En sus conversaciones casi diarias a partir de cierto momento, Dulce María supo darme noticia y detalles de las cosas de Cuba, en particular, de La Habana, que resultarían imposible de hallar en cualquier libro publicado. Ella ha significado, como pocas personas entre tantas que me ha sido dado conocer, la voz de Clío.
No pocas veces Dulce María me afirmó que ella fue la más cuerda de todos. Con su mesa colmada de cartas de admiradores de todo el mundo, me alegro de haberla acompañado en los tiempos de su mayor soledad…

Nadie puede decir
que he sido yo una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño.


En su residencia de 19 y E (Vedado) junto a su padre, Enrique Loynaz del Castillo (1952). Ella confiesa que vino a quererlo cuando ya estaba viejo y cansado.
Hace poco más de veinte años llegué a su preciosa mansión en El Vedado, donde todo parecía estar detenido en el tiempo, aun ella misma. Me percaté entonces de que en aquella mujer residía un misterio que le sobrevivirá. No conocía yo mucho de su obra literaria ni podía suponer que nuestra amistad perduraría más allá de mis pesquisas en busca de objetos históricos y artísticos para las colecciones del Museo de la Ciudad de La Habana.
Una y otra vez me recibió, dándome acceso a las salas y habitaciones umbrosas, precedida y escoltada por sus perros, entre los cuales ni uno solo podía justificar linaje legítimo. Luego supe que María de las Mercedes, su madre, había fundado el asilo La Misericordia, donde tuvieron refugio cientos de animales vagabundos. Inclinada a la piedad por estas criaturas, consumió en ellas una parte significativa de su fortuna.
Pervivían algunos miembros de la inusual servidumbre, que de cierta manera recordaba a la corte de los Austrias. Muchos de estos sirvientes, ya ancianos, habitaban la mítica casa familiar de la calle Calzada, feudo precario asediado por vándalos ávidos de rejas, vitrales, esculturas y nobles piedras que por doquier yacían amontonadas en los patios o en los íntimos espacios que una vez fueron comedor, cuadras, salones o capilla.
Allí pasaron Dulce María y sus hermanos Flor, Carlos Manuel y Enrique, los días inolvidables de su infancia y primera juventud. En la antigua quinta moraban como fantasmas algunos parientes signados por trágicos acontecimientos. Los bisabuelos Micaela y Domingo fueron hallados sin vida en la casona de la calle Inquisidor número 19. Nunca se supo quién fue el autor de este crimen, que conmovió a la ciudad en 1888. Los jóvenes hermanos Loynaz encontraron la tumba de Carlos, el tío suicida, mientras vagaban por entre los mausoleos del antiguo cementerio de Puerto Príncipe. Aquel nombre esculpido sobre una losa sepulcral impresionó a Carlos Manuel, quien creyó ver su propia tumba. Otro antepasado partió a un largo viaje, sin que se pudiesen explicar jamás por qué no llegó a su destino. Tampoco se aclaró quién fue el remitente de un sobre cerrado que recibieron junto a un precioso reloj con leontina y esta esquela brevísima: «Un cargo de conciencia». Y queda la impresión del tío Lizardo, velado conforme al ritual de la masonería, cuya foto de cuerpo presente, llevando el mandil y los atributos del grado 33, se conservaría como notable curiosidad décadas después de haber sido portado su féretro en hombros de los hermanos Camino del Gran Oriente.
Tales son los duendes del jardín, nombre que comenzó a ser familiar en la vecindad quizás luego de que la abuela María Regla adquiriese los solares colindantes, motivada por el llanto desconsolado de Dulce María al escuchar los golpes secos de un hacha y las voces de los leñadores empeñados en derribar un árbol corpulento, a favor de cuya permanencia la noble matrona pagó mil veces su valor. En realidad agregaba algo más a la vasta heredad territorial que delimitaban, por un lado, el cauce del río Almendares (donde aún hoy, sobre un promontorio, pueden apreciarse las ruinas habitadas de la hacienda La Campana) y, por el otro, la orilla misma de la playa, pues la casa de la calle Calzada extendía sus tapias sobre los acantilados, quedando a la vista los balnearios y las alegres casas de madera con toldos y quitasoles, tras los cuales se alzaba, como un bastión de la antigüedad, el Torreón de la Chorrera, nombrado entonces de manera extraña y poco recordada: Santa Dorotea de la Luna.
No muy distante estaban interrumpidas las paralelas de un camino de hierro y arrumbaban la locomotora y los carritos en cuyas portezuelas, trazados en rojo y oro, eran perceptibles números y otras inscripciones ilegibles. ¡Cómo maravilla imaginar a los niños recorriendo el parque donde disfrutaban su privanza! Ella apartaba las florecillas y los cardos que intentaban asirse a su largo vestuario, para mostrarme los azulejos de Delft, los ángeles y los amorcillos que como puentes salían de las ventanas a las copas de los árboles. Allí estaban todavía el arpa irlandesa y la silla de trono desvencijada sobre la cual descansaba la armadura de un guerrero japonés del siglo XVIII. Finalmente llegamos a una diminuta casita de muñecas, donde habitaba Rita, quien tenía el privilegio de preparar té perfumado y presentarlo en taza primorosa a la singular señora, más como ofrenda que como servicio. Rita simbolizaba la memoria imperecedera, la lealtad y la gratitud, virtudes ejemplares sobre todo en tiempos inciertos.
 Antes de marcharnos tomaba disposiciones emergentes, deslindando una y otra vez la propiedad amenazada por la ruina; luego ella sola, en punta de, pies, penetraba en las estancias reservadas para su hermano Carlos Manuel, como si deseara que ningún rumor le perturbase el sueño, que desde hacía años no había logrado superar por la insólita alucinación de considerarse difunto, quizás en la certeza de que Dulce María y Flor eran guardianas de su anticipada eternidad.
Precisamente allí, cerca de sus aposentos, Carlos Manuel había improvisado la pira donde hizo arder gran parte de sus versos y otros papeles por considerarlos inútiles. En este ámbito se hallan los últimos edificios que hoy integran el conjunto arquitectónico: la casa del Alemán, llamada así por quien fuera una vez su propietario, y junto a ésta un pabellón, lugar reservado de poetas y artistas. A la húmeda calidez del jardín solía acudir el pintor Guillermo Collazo, y de allí nos ha dejado el lienzo La siesta, que capta en sus begonias florecidas la vibración inquietante de la melancolía.
Federico García Lorca fue la personalidad más jovial que llenó con risas y caprichosas invenciones su estadía en la casa de los Loynaz. Allí dejó el rastro más palpitante de su paso por Cuba; prenda de ello son los manuscritos de Yerma con la impresión de sus huellas, pues entre bromas y ocurrencias desarrollaba la idea tomando la pluma y, a la vez, golosinas que le fascinaban. Por este amigo le seguirían rogando testimonios muchos años después a Dulce María y a Flor. El fue virtualmente cautivo de la hospitalidad y, aún más, de la forma singular de vivir de los Loynaz.
Ellos, como aseveraba Carpentier, «sabían lo que hacían». No se trataba de caprichos y malcriadeces; más bien fueron tocados por un enigmático y contradictorio favor del destino. No pocas veces Dulce María me afirmó que ella fue la más cuerda de todos. Ahora, a los noventa y tantos años, con su mesa colmada de cartas de admiradores de todo el mundo, me alegro de haberla acompañado en los tiempos de su mayor soledad.
Aquella extraña relación nació abriendo armarios y arcones, y en inacabables diálogos durante los días de recibo en su residencia de la calle 19 y Baños, construida originalmente por encargo de la familia Martínez Pedro. Allí Dulce María gustaba de evocar las temporadas en la finca La Belinda, con sus grandes portales de columnas toscanas y pavimentos de clásico damero blanco y negro. Galerías abiertas que disfrutaba el elegante Enrique, quien a pesar de su probado talento como abogado optó por seguir las huellas de Julián del Casal o Gustavo Sánchez Galarraga. Y bastaría solamente el poema «Del Amor y del Vino» para tenerlo con sitial propio entre los vates cubanos.
Los asiduos a la tertulia gozaban contemplando las fotos en que Dulce María identificaba, uno a uno, aquellos personajes sobre los cuales se desencadenó al final una tormenta que deshizo sus fortunas y hasta la memoria misma de su clase. De todos ellos era depositaria Dulce María hasta cierto punto. No en balde retocó y dio brillo a las crónicas sociales escritas para la prensa habanera por su segundo esposo, Pablo Álvarez Cañas, a quien logró hacer regresar de un exilio que ciertamente emprendió por temor más que por otras razones predecibles.
Pablo nació en Tenerife y, según relataba, arribó a Cuba con su madre y su tía. Le acompañaron también al viaje trasatlántico su perro Doris y unas pocas monedas en el bolsillo. Pero el optimismo era la señal más evidente de su personalidad; este rasgo le llevó a probar a destiempo la suerte de los indianos. La mano generosa de algún amigo y probables recomendaciones facilitaron sus primeros pasos en la Isla.
Quizás antes había entablado amistad con Tomás Felipe Camacho, quien disfrutaba de cuantiosa fortuna. Este isleño de origen, como su amigo, amaba las bellas artes. Sus colecciones de pintura de distintas escuelas eran tan célebres como el orquideario que fomentó, primero con las especies nativas de Cuba y después con exóticos especimenes de los más apartados rincones del mundo. Así acrecentó Tomás Felipe la belleza sorprendente de Soroa, sitio intramontano del Occidente cubano que geógrafos y viajeros distinguían tomando como referencia un hermosísimo salto de aguas.
Otro mentor de Pablo fue Alfredo Hornedo, de quien se decía que de carretonero había pasado a rico propietario. Dirigía, entre otras entidades, el diario habanero El País, al que tendría acceso Pablo como colaborador en la columna de crónicas sociales. Cantor de la vida trivial y conocedor de las aspiraciones y afanes de la élite, llegó a ser adulado a cambio de una mención, de unas palabras de halago o de una precedencia de alcurnia.
Dulce María había formalizado su primer matrimonio con su primo Enrique de Quesada Loynaz. Tanto en él como en ella coincidían las genealogías camagüeyanas: no en balde se entrecruzaban caprichosamente Montejos, Arteagas, Varonas, Quesadas… Tampoco faltaron querellas memorables que enfrentaron a los unos y los otros. Quesada, como ella suele llamarle aún, podía rememorar el palacete que don Pío Betancourt había edificado en la ciudad de Puerto Príncipe ante la probable visita de una infanta española. Y ambos esposos sentían el orgullo común por una antepasada notable, bautizada en la iglesia de la Soledad: Gertrudis Gómez de Avellaneda.
El joven Quesada era apuesto y distinguido; así aparece en el retrato que ella conserva sobre la mesita de su teléfono, mas las afinidades no prevalecieron. Respecto a Pablo, la oposición materna resultó determinante: sólo mucho después de haberse tratado pudieron contraer nupcias en la capilla de Nuestra Señora de la Candelaria. Eran una pareja lo suficientemente adulta como para que el enlace llamara la atención, y no porque ella luciera un vestido color malva, además de un sombrero de terciopelo carmesí, sobre el cual posaba, como parte del adorno del tocado, una radiante ave del paraíso. Ni porque llevara espléndida cadena comprada a un joyero de Estambul.
El General, como le llamaba Flor, fue un padre distante y próximo. La narración de su vida resultaría, como la de su descendencia, motivo para una excelente novela. Enrique Loynaz del Castillo vino al mundo en Puerto Plata, República Dominicana, adonde sus padres habían arribado tras forzoso destierro como consecuencia de la guerra emancipadora en Cuba. Los hados del destino le condujeron a la ciudad de San José de Costa Rica junto a Antonio Maceo, y allí logró salvarlo del atentado perpetrado por un adversario apasionado: Isidro Incera. Mucho después conoció a José Martí, quien le tuvo como discípulo y dejó testimonios palpables de delicada ternura para con él:
«Sienta el apego y el agradecimiento que le tengo, y mi constante memoria de las noblezas que no sólo yo conozco enteramente en usted. Piénseme siempre: cuando lo encienda la fantasía o lo arrebate la indignación. Piénseme en lo que yo en cada caso le diría si estuviese a su lado».
Tal privilegio, entre tantos, tendría Enrique Loynaz del Castillo, conspirador y expedicionario. Fue uno de los fundadores del Partido Revolucionario Cubano e intervino después en la guerra por la independencia de Cuba que estalló en 1895. Aquí le encontramos con la columna invasora en medio de las ruinas de la casa-hacienda La Matilde, asolada y desierta; el mismo sitio donde habían pasado los primeros días, luego de contraer nupcias, Ignacio Agramonte y Loynaz, el Mayor, llamado también el Bayardo, y Amalia Margarita Simoni y Argilagos. Aún pudo hallar, alzados por el tiempo, los nombres que los enamorados habían grabado sobre la corteza de un frondoso árbol. Y en el postigo azul de una ventana vio Enrique los versos de un soldado español anónimo, los cuales le motivaron a escribir un poema épico en la otra hoja, con tanta emoción intensa que a partir de aquel instante ordenó en su imaginación las estrofas de un himno sobrecogedor. Horas más tarde, con arreglo del maestro Dositeo Aguilera, la composición tomó forma y se convirtió en la más hermosa página de nuestra música militar, luego de La Bayamesa, que es himno nacional de Cuba. Testigo y actor, por tanto, de tristes y hermosos sucesos, dotado de una facundia oratoria sin paridad Enrique Loynaz del Castillo no sólo sobrevivió a los lances de una querella mortal, sino que asistió al nacimiento y eclipse de aquella desventurada república cubana fundada en 1902. El General se refugiaba a menudo en el mundo fascinante de sus recuerdos, rodeado siempre de viejos compañeros de armas, como los generales Piedra Martel y Lara Miret, o de hijos de los generales Calixto García y Máximo Gómez. Además de ministro, fue embajador de Cuba en distantes países y en riesgosas y delicadas misiones. En la madrugada del 31 de diciembre de 1958 lo llamaron para integrar un gobierno provisional contrarrevolucionario, pero rechazó semejante propuesta. El General había conocido a María de las Mercedes (Mita) por una fotografía. Difícilmente podríamos encontrar una cubana más bella: el rostro de óvalo perfecto, enmarcado por una cabellera ensortijada y negrísima; los ojos de un azul intenso, como dibujados en el más primoroso cristal veneciano. Dotada de inclinación natural a las expresiones más exquisitas de la cultura, Mita sentía predilección por los objetos antiguos, al extremo de adquirir infinidad de cosas disímiles, que iban desde celosías del convento de Santa Clara hasta suntuosos espejos y porcelanas. Es lógico que fuese ella responsable, en gran medida, de la afición preferente que Dulce María y Flor tuvieron por tales cosas.
Su enlace con el mayor general del Ejército Libertador Enrique Loynaz del Castillo quedó ensombrecido por la grave enfermedad que él había contraído por causa de las privaciones y sufrimientos de la guerra. La tisis parecía incurable, mas sobreviviría a ella. Tal fortuna no cupo al matrimonio, que finalmente se deshizo. Mita supo sobreponerse a lo que entonces era considerado como una irreparable desventura, y los hijos tuvieron con su progenitor relaciones casi naturales.
De los hermanos de Dulce María no llegué a conocer a Enrique, y a Carlos Manuel le vi una sola vez, fugazmente. Tuve, sin embargo, el privilegio de tratar muchos años a Flor, a quien su padre le había dado este nombre en memoria de un ilustre amigo: el mayor general Flor Crombet. Pese a su fuerte carácter y su razonar cartesiano, ella era un espíritu delicado. Adornada de un sentimiento místico que le hacía ver en cada criatura la posibilidad de hacer el bien, llegaba a límites insospechados, como aquella vez que la descubrí colocando montoncitos de azúcar ante las cuevas de las hormigas.
No sonreía; daba la mano u ofrecía un beso sólo a quien estimase verdaderamente. Bella y atractiva, creyó anticipadamente en los derechos de la mujer y concibió una manera singular de ponerlos a prueba. La señorita Flor Loynaz acudía con sus hermanos, y en algunas ocasiones sola, a las cantinas de La Habana, donde alguna que otra vez cierto varón, no acostumbrado a tales cosas, se excedía en piropos o requerimientos. A estos respondía ella inmediatamente, lanzando botellas y vasos a la cabeza. El General debió ir cierta vez al juzgado para liberar a Flor, convicta ya por desacato. Cuentan que el anciano golpeó con el puño de oro de su bastón en los cristales de la mampara del juez y momentos después, encolerizado, le colocó el revólver en la sien al secretario diciéndole:«Usted tiene dos caminos: o arranca esa página del libro y me entrega a mi hija, o lo mato». A lo cual respondió el atónito funcionario cancelando la sentencia.
