacar de lo oscuro a la luz: «dulce verano de pinta y festoneo».
Y ahora el seminarista ha sido ordenadosacerdote, y debe ir al homenaje que rinde la Iglesia al recién nombrado Cardenal, de perfil florentino, al que no le unen demasiadas simpatías, acaso por los viejos recelos que ha despertado en sus superiores desde los tiempos en que escapaba para asistir a una lectura de Juan Ramón Jiménez, regustar un poema hermético, o asistir a un concierto, no siempre sacro ni de villancicos.
Sólo sé que, afortunadamente para él y para nosotros y para la poesía, sería destinado a Bauta, el pulcro poblado a media hora de La Habana, lo que permitió que la misma voz romana que entonara el día de su consagración su robusto «Siento ahora golpes de agua en mi frente», o tradujera con unción a Lactancio Firmiano, escribiera ahora allí «Tarde de pueblos», sin duda, uno de los textos en que con más nitidez y transparente luz cubana, aparece la inocencia dibujada de nuestro paisaje.
Nuestros dos amigos caminan de nuevo juntos. Están en esa edad en que se aprende hasta dormido, y la fachada de la Catedral dialoga con el mar, que nos entra -más que por la mirada- por el lejano rumor. «Pífanos, epifanías», «Caracol del oído»… Habana de aquellos años.


-Julián, Julián…, repite ansioso el recienordenado sacerdote, despertando a nuestro joven músico a medianoche, a fuertes trancazos vascos en la puerta:
-¿Qué quiere, padre?
-Dime, por Dios, cómo es el rabel, que me ha entrado la duda de si es un instrumento de cuerdas o de viento…
-Pero, Padre, por Dios, a estas horas, ¿qué puede importarnos que sea vihuela de ángeles o trompeta del Juicio?, ¿a qué esa urgencia?
-Es que lo acabo de nombrar en un soneto, que dice: «Como rabel que de afinado suena/ al menor y sutil tacto del viento».


El Padre repite la nitidez redonda de cada sílaba, con delectación romana. Julián nos lo cuenta después, con risa tierna, que envuelve en intermitentes sacudidas. Pues muy bien que ejercita ya el Padre las tempranas escalas aprendidas.


 Muy pronto empezaría a trabajar la forma a gusto del exigente amigo, de modo eso sí acorde con su innato y robusto clasicismo: una sonoridad casi rubendariana, gustosa de volcarse en la imagen: cisne, sinsonte, caracol, ya del todo ganados por nuestras brisas isleñas, tan amigas de congregar, por las que Garcilaso y Gil Vicente se dan la mano, y su Fray Luis hace amistad con nuestro Martí, mientras los gallos de Mariano y los vitrales de Portocarrero son igualmente gustados, entre un vinillo de marca ofrecido a los amigos y la lectura de una traducción de Pico de la Mirandola. El que nos dijo que al caer las escamas de los ojos del De Tarso, se hizo posible recibir sin culpa las gracias paganas, debió traducir con júbilo este verso que puede ser su divisa: «Venza la gracia a la culpa», lo que lo aleja de cierta modernidad que gusta de recrearse en ella, con olvido de más nutricias fuentes: «Oh amor, oh piedad, tan ignorada de nuestros siglos».
Bien diría Lezama, en su prólogo a Gradual de Laudes: «Conténtase La Habana defendida por el Padre Gaztelu», para enseguida complementar la primera impresión que daba su saludable fortaleza navarra con este toque maestro: «Ligero palpable, la luz lo amiga». Porque hay una ligereza distinta, que sólo alcanza el fuerte, y que es la que sorprende en algunos aireados tapices de Goya. La luz es allí lo que amista, no la sangre. Una sonoridad, entonces, que no es sólo la que canta en la boca sino la que se palpa con la luz, de la que Lezama nos dejara la «definición mejor»: La luz, ese único animal visible de lo invisible.
Él nos da la clave de la penetración poética de un mundo en que ella gobierna desde el relieve de un cáliz a la capitular de un Libro de Horas. Más que señalarle influencias, nombra esencias. Más que enumerar riesgos posibles, se detiene en los pasajes en que aquellos son vencidos. Momentos en que su verso logra evadir los peligros de una educación demasiado clásica, para volver su sonoridad regalo del oído, vertimiento en esa luz que abre las vocales iluminadas del gregoriano para verterse en el coro de los creyentes. Muy sensible tenía que ser Lezama, tan gustoso de los dones de la evaporación, de esa calidad distinta del sonido que lo hace, a propósito de nuestro barroco y el de Góngora, distinguir en nuestros clásicos lo que llama «una fascinación amortiguada», que es la del raelenti de «Tarde de pueblo». Tenía que gustar ese paso del barroco de su décima, casi táctil, de lo visible a lo invisible, que le hizo gustar tanto de esos personajes de Lernet Holenia, que pasaban de la vida a la muerte casi sin advertirlo, en una cabalgada de gloria.
Gaztelu no pudo librarse, en su primer acercamiento a lo cubano, de la fascinación que en su momento tuvo la metáfora del romance lorquiano, que había tocado el primer Lezama, anterior al Narciso, y de la que éste sí pudo librarse, porque la «rauda cetrería de metáforas» que aquel mismo le señalara, partía de una búsqueda, iba hacia la imagen «con decisión de epístola», mientras que el Padre partía de un centro ya hallado, al que la metáfora podía enriquecer, pero no servir de heraldo de otro encuentro. Los estambres oro de su «Siesta», su anticipadora «Miraba la noche el alma…» deben tanto ya al romancero anónimo español como al Martí de «De noche, a la luz del alma…» Entre el «neblí» y el «cantar de amigo», se acerca a la elegía de la niña guatemalteca, al desvelo de los héroes, a esa «noche clara» suya, ya levemente tocada por nuestra luz. Pero será a partir de Espuela de plata que daría inicio a sus textos mayores, el de su consagración sacerdotal («Ciento ahora golpes de agua…») y a su ya inequívoca «Tarde de pueblo». Al reunir todos sus poemas bajo el venturoso título de Gradual de Laudes, logró dar al estatismo metafórico de sus primeros poemas un diferente sentido ascensional, de impulso hacia una unidad, con la maestría con que gradúa los tonos altos y bajos un director de coros.
Pero acaso el soneto escultórico del Padre, aún «organero» de los cuatro elementos, vuelto aire o llama nuestros, mantenía sus dominados timbres, sin la necesidad de avanzar, metamorfoseándose, de los sonetos «infieles» de Lezama, que tenían que quedar a salvo, como él decía, del «ladrido de los perros en la orilla». Más cerca de la transfiguración cristiana que de las metamorfosis griegas, y de los misterios gozosos y gloriosos que de los misterios del dolor, lo del Padre era otra cosa. Era más que un antirromanticismo, un prerromanticismo diferente, aliado al que en Heredia hace olvidar su procedencia neoclásica. Ello lo puso casi a las puertas de esa suavidad hecha de «vagas transparencias» ya del todo cubana. Lezama vería su poesía más allá de su robusta entonación y de sus propios símbolos, vocada a la transustanciación y a la resurrección en un cuerpo glorioso. Misterios que el Padre creía por seguros, tanto como Lezama por imposibles.
Ello no deja de ser una profética anticipación en obra poética tan breve y gustosa como enemiga de reiterarse, al cabo ganada por los oficios del silencio, revoloteando como abejas por sus «Tiempos del Jardín», hasta posarse, fruitiva, en el esbelto, pulcro horizonte de palmas de su «Tarde de pueblo», con cubanía que mereció ser comparada por Lezama con esos ocasos nuestros pintados en tinajas lapizlázuli.


Ha dicho Gastón, en una entrevista, que no recuerda que se reuniera nunca el grupo Orígenes. Pero fue sólo que él no asistía ya a nuestras reuniones: estamos incluso retratados juntos en una de ellas, no en Bauta esa única vez, sino en la casa de un político conocido suyo, quien quiso prestársela por una noche para poder celebrar, los que vivían en barrios distantes, el premio reciente que había recibido García Vega por sus Espirales del cuje. A punto de retirarse el dueño, dijo al Padre para congraciarse: «Sabe, Padre, yo fui monaguillo…», no mereciendo otra respuesta de su candor que la de oírle silabear con su clara dicción: «Si quieres un hijo pillo, mételo a monaguillo», refrán que resultó pórtico suficiente para que se escabullera como una ardilla hacia donde sus ocurrencias fueran mejor celebradas.
Pues sí, Gastón, Orígenes se reunió muchas veces en Bauta, a donde fuimos con Florit, con Roberto Fernández Retamar recién casado y otros fraternos poetas a ver la iglesia del Padre, con los murales que para ella le hicieron Porto y Mariano, o a ver la capilla baracoana, de bellos vitrales, al fondo de su iglesia, en la que Florisel recibía las andanadas de protestas del Padre por su habitual presteza en no entenderle el menor encargo, o el sencillo comedor al que se acercaban con cariño robustas mujeres de pueblo para ayudar a la mesa u obsequiar algún plato. Allí fue que grabarían Julián, Lezama y el propio Gastón, unos poemas de mis Miradas perdidas para regalármelos, por sorpresa, en mi cumpleaños, y que oímos después en casa de nuestro entrañable Julián: «el Palacio Orbón» como llamaba hiperbólicamente Lezama a aquel palacio que sólo lo fue de nuestra dicha y que estaba en los altos vedadenses de la casa de pieles de Madame Rosel.
En él oímos una noche entonar al Padre y a Lezama una de las siete canciones de Falla: «Hoy me despido de ti, de tu casa y tu ventana», cuando aún no sabíamos de despedidas; las arrebatadas versiones del Retablo de Maese Pedro que nos daba Julián entre una tonadilla escénica del XVIII y una entrañable nana asturiana. Recuerdo cómo revisando Julián febrilmente las páginas de la partitura acabada de llegar a La Habana, iba pasándola toda al piano, haciendo las voces del Niño, del Trujamán, del dolido Caballero por la huida y persecución de «los católicos amantes», y a su «¡Eso no, que es un gran disparate!» con que desbarataba el retablo de los títeres, a la andantería sólo novelera, para terminar con su:«¡Viva, viva, la andante caballería, sobre todas las cosas que hoy viven en la tierra!», en esa página que todos oíamos como un himno. Allí por primera vez, el hallazgo de la Guantanamera con los versos de Martí, que jamás coreamos con las palmadas monocordes con que luego las impuso, popularizándolas, el gusto internacional, sino que la oímos siempre en silencio, recibiéndola en su majestad y leve añoranza, a través sólo de lo que lla-aba Lezama riéndose «la voz de náufrago» de nuestro amigo, que ya desde la melismática «Ay, Melisenda…» del «Retablo», o su evocación de «la ciudad de Sansueña», comunicaba a los apoderamientos mayores de la gracia tal sensación de profunda lejanía. Cuando comentara yo esto con el mismo Julián, me mostró puesta al margen de la partitura, la anotación de Falla: «Hondas lejanías». Fue la que él supe también dar a la sensación de rocío, de alba cubana, de su Guacanayara inolvidable.

Sí, Orígenes se reunía, aunque no con una reunión de sello literario, sino a almorzar juntos, cuando se podía, o a oír música. Eran reuniones de unos pocos en que estaban todos, como en una familia que no deja de serlo porque falte alguno a la mesa.
Allí está, para confirmarlo, el retrato de Bauta en que aparece el grupo presidido por el Padre, entre Cintio y Lorenzo, que todavía no había ensombrecido probablemente el recuerdo más bello de su vida accediendo a lo que llamara Lezama «la malacrianza del ser, que es el romper». Allí, mi hermana Bella, en su radiante juventud. Allí, Eliseo, cuando todavía no tenía barba, y dejaba ver mejor la redonda nitidez de su cara de hijo de asturiano y la serena nobleza de su amplia frente de poeta. Allí, Lezama, sorprendido comiendo a punto de decir algo que no podremos saber ya qué era, pero recordamos en sueños, al lado de Lozano, que hizo al Padre tan bella estatua yacente del Obispo Valdés para su iglesia. Allí, Collazo, obrero de Úcar, donde se publicaban la revista y todos nuestros libros, cuyas letras Bodoni vigilaba Fernando, el impresor, mientras discutían graciosamente al fondo la sordera de Úcar y la tozudez de Roberto, el honrado maestro de impresores que hubiera merecido pertenecer al taller de Boloña, de donde salieron los mejores impresos de nuestro pasado siglo. Allí me mira, desdibujado por el movimiento de la mano, la sonrisa inocente de Octavio, para siempre.


Camino de Bauta va ahora el automóvil traqueante del Padre, a quien acompaña Lezama, siempre amigo de las navegaciones difíciles, protegidos, más que por el dudoso arte de manejar del Padre, por todos los santos de la Leyenda Dorada, con esa forma –acaso la más segura- de llegar bien, que es llegar «de milagro». Y el carro se ha negado a seguir, con terquedad aragonesa, sin que la ciencia de ninguno de los dos acertara a convertir motor tan tozudamente parmenídico a la «fluencia heracliteana», como diría El Maestro.

-Padre, bájese, levante el capó, examine ese motor inmóvil, no se quede ahí esperando…
-¿Y para qué voy a hacer todo eso?
, riposta el Padre, con su sanchesco buen sentido de «Mire, Vuesa Merced…» Para qué voy a levantar el casco, si no sé una palabra de mecánica…
-No importa, Padre, hágalo, lo he visto siempre, cuando un auto se para, alguien hace todos esos gestos, sigue ese ceremonial…


Imposible ponerlos de acuerdo. Nunca dos amigos discutieron más ni fueron más complementarios. Formaban una pareja del todo cervantina. Sólo en la poesía podían encontrarse la robusta entonación romana del Padre y la anhelante de Lezama. La «imago» a la que éste confiaba el movimiento, la causa secreta de la historia, y el profundo reposo de las manos sacerdotales de Gaztelu en la Consagración. Quiero ahora recordarlo cuando después de recorrer las calles de Obispo y O’Reilly en busca de una postal de Navidad o de una figurilla nueva de barro para su Nacimiento, entraba en la nave de su iglesia de Cuba y Acosta, en La Habana Vieja, para dar una orden a Eduviges, la anciana sirvienta negra que él decía que era una santa a quien consultaba el mismo Obispo, porque no desayunaba sin oír antes tres misas: una por el Padre, otra por el Hijo y otra por el Espíritu Santo.

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