Destinado a la ceremonia del té, un simple cuenco de cerámica Raku resume el espíritu de sobriedad distintivo de la cultura japonesa, y deviene representación minimalista del orden cosmogónico universal.
Un cuenco rústico y de tosca factura es la pieza primordial de un ritual centenario: la ceremonia japonesa del té que se funda en la reverencia por la vida, y la búsqueda de una existencia perfecta basada en la paz corporal y espiritual.

 Al ver en el interior de una vitrina de la Casa de Asia (Oficina del Historiador) este cuenco rústico y de tosca factura, como si el alfarero hubiese descuidado cada detalle, pudiera parecer que no tiene ningún valor coleccionístico, que es a duras penas un utensilio doméstico más. Pero, precisamente, el valor de ese recipiente emana de su propia simplicidad, y se hace más preciado aún ante nuestros ojos cuando se conoce que constituye la pieza primordial de un ritual centenario: la ceremonia japonesa del té.
Desde sus orígenes, ese ritual se funda en la reverencia por la vida, así como en la búsqueda de una existencia perfecta basada en la paz corporal y espiritual. Tal estado se logra entre los presentes gracias a la quieta atmósfera de armonía y respeto por las personas y los objetos, conjugada con movimientos limpios y ordenados. Se exige, además, conocimientos sobre la utilización de la arquitectura, la jardinería, la caligrafía, la historia, la religión y la cerámica, los que —en su conjunto— imprimen al ceremonial todo su significado.
La idea de —mediante un ritual— elevar a la categoría de arte el simple acto de beber una taza de té, data de fines del siglo XV y pertenece al monje Zen, Murata Shukô (1423-1503), residente en la ciudad japonesa de Nara. Sin embargo, tal y como la conocemos hoy, esta ceremonia fue concebida por el esteta nipón Sen no Rikyu (1522-1591), quien promulgaba la sofisticación de la percepción, y cuya máxima «la vida es arte» ha trascendido hasta nuestros días.
Dicha celebración dura alrededor de cuatro horas y se realiza en una pequeña cabaña llamada sukiya, construida en un jardín y diseñada especialmente con ese fin. Quien la visita por vez primera se sorprende por su escasa y sobria decoración: un rollo colgante y un adorno floral (ikebana).
Antes de dar inicio a la ceremonia, el roji o camino de acceso a la sukiya es barrido cuidadosamente y rociado con agua fresca. Luego, para no hacer tan explícita la atención dispensada a los convidados, con sumo cuidado se esparcen por el jardín hojas y pequeñas ramas. Tras enjuagarse las manos y la boca en una fuente de piedra colocada a la entrada de la cabaña, se accede a su interior por una puerta baja y angosta. Todos los invitados, sin excepción, deben pasar a gatas e inclinados, pues es intención recordar que la humildad constituye uno de los pilares de la ceremonia. Una vez dentro, en silencio, son admirados los utensilios que serán usados. La mayoría de las veces éstos han pasado por sucesivas generaciones e integran el patrimonio familiar.
 En compañía de tres o cinco invitados (el número debe ser impar e indivisible), el ritual comprende el servicio de alimentos propios para la ocasión y, esencialmente, la preparación de una bebida a partir de matcha (té verde en polvo). Esta infusión fue introducida en Japón hacia los siglos VI-VIII, paralelamente al budismo, y resultó de gran ayuda a los monjes para mantenerse en vigilia durante las largas horas de meditación.
En la primera fase de la ceremonia se sirve una comida ligera, por lo general tradicional japonesa (kaiseki ryori). Después, los comensales se retiran a un banco situado en el exterior de la sala de té, y, pasado un tiempo, el maestro hace sonar cinco o siete veces un gong de metal para anunciar la entrada al recinto, donde sólo se escucha el sonido del agua hirviendo en la marmita de hierro, llamado metafóricamente «el viento de los pinos» (matsukaze).
Entonces, comienza el momento más importante de la ceremonia: el goza-iri, durante el cual se bebe un té espeso y caliente. La manera de servir esta infusión varía de acuerdo con las diversas escuelas japonesas (las principales son Urasenke, Omotesenke y Mushakojisenke).
En el cuenco se ponen tres cucharadas de matcha por invitado, se añade agua caliente y se mezcla con un agitador de bambú (chasen) hasta obtener una bebida espesa y espumosa. El té elegido es de hojas de plantas de entre 20 y 70 años de edad. Acto seguido, cerca del brasero de hierro donde ha hervido el agua, el maestro coloca el cuenco. El invitado principal lo toma con la mano derecha, y lo sostiene en la palma de la mano izquierda. Después de girarlo tres veces hacia la derecha, bebe varios sorbos, limpia el borde con una servilleta de papel y, tras voltearlo en sentido contrario, lo pasa al siguiente invitado, quien de semejante manera bebe del mismo y lo entrega al próximo. Cuando el último invitado termina, devuelve el cuenco vacío con una reverencia de agradecimiento al maestro, quien retira de la sala los utensilios. La ceremonia se da por concluida cuando, en silencio, los presentes abandonan la sala de té.

EL CUENCO RAKU
El monje Murata Shukô, y el esteta Sen no Rikyu, se plantearon sustituir las tazas para té traídas de China y de Corea, porque había más interés en el hecho de poseerlas como objetos de lujo y elevado costo, que por su vínculo al ceremonial mismo.
Fue bajo la supervisión del propio Rikyu, que el afamado alfarero Sasaki Chojiro (1516-1592) —radicado en Kyoto y proveniente de una familia de alfareros coreanos emigrados a Japón— introdujo la cerámica Raku en lugar de las antiguas tazas chinas o coreanas usadas hasta entonces.  Se dice que el hijo de Chojiro, Jokei, recibió de Toyotomi Hideyoshi, gobernante de Japón a finales del siglo XVI, un sello de firma con el ideograma «Raku», que significa placer. Esto se debió a que la arcilla con que fue confeccionado el primer cuenco provenía de Jurakudai, pabellón del placer del palacio de Hideyoshi.
De ahí toma el nombre esa cerámica, pues devino costumbre estampar el sello con dicho ideograma en la base de los cuencos. También Chojiro y sus descendientes adoptaron el nombre de «Maestro Raku». Hoy día se queman excelentes piezas en el horno de Raku Kizaemon, quien a sus 49 años es el maestro Raku número 25 y, aunque su obra posee una impronta personal, conserva y atesora —en secreto— las técnicas utilizadas por Chojiro, el primer maestro Raku.
Modelada a mano y cocida a baja temperatura con esmalte de plomo, la cerámica Raku es fruto de una tecnología importada y de una estética única basada en el Wabi–Sabi: apreciación por la austeridad, la humildad y la búsqueda del ideal de armonía y simplicidad.
La principal característica de esta cerámica consiste en que ha sido concebida para ser tocada y mirada, además de trasmitir todos los sentimientos del artista en el momento de la creación. Los dedos del alfarero, en movimiento al trabajar la arcilla, se expresan a través del peso y la superficie de las piezas.
Quemadas en un horno pequeño de atmósfera oxidante, a una temperatura relativamente baja (800 grados centígrados), dichas piezas pueden ser vidriadas o esmaltadas en negro y, ocasionalmente, en blanco, rojo o amarillo. Y es en el preciso momento en que su esmalte funde cuando —a diferencia de la manera convencional de cocer cerámica— son extraídas del horno y sumergidas en paja de arroz, que se enciende al entrar en contacto con el ceramio al rojo vivo, creando una atmósfera que permite la reducción de los óxidos metálicos utilizados para su esmalte.
La rápida combustión de la paja de arroz al recibir la pieza, tiene su equivalente en la idea de la iluminación súbita, preconizada por la secta budista Zen.
Todos estos procesos generan impredecibles efectos sobre la superficie del cuenco; algunas de sus partes son lisas, y otras, ásperas. Son tales las variaciones tonales en la intensidad del esmalte que, cuando se voltea la pieza, se descubren inesperadas perspectivas armoniosamente conexas entre sí, como si en ella se resumiera —a mínima escala— el orden macrocósmico universal.
Es por ello que, al tener en las manos un cuenco para té, junto a los japoneses, podemos aseverar que sostenemos el universo en la palma de la mano.

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar