En la villa de San Cristóbal de La Habana terminó sus días este canadiense de estirpe legendaria: famoso héroe de la nueva Francia, capitán invicto de la armada del rey Luis XIV.
El destino de este legendario héroe canadiense –quien había llegado resuelto a descargar un golpe demoledor contra la presencia inglesa en América– se encuentra misteriosamente unido a La Habana.

 Una multitud se reúne en los alrededores de la Iglesia Parroquial Mayor de San Cristóbal de La Habana. Es 9 de julio de 1706. Durante las últimas horas, una noticia ha estallado como reguero de pólvora por toda la ciudad: el capitán general Pedro Álvarez de Villarín, recién venido de España, ha muerto súbitamente de un mal misterioso.
Coincidentemente, ha caído también fulminado –en el mismo momento y en las mismas circunstancias– el comandante de la poderosa escuadra francesa anclaba en el puerto habanero, el canadiense Pierre Le Moyne D’Iberville, quien había llegado resuelto a descargar un golpe demoledor contra la presencia inglesa en América.
Aunque se sostiene que De Villarín y D’Iberville son víctimas del Mal de Siam, enfermedad tropical que suele castigar mortalmente a los habitantes de la Isla, el fallecimiento súbito de ambos hombres levanta rumores de incredulidad: ¿Acaso fueron envenenados por los ingleses? ¿No habrá sido la alianza sellada por ambos, motivo de ejecución sumaria por parte de los agentes enemigos?

UNA REPUTACIÓN VERAZ
Nacido en Ville-Marie (actualmente Montreal), con apenas 44 años, el todavía joven militar gozaba de una bien merecida reputación, rayana en leyenda.
Gracias a su determinación y coraje, se había ganado el mando efectivo de expediciones a través de los bosques hostiles que rodeaban la bahía de Hudson, en el norte de Nueva Francia. Allí persiguió sin misericordia a los ingleses, aprovechando como aliado el crudo invierno polar y empleando contra ellos las experiencias que, cuando niño, adquiriera durante su convivencia con los indios autóctonos, cuyos dialectos (hurón e iroqués) dominaba a la perfección.
D’Iberville dirigía con habilidad a los voluntarios canadienses (coureurs des bois), heroicos pero indisciplinados. Acostumbrados a las vicisitudes de la guerra y a las dificultades del terreno, estos hombres –si eran bien guiados– rendían mucho más que las tropas regulares enviadas desde Francia. Durante años, mantuvieron aterrorizados a los comerciantes de Nueva Inglaterra, los yankis de Boston, quienes soñaban desesperadamente con extender su territorio al resto de América.
Conociendo esas habilidades de D’Iberville, a fines de 1696 los mandos superiores le encomiendan expulsar a los ingleses de sus fuertes en Terranova, lo cual logra en el curso de una larga y difícil campaña invernal, tras tomar sucesivamente las fortalezas de Saint-John y York.
A bordo del «Pelican», el buque insignia de su escuadra, el canadiense ataca con pericia desconcertante al enemigo y lo reduce a la nada. El mar es su elemento favorito. Sobre y en el mar, va ganando todos los grados: teniente de navío, capitán de fragata ligera, capitán de navío, comandante de escuadra y, por último, Almirante.
Tales son sus cualidades de guerrero y valor personal, que Luis XIV –el Rey Sol– decide encomendarle la misión de dominar el territorio que abarca desde la desembocadura del Mississippi hasta el Golfo de México (o sea, la Luisiana).
Ya por esa época, D’Iberville estaba convencido de la teoría que siempre defendió: si no se detenía a Inglaterra en el plazo más breve, ese país ocuparía rápidamente todo el continente americano.
 Así, en un documento titulado «Memoria de la costa de la Florida y de una parte de México» –que remitiera en 1699 a De Pontchartrain, su jefe y ministro de la Marina–, aborda la cuestión con tono profético: «Los ingleses tienen el espíritu de colonia. Si Francia no se apodera de esta parte de América que es la más bella, la colonia inglesa que se ha vuelto considerable, crecerá de forma tal que en menos de cien años será lo suficientemente fuerte para apoderarse de toda América y expulsar de ella todas las otras naciones».
Durante su estancia en Luisiana a partir de 1699, D’Iberville se esmera en mantener relaciones cordiales con las tropas españolas allí acantonadas, de modo que pueda contar con ellas en caso de lucha contra las fuerzas inglesas.
Para beneplácito suyo, tal alianza franco-española se hace posible a partir del año siguiente con la llegada al trono de Felipe de Anjou (Felipe V para los españoles), quien inaugura la dinastía de los Borbones en España.
Por otra parte, en Francia, el importante papel desempeñado por D’Iberville es reconocido de manera pública, al ser el primer canadiense nombrado Caballero de San Luis, honor otorgado personalmente por el agradecido Luis XIV.
Ello, sin embargo, no exime al guerrero de tener detractores entre sus propios compatriotas (incluidos autoridades de Québec e importantes hombres de negocios), quienes transmiten a París acusaciones contra su persona y cuestionan sus proyectos.
Mientras D’Iberville propone extender la presencia francesa en el sur de América, argumentando la urgencia de frenar la expansión inglesa desde las Carolinas, sus adversarios arguyen a la Corona que el fomento de Canadá hacia la Luisiana ya ha recibido demasiada ayuda y, por tanto, los recursos disponibles deben destinarse a las locaciones del Norte.

UNA IDEA PERTINAZ
D’Iberville no descansó en su afán de convertir a la Luisiana en un firme bastión de la francofonía. Pero allí, en sus malsanos pantanos, contrae por primera vez las fiebres tropicales y, quebrantado de salud, tiene que abandonar esas tierras.
Decide marcharse a La Habana, adonde llega por primera vez el 27 de abril de 1702. Una vez restablecido, retorna a Francia, y ya nunca más volverá a la Luisiana, pese a que al año siguiente es nombrado Comandante en Jefe y Gobernador de esa colonia francesa.
Sin embargo, no deja de insistir en sus proyectos americanos y, luego de exponerlos en varias ocasiones a las más altas autoridades de la Corona, en 1705 por fin logra que sean acogidos favorablemente por el ministro de marina De Pontchartrain y Luis XIV.
Como las exhaustas arcas reales no podían respaldar una acción de tal envergadura, se halló una solución alternativa: el monarca francés proporcionaría al marino canadiense once buques de guerra, con la condición de que los sueldos que habrían de pagarse a la tripulación fueran sufragados por el propio D’Iberville.
Éste ha previsto comenzar la expedición bélica por las Antillas y, tras hacer escala en La Habana, lanzar su imponente escuadra sobre las Carolinas; después, sobre Nueva York y Boston y por último, sobre Terranova, que los ingleses han recapturado.
La primera acción combativa la depara a D’Iberville un botín fastuoso: en la antillana isla de Nevis logra diezmar a los ingleses y ocuparles una flota de veinticinco navíos cargados de mercancías. Perseguido implacablemente por dentro de los cañaverales, adonde ha huido en desbandada, el gobernador de esa colonia británica se rinde junto a cuatrocientos cuarenta oficiales y soldados.
El golpe es tan contundente, que hace cundir el pánico en todas las posesiones inglesas del Caribe, así como en la costa atlántica del continente: desde la actual Venezuela hasta Terranova.
Sorteando con maestría al enemigo, que trata infructuosamente de bloquearla en el mar, la escuadra francesa –reforzada con los buques apresados en Nevis– se dirige a la costa norte de Cuba, siguiendo el plan previsto. El 13 de mayo de 1706, la flota llega a San Cristóbal de La Habana. El momento es particularmente difícil pues, agitados por emisarios provenientes de la Jamaica inglesa, los habaneros se muestran muy hostiles a la presencia de marinos franceses en el puerto. Ya a comienzos de ese año, el gobierno de don Luis de Chacón y don Nicolás Chirino –gobernadores militar y político, respectivamente– había dominado la situación publicando un bando que prohibía a los ciudadanos salir de sus casas desde las doce de la noche en adelante... so pena de sufrir destierro a La Florida, cuyos pantanos tenían una reputación siniestra.
Así las cosas, llega a la Isla el nuevo Capitán General, Pedro Álvarez de Villarín, quien logra calmar la efervescencia contra los franceses y se dispone a cooperar con D’Iberville. El proyecto del canadiense enseguida le seduce y decide respaldarlo ofreciéndole su mejor navío, que debe regresar pronto de Veracruz con una tripulación de trescientos marinos. Por su parte, el conquistador de Terranova y fundador de Luisiana, está convencido de que, con el apoyo español, Nueva Inglaterra será barrida de los mapas. Entonces, podrá regresar a Montreal, su ciudad natal, como un libertador.

ALIANZA Y MUERTE
En el Castillo de la Real Fuerza, los dos hombres traban amistad y sueñan con el triunfo de una gran alianza franco-española que transforme toda la época. Juntos descubren la vida habanera, sus colores, sus sonidos... en una época en que la villa es más que nunca el corazón de las Américas, formidable puerto de entrada a un continente en plena ascensión.
Pero el 8 de julio de 1706, el sueño de los aliados termina en forma tan abrupta como misteriosa. Ambos son atacados por las atroces fiebres del Mal de Siam.
D’Iberville agoniza en su navío, rodeado por sus más fieles compañeros. Un silencio lúgubre ensombrece el puerto habanero y sus aguas repletas de barcos franceses con las velas desplegadas. Al mismo tiempo, en sus habitaciones del Castillo de la Real fuerza, Villarín es atendido por médicos y amigos, que asisten impotentes a su horrible sufrimiento.
El 9 de julio, las campanas de la Parroquial Mayor doblan anunciando la trágica noticia: De Villarín, el nuevo Capitán General, y D’Iberville, el famoso jefe de la flota francesa, han muerto.
El acontecimiento siembra el estupor en la población. De todas partes acuden los curiosos para ver entrar a la iglesia los despojos de los dos personajes, cubiertos por negras telas. A usanza de la época, son enterrados en el interior del templo, luego de que el obispo auxiliar de La Habana, Dionisio Rozino, pronuncie la oración de despedida. El acta de sepultura recoge el nombre de D’Iberville, pero en su variante españolizada: «El General Don Pedro Berbila, natural del reino de Francia», puede leerse en el libro IV de entierros de personas blancas de la Parroquial Mayor (folio 78, número 26), hoy guardado en el archivo de la Catedral de La Habana. También en ese libro está consignado, el mismo 9 de julio, la muerte del Capitán General de la Isla.
Se ha dicho en alguna ocasión que la muerte de D’Iberville no sobrevino como consecuencia de las fiebres tropicales. A esa conjetura parece responder una memoria del 30 de mayo de 1738 que, conservada en los Archivos de los Servicios Hidrográficos de la Marina francesa, dice textualmente:
«(D’Iberville) murió en ruta envenenado, se ha dicho, por las intrigas de una nación famosa que temía tal vecino...»
Conjetura o no, lo cierto es que la muerte súbita del guerrero canadiense y su extraña coincidencia con la de Villarín, despejaron el terreno bélico para las fuerzas inglesas.
Medio siglo después, el 13 de septiembre de 1759, el general inglés James Wolfe obtiene la victoria decisiva sobre el general francés Louis Montcalm en los llanos de Abraham, en las inmediaciones de la ciudad de Québec.
Firmado en 1763, el Tratado de París confirma definitivamente el fin de la Nueva Francia.
Un año antes, en 1762, los ingleses se apoderaron de La Habana por once meses y, a cambio de su devolución, Carlos III tuvo que cederles La Florida.

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar