Los primeros árboles derribados en Cuba fueron convertidos en naves y bajeles. Sobre éstos partieron hacia España cedros, robles, granadillos, guayacanes, daganes, caobas… Mientras, en la Isla surgía un importante fruto del trabajo artesanal: el mueble criollo.
Clima, madera y arquitectura doméstica aportaron destellos de cubanía al mueble foráneo.
En el principio fueron los bosques maderables, la madera cubana. Más tarde, se formó el carpintero, figura imprescindible. Los barcos, las fortificaciones, las iglesias, las viviendas... utilizaron la dureza y el aroma del monte.
La caoba y otras especies –«de grande corpulencia y estimación», al decir de los cronistas de Indias– enseguida fueron apreciadas por aventureros de poca permanencia y, más tarde, por los colonizadores residentes en las primeras villas, quienes vivían en condiciones muy precarias y elementales.
Tal fue la riqueza de estos bosques que se trasladaron como menas hacia la Península con el fin de utilizarlas en suntuosas edificaciones, de las cuales El Escorial es el mejor ejemplo.
La población era aún muy inestable en la Isla, por ser ésta punto de tránsito hacia la Metrópoli de los tesoros que se obtenían en los recién creados virreinatos.
Las viviendas eran bohíos de tabla y guano que no requerían de un mobiliario amplio ni lujoso, sino limitado a resolver las necesidades más perentorias.
Ese equipamiento basto y exclusivamente utilitario consistía en bancos, arcones, catres, rústicas mesas..., todo ello en total correspondencia con las pobres construcciones realizadas por los carpinteros de ribera, quienes hasta ese momento sólo habían laborado en la producción a gran escala de barcos y bajeles en los astilleros ibéricos.
Pero la población crece, se hace más estable y, en el ámbito de la ciudad, descuella un grupo de familias enriquecidas que propiciarían el auge constructivo durante el siglo XVII.
Ya han llegado a Cuba las primeras órdenes católicas y se construyen iglesias y conventos ambiciosos como el de Santa Clara. El empleo profuso de la madera en sus techumbres, unido a la experiencia obtenida en la construcción de navíos, determinan que se perfeccionen los rudimentos de la carpintería como oficio.
Los mismos carpinteros que son capaces de elaborar un alfarje, desarrollan las bases del trabajo artesanal y aprenden a confeccionar muebles más funcionales para el interior de las casas, o los dedicados al culto religioso.
Crónicas de la época demuestran que predominaban los muebles sencillos así como que las familias más acomodadas enviaban a España las maderas cubanas con el fin de que les hicieran muebles más ricos y refinados, pues todavía en la Isla el acabado era tosco. Ello se aprecia, por ejemplo, en la rusticidad de armarios y arcones, cuyas bisagras eran aún de cáncamo.
Durante el XVII se fabrica un mobiliario que asume los detalles estilísticos con un diseño simple y austero, evidente en exponentes tales como taburetes, fraileros y butacas de brazos y bancos.
Desde finales de ese siglo y principios del próximo, se empiezan a tomar en cuenta detalles estilísticos inspirados en las tradiciones de la Península, aunque sin seguir estrictamente los cánones propios de los salones reales europeos, sólo cumpliendo con las necesidades de viviendas todavía poco suntuosas.
A partir de la toma de La Habana por los ingleses (1762) ocurre un cambio decisivo en la economía de la Isla: a las costumbres y mercancías que entraban de España, se agregan las modas y modos provenientes de Inglaterra y otros países europeos.
Desde que España comienza las gestiones en 1764 para decretar el libre comercio –lo que ocurrió en 1790–, fue permitido de manera irregular el intercambio comercial con otras naciones, incluyendo a Norteamérica.
Es precisamente en el siglo XVIII cuando comienza el esplendor de la arquitectura civil, la cual debe aportar soluciones convenientes a un clima que no acepta los moldes de la vivienda española y a una luz reverberante que cegaba los pálidos ojos peninsulares.
En las edificaciones domésticas predomina el patio como elemento central, buscando quizás espacios que tuvieran más contacto con la brisa y la sombra. Al intentar suavizar los rigores del trópico, surgen nuevas variantes arquitectónicas como el mediopunto y las puertas-persianas, las cuales exigen mayor trabajo artesanal y acrecientan el interés por el uso de las maderas preciosas.
Elevados al rango de maestros carpinteros, ya existen en la Isla personas capaces lo mismo de decorar un harneruelo del techo, que tallar figuras o confeccionar un armario con ricos motivos ornamentales.
Los artífices de la madera dominaban varios oficios, por lo que en ocasiones resulta difícil establecer los límites entre los carpinteros que construían las puertas y rejas de las viviendas y los que elaboraban los muebles que habilitarían sus interiores. Según refleja la prensa de la época, se establecieron en Cuba ebanistas extranjeros que ofrecían sus servicios en este oficio, aportando conocimientos sobre las nuevas corrientes estilísticas.
Por entonces se afirman los rasgos que predominarán en la expresión del gusto cubano. Ya se ha afianzado la identidad nacional e, influida por los cambios sociales ocurridos en Europa, parte de la fuerte burguesía criolla siente que la dominación española es intolerable.
Originada en predios europeos, la tendencia universal de regresar a los elementos clásicos influye en que se ponga de moda en Cuba el llamado estilo Imperio europeo, llegado a través de Norteamérica. Éste se adapta a las condiciones climáticas del país, y comienza así una gran producción de muebles con características bien definidas tanto en el diseño como en las técnicas de fabricación.
Este tipo de mueble reinterpreta el estilo Imperio de acuerdo con las condiciones del trópico, sustituyendo tapicería por rejilla, eliminando dorados escultóricos redimensionando sus proporciones.
En la versión criolla predomina la línea curva suavizada que la recorre y une sus diferentes partes. Sus patas son volteadas, enrolladas en volutas que se bifurcan.
Como hay una vuelta a lo clásico, se introducen en su trazado el ánfora, la lira, los cuellos de cisne estilizados... Dichas formas se integran de manera tal que, unidas a otros elementos agregados al diseño, adquieren un sello peculiar de cubanía.
Favorecido indudablemente por el gusto de las familias ricas, este mobiliario trae consigo el incremento de mano de obra especializada. El trabajo cada vez más creativo de los ebanistas, aprovecha los amplios espacios de la casa cubana para ocuparlos con una gran variedad de piezas: muebles de contexto –juegos de sala, comedor, dormitorio–, jugueteros, mecedoras, cómodas, revisteros, mesitas, rinconeras o esquineros...
Concebida para burlar el calor, la rejilla es un elemento constante en los muebles de asiento que, como las mecedoras, proliferaron en enrejadas salas y abiertos aposentos.
Paralelamente se utilizan las técnicas de la marquetería para reforzar visualmente algunas partes del mueble y del enchapado para lograr distintos efectos en la madera, demostrando así la pericia de nuestros artesanos en su confección.
Durante la primera mitad del XIX hay una gran homogeneidad estilística, pues predomina el mueble de estilo Imperio cuyo diseño se arraigó y permaneció en el gusto de la burguesía hasta el siglo.En la segunda mitad, siguiendo la moda europea, aparece el gusto ecléctico inspirado en los estilos franceses del XVIII. Es el momento del llamado mueble «de medallón», denominado así popularmente por la forma que adopta su respaldar, convirtiéndose en el tipo de mueble representativo de los grandes salones de la burguesía.
Del diseño sencillo y elegante, el mueble evoluciona hacia líneas más elaboradas. El color oscuro de las maderas preciosas (palisandro, caoba, cedro...) acentúa la profusión de sus tallas, inspiradas siempre en elementos naturalistas como hojas y flores entrelazadas, rostros humanos, conchas... , que evidencian la calidad alcanzada por los ebanistas.
Este gusto ecléctico se manifiesta, además, en la forma de ubicar y disponer el mobiliario en los espacios de la vivienda: mecedoras enfrentadas en hileras cerca de las grandes ventanas se mezclaban con rinconeras, consolas, mesas con superficies de ricos mármoles, jugueteros de entrepaños calados y unidos por espejos, grandes armarios encristalados con ampulosas tallas figurativas y guirnaldas enlazadas con flores y aves... Sucede que la oligarquía criolla es ya muy adinerada y tiene grandes inclinaciones hacia la fastuosidad y la opulencia.
Junto a esa fastuosidad y boato, no era de extrañar la presencia de muebles sencillos y utilitarios que estaban en uso desde siglos anteriores, como el catre, con sus mosquiteros de finas gasas, o el tinajero, con la tinaja de agua para calmar la sed del trópico, o las tan usadas butacas de Campeche, situadas en los comedores abiertos a las ventiladas galerías aledañas a los patios, con tal de contrarrestar la sofocante y permanente canícula estival. No obstante su propensión al lujo, el criollo aristocrático tenía una fuerte tendencia a la molicie y la comodidad; esto explica su pasión por el simple balanceo de los sillones. El sillón fue el abanico de la sala. En él reposaron el patriarca y toda la familia.
La comadrita, pequeño sillón femenino, cedió el espacio de sus brazos a los de la tejedora o a la madre que arrullaba al hijo. Su nombre parece sugerirnos el íntimo chismorreo de las señoras recién salidas de la siesta. Algunos de estos muebles fueron usados también en viviendas más humildes, y su refrescante uso se ha extendido hasta nuestros días.
Muy a finales del siglo XIX el mueble de medallón llega a la familia de menor poder adquisitivo. Junto al mueble de gran factura para familias poderosas, lo hay de menor riqueza en calidad y talla, más pequeño y sencillo.
En las últimas décadas de ese siglo ya la capital contaba con buen número de ebanistas, así como con almacenes y talleres dedicados a la confección y venta de diferentes tipos de muebles.
Baste decir que en el Directorio de Artes, Comercio e Industria de La Habana (1860) aparecen registrados trece almacenes de ese tipo. Y en 1883 ya son cuarenta y siete tales establecimientos en La Habana, según informa la sección de artes y oficios del Directorio Comercial de la Isla de Cuba.
Junto a esa rica actividad productiva y comercializadora, se incrementa el comercio con Norteamérica, de donde comienzan a llegar muebles con diseños ligeros.
Por cartas y testimonios de ciudadanos norteamericanos que visitaron la Isla durante ese período, puede constatarse que no eran pocos los que se radicaron en diferentes ciudades de nuestro país (Matanzas, Cárdenas...), motivados por razones climáticas, de salud u otras.
Ello trajo mayor conocimiento de los gustos y modas que, en cuanto a mobiliario se refiere, imperaban en ese momento. Circulaban catálogos estadounidenses de muebles por encargo destinados a Hispanoamérica y, muy especialmente, a Cuba. Producidos en forma industrial, penetran los muebles de mimbre y los llamados Thonet (sillones de Viena), que tan armónicamente se integraron al resto del mobiliario cubano.
El mimbre tiene gran acogida por lo bien que se inserta en la vivienda colonial, su adecuación al clima, y la riqueza de líneas y elementos decorativos que propicia. Si inicialmente el diseño era rígido, luego se fue transformando hacia líneas ampulosas, ondulantes, más en correspondencia con el modo y gusto cubanos.
En el último tercio también se destaca el mueble de «perillita», que es la interpretación de un estilo europeo. Realizada generalmente en majagua, la versión criolla usa rejilla en el alargado respaldo, que suele estar adornado con diminutos balaustres y coronado con hermosas tallas. Se propagó mucho y, durante décadas, los juegos de sala y comedor de ese tipo permanecieron en la preferencia de las familias acomodadas.
Más que de un mueble eminentemente criollo, se puede hablar de una adecuación del mueble foráneo a las costumbres y condiciones de vida en la Isla, de una reinterpretación de los estilos y su adaptación al trópico.
Para ello, a la existencia de exuberantes bosques de maderas preciosas, debió sumarse la pericia de un oficio que, traído a Cuba por los españoles, exige experiencia, habilidad y refinamiento.
Y cuando asediada por el clima, la arquitectura doméstica fue materializando el confort que exigía la clase dominante, surgió –como una de sus expresiones– el mueble con destellos de cubanía: cómodo, fresco, hermoso...
La caoba y otras especies –«de grande corpulencia y estimación», al decir de los cronistas de Indias– enseguida fueron apreciadas por aventureros de poca permanencia y, más tarde, por los colonizadores residentes en las primeras villas, quienes vivían en condiciones muy precarias y elementales.
Tal fue la riqueza de estos bosques que se trasladaron como menas hacia la Península con el fin de utilizarlas en suntuosas edificaciones, de las cuales El Escorial es el mejor ejemplo.
La población era aún muy inestable en la Isla, por ser ésta punto de tránsito hacia la Metrópoli de los tesoros que se obtenían en los recién creados virreinatos.
Las viviendas eran bohíos de tabla y guano que no requerían de un mobiliario amplio ni lujoso, sino limitado a resolver las necesidades más perentorias.
Ese equipamiento basto y exclusivamente utilitario consistía en bancos, arcones, catres, rústicas mesas..., todo ello en total correspondencia con las pobres construcciones realizadas por los carpinteros de ribera, quienes hasta ese momento sólo habían laborado en la producción a gran escala de barcos y bajeles en los astilleros ibéricos.
Pero la población crece, se hace más estable y, en el ámbito de la ciudad, descuella un grupo de familias enriquecidas que propiciarían el auge constructivo durante el siglo XVII.
Ya han llegado a Cuba las primeras órdenes católicas y se construyen iglesias y conventos ambiciosos como el de Santa Clara. El empleo profuso de la madera en sus techumbres, unido a la experiencia obtenida en la construcción de navíos, determinan que se perfeccionen los rudimentos de la carpintería como oficio.
Los mismos carpinteros que son capaces de elaborar un alfarje, desarrollan las bases del trabajo artesanal y aprenden a confeccionar muebles más funcionales para el interior de las casas, o los dedicados al culto religioso.
Crónicas de la época demuestran que predominaban los muebles sencillos así como que las familias más acomodadas enviaban a España las maderas cubanas con el fin de que les hicieran muebles más ricos y refinados, pues todavía en la Isla el acabado era tosco. Ello se aprecia, por ejemplo, en la rusticidad de armarios y arcones, cuyas bisagras eran aún de cáncamo.
Durante el XVII se fabrica un mobiliario que asume los detalles estilísticos con un diseño simple y austero, evidente en exponentes tales como taburetes, fraileros y butacas de brazos y bancos.
Desde finales de ese siglo y principios del próximo, se empiezan a tomar en cuenta detalles estilísticos inspirados en las tradiciones de la Península, aunque sin seguir estrictamente los cánones propios de los salones reales europeos, sólo cumpliendo con las necesidades de viviendas todavía poco suntuosas.
A partir de la toma de La Habana por los ingleses (1762) ocurre un cambio decisivo en la economía de la Isla: a las costumbres y mercancías que entraban de España, se agregan las modas y modos provenientes de Inglaterra y otros países europeos.
Desde que España comienza las gestiones en 1764 para decretar el libre comercio –lo que ocurrió en 1790–, fue permitido de manera irregular el intercambio comercial con otras naciones, incluyendo a Norteamérica.
Es precisamente en el siglo XVIII cuando comienza el esplendor de la arquitectura civil, la cual debe aportar soluciones convenientes a un clima que no acepta los moldes de la vivienda española y a una luz reverberante que cegaba los pálidos ojos peninsulares.
En las edificaciones domésticas predomina el patio como elemento central, buscando quizás espacios que tuvieran más contacto con la brisa y la sombra. Al intentar suavizar los rigores del trópico, surgen nuevas variantes arquitectónicas como el mediopunto y las puertas-persianas, las cuales exigen mayor trabajo artesanal y acrecientan el interés por el uso de las maderas preciosas.
Elevados al rango de maestros carpinteros, ya existen en la Isla personas capaces lo mismo de decorar un harneruelo del techo, que tallar figuras o confeccionar un armario con ricos motivos ornamentales.
Los artífices de la madera dominaban varios oficios, por lo que en ocasiones resulta difícil establecer los límites entre los carpinteros que construían las puertas y rejas de las viviendas y los que elaboraban los muebles que habilitarían sus interiores. Según refleja la prensa de la época, se establecieron en Cuba ebanistas extranjeros que ofrecían sus servicios en este oficio, aportando conocimientos sobre las nuevas corrientes estilísticas.
Por entonces se afirman los rasgos que predominarán en la expresión del gusto cubano. Ya se ha afianzado la identidad nacional e, influida por los cambios sociales ocurridos en Europa, parte de la fuerte burguesía criolla siente que la dominación española es intolerable.
Originada en predios europeos, la tendencia universal de regresar a los elementos clásicos influye en que se ponga de moda en Cuba el llamado estilo Imperio europeo, llegado a través de Norteamérica. Éste se adapta a las condiciones climáticas del país, y comienza así una gran producción de muebles con características bien definidas tanto en el diseño como en las técnicas de fabricación.
Este tipo de mueble reinterpreta el estilo Imperio de acuerdo con las condiciones del trópico, sustituyendo tapicería por rejilla, eliminando dorados escultóricos redimensionando sus proporciones.
En la versión criolla predomina la línea curva suavizada que la recorre y une sus diferentes partes. Sus patas son volteadas, enrolladas en volutas que se bifurcan.
Como hay una vuelta a lo clásico, se introducen en su trazado el ánfora, la lira, los cuellos de cisne estilizados... Dichas formas se integran de manera tal que, unidas a otros elementos agregados al diseño, adquieren un sello peculiar de cubanía.
Favorecido indudablemente por el gusto de las familias ricas, este mobiliario trae consigo el incremento de mano de obra especializada. El trabajo cada vez más creativo de los ebanistas, aprovecha los amplios espacios de la casa cubana para ocuparlos con una gran variedad de piezas: muebles de contexto –juegos de sala, comedor, dormitorio–, jugueteros, mecedoras, cómodas, revisteros, mesitas, rinconeras o esquineros...
Concebida para burlar el calor, la rejilla es un elemento constante en los muebles de asiento que, como las mecedoras, proliferaron en enrejadas salas y abiertos aposentos.
Paralelamente se utilizan las técnicas de la marquetería para reforzar visualmente algunas partes del mueble y del enchapado para lograr distintos efectos en la madera, demostrando así la pericia de nuestros artesanos en su confección.
Durante la primera mitad del XIX hay una gran homogeneidad estilística, pues predomina el mueble de estilo Imperio cuyo diseño se arraigó y permaneció en el gusto de la burguesía hasta el siglo.En la segunda mitad, siguiendo la moda europea, aparece el gusto ecléctico inspirado en los estilos franceses del XVIII. Es el momento del llamado mueble «de medallón», denominado así popularmente por la forma que adopta su respaldar, convirtiéndose en el tipo de mueble representativo de los grandes salones de la burguesía.
Del diseño sencillo y elegante, el mueble evoluciona hacia líneas más elaboradas. El color oscuro de las maderas preciosas (palisandro, caoba, cedro...) acentúa la profusión de sus tallas, inspiradas siempre en elementos naturalistas como hojas y flores entrelazadas, rostros humanos, conchas... , que evidencian la calidad alcanzada por los ebanistas.
Este gusto ecléctico se manifiesta, además, en la forma de ubicar y disponer el mobiliario en los espacios de la vivienda: mecedoras enfrentadas en hileras cerca de las grandes ventanas se mezclaban con rinconeras, consolas, mesas con superficies de ricos mármoles, jugueteros de entrepaños calados y unidos por espejos, grandes armarios encristalados con ampulosas tallas figurativas y guirnaldas enlazadas con flores y aves... Sucede que la oligarquía criolla es ya muy adinerada y tiene grandes inclinaciones hacia la fastuosidad y la opulencia.
Junto a esa fastuosidad y boato, no era de extrañar la presencia de muebles sencillos y utilitarios que estaban en uso desde siglos anteriores, como el catre, con sus mosquiteros de finas gasas, o el tinajero, con la tinaja de agua para calmar la sed del trópico, o las tan usadas butacas de Campeche, situadas en los comedores abiertos a las ventiladas galerías aledañas a los patios, con tal de contrarrestar la sofocante y permanente canícula estival. No obstante su propensión al lujo, el criollo aristocrático tenía una fuerte tendencia a la molicie y la comodidad; esto explica su pasión por el simple balanceo de los sillones. El sillón fue el abanico de la sala. En él reposaron el patriarca y toda la familia.
La comadrita, pequeño sillón femenino, cedió el espacio de sus brazos a los de la tejedora o a la madre que arrullaba al hijo. Su nombre parece sugerirnos el íntimo chismorreo de las señoras recién salidas de la siesta. Algunos de estos muebles fueron usados también en viviendas más humildes, y su refrescante uso se ha extendido hasta nuestros días.
Muy a finales del siglo XIX el mueble de medallón llega a la familia de menor poder adquisitivo. Junto al mueble de gran factura para familias poderosas, lo hay de menor riqueza en calidad y talla, más pequeño y sencillo.
En las últimas décadas de ese siglo ya la capital contaba con buen número de ebanistas, así como con almacenes y talleres dedicados a la confección y venta de diferentes tipos de muebles.
Baste decir que en el Directorio de Artes, Comercio e Industria de La Habana (1860) aparecen registrados trece almacenes de ese tipo. Y en 1883 ya son cuarenta y siete tales establecimientos en La Habana, según informa la sección de artes y oficios del Directorio Comercial de la Isla de Cuba.
Junto a esa rica actividad productiva y comercializadora, se incrementa el comercio con Norteamérica, de donde comienzan a llegar muebles con diseños ligeros.
Por cartas y testimonios de ciudadanos norteamericanos que visitaron la Isla durante ese período, puede constatarse que no eran pocos los que se radicaron en diferentes ciudades de nuestro país (Matanzas, Cárdenas...), motivados por razones climáticas, de salud u otras.
Ello trajo mayor conocimiento de los gustos y modas que, en cuanto a mobiliario se refiere, imperaban en ese momento. Circulaban catálogos estadounidenses de muebles por encargo destinados a Hispanoamérica y, muy especialmente, a Cuba. Producidos en forma industrial, penetran los muebles de mimbre y los llamados Thonet (sillones de Viena), que tan armónicamente se integraron al resto del mobiliario cubano.
El mimbre tiene gran acogida por lo bien que se inserta en la vivienda colonial, su adecuación al clima, y la riqueza de líneas y elementos decorativos que propicia. Si inicialmente el diseño era rígido, luego se fue transformando hacia líneas ampulosas, ondulantes, más en correspondencia con el modo y gusto cubanos.
En el último tercio también se destaca el mueble de «perillita», que es la interpretación de un estilo europeo. Realizada generalmente en majagua, la versión criolla usa rejilla en el alargado respaldo, que suele estar adornado con diminutos balaustres y coronado con hermosas tallas. Se propagó mucho y, durante décadas, los juegos de sala y comedor de ese tipo permanecieron en la preferencia de las familias acomodadas.
Más que de un mueble eminentemente criollo, se puede hablar de una adecuación del mueble foráneo a las costumbres y condiciones de vida en la Isla, de una reinterpretación de los estilos y su adaptación al trópico.
Para ello, a la existencia de exuberantes bosques de maderas preciosas, debió sumarse la pericia de un oficio que, traído a Cuba por los españoles, exige experiencia, habilidad y refinamiento.
Y cuando asediada por el clima, la arquitectura doméstica fue materializando el confort que exigía la clase dominante, surgió –como una de sus expresiones– el mueble con destellos de cubanía: cómodo, fresco, hermoso...