Unos años después que Carter y Carnabón descubrieran la tumba de un faraón, Flor emprendió con Dulce María aquel célebre viaje a Egipto, del cual nacería la inolvidable Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen, dedicada por Dulce María a este joven monarca del país del Nilo. Flor no sólo fue la compañera ideal en estos recorridos prolongados por el Oriente, sino que también, como mujer voluntariosa y temperamental, se incorporó al movimiento revolucionario que daría al traste en 1933 con la dictadura de Gerardo Machado. Le animaba un elevado concepto de justicia, y no vaciló en unirse a un pequeño comando armado con su automóvil, «un Fiat del último modelo», que fue impactado varias veces por la policía. Se le ocurrió entonces ocultar el vehículo en el segundo piso de uno de los pabellones de su residencia y tapiar los muros de las ventanas. Tal escondite, como se comprenderá, no pudo ser imaginado jamás por quienes buscaban el vehículo. Medio siglo después me correspondería a mí el echar abajo los sellos, y quedé estupefacto al ver, al primer resplandor dentro de la habitación clausurada, el coche con sus grandes lámparas delanteras niqueladas, vencidos los neumáticos, ostentando las huellas de numerosos proyectiles en los parabrisas y en las pieles raídas de los asientos. «Es de usted», me dijo. «Lléveselo».
Flor fue, como su hermana, poetisa de estro delicado. Gran parte de su obra se halla extraviada y dispersa, cuando no perdida, aunque ingenuos mensajes, como el último grafito escrito en la alcoba de su casa Santa Bárbara, hayan quedado de homenaje perenne. Temible en su cólera, pero clemente y caritativa, practicaba como pocas personas el principio evangélico de que una mano no sepa lo que hace la otra. Las hermanas Loynaz compartieron una religiosidad de obras y cumplimientos no distante de la inocencia de la fe popular; cumplían sus devociones en los santuarios del Lazareto del Rincón, las iglesias de Nuestra Señora de Regla o del Espíritu Santo y, por razones comprensibles, en el impar templo de Nuestra Señora de las Mercedes.
A Flor la esperábamos cada fin de semana, cuando venía a estar junto a Dulce María en su casa de la calle 19. Claramente percibíamos en la vecindad la llegada del carro. A veces llegaba acompañada de algunos de sus perros, nominados por el santoral católico: Cipriana, Cristóbal... Durante esas escasas horas asumía todas las tareas de la cocina y el sábado, poco después de las siete de la noche, nos sentábamos a la mesa en familia, incluyendo en ella a Angelina de Miranda, insustituible dama de compañía de Dulce María, y al padre Angel Gaztelu, poeta notable de la gloriosa generación de la revista Orígenes y amigo queridísimo de José Lezama Lima, Cintio Vitier y Fina García Marruz.
Modesto menú, más grande y elevada rememoración de historia, poesía y literatura. Allí no faltaron las obligadas menciones a Juana de Ibarbourou, a Alfonsina Storni, a Delmira Agustini y a Gabriela Mistral, quien fuera huésped en esa casa, donde tanto se identificaron Dulce María y aquella maestra chilena, convertida en una de las más elevadas voces de la América indígena y española. No puedo soslayar a Juan Ramón Jiménez, para quien nuestra anfitriona reservó siempre especial dilección.
En sus conversaciones, casi diarias a partir de cierto momento, Dulce María supo darme noticia y detalles de las cosas de Cuba, en particular de La Habana, que resultarían imposibles de hallar en ningún libro publicado. Ella ha significado, como pocas personas entre tantas que me ha sido dado conocer, la voz de Clío. Y tiene mucho de mujer bíblica, pues como Ruth la espigadora, Esther o Judith, ha sabido sobreponerse a calamidades e infortunios. Esta rara señora no busca homenajes, pero goza secretamente recibiéndolos; la he visto muchas veces reír, pero jamás llorar; es una mujer que aparentemente lo tiene todo y al final sufre, porque cree no tener nada.
Cubana absoluta, le ha sido imposible apartarse de la tierra y el espíritu de su país. No se cree sobreviviente; más bien milita en la defensa de valores superiores, desde el ángulo discreto en que ha considerado que era conveniente permanecer, y no permite que se le crea rescatada de la sombra o del olvido, porque sabe que la precedencia está donde ella se encuentre. Apacible en apariencia, Dulce María Loynaz vive tan intensamente como la crisálida al romper los últimos hilos de su velo.


Las fotos son cortesía del Centro de Promoción y Desarrollo de la Literatura «Hermanos Loynaz" (Maceo 211 esquina a Alameda, Pinar del Río). Al pie de ellas se brinda información recogida y publicada por Aldo Martínez Malo en Confesiones de Dulce María Loynaz (Pinar del Río, 1993).

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar