La estatua habanera de Fernando VII fue esculpida por este escultor catalán, de quien apenas existían referencias historiográficas confiables hasta hace muy poco, a pesar de haber alcanzado el grado máximo de autoridad artística de su tiempo: la presidencia de la Academia de San Luca, en Roma, que ejerció desde 1838 a 1840. (Tercera Parte)
Por: Gonzalo Wandosell y Fernández de Bobadilla
La estatua habanera de Fernando VII fue esculpida por este escultor catalán, de quien apenas existían referencias historiográficas confiables hasta hace muy poco, a pesar de haber alcanzado el grado máximo de autoridad artística de su tiempo: la presidencia de la Academia de San Luca, en Roma, que ejerció desde 1838 a 1840.
El redescubrimiento del escultor Antonio SoláLlansas responde al aumento progresivo de la atención hacia la etapa neoclásica y, especialmente, hacia la escultura. A medida que se avanza en el estudio detallado de las fuentes artísticas de esa época, se hace cada vez más ostensible la necesidad de justipreciar a esta figura, atendiendo a su significado no solamente para la historia del arte español y catalán, sino también para Cuba.
Mi contribución a la revalorización de Solá se encuentra relacionada con el hecho de haber llegado a mis manos parte de su legado, incluida una copiosa documentación que arroja luz sobre su personalidad, su carácter y su entorno. Aunque no se conservan cartas personales del artista, ese fondo documental sirvió para mostrar su vertiente humana y más íntima en la exposición que, con el título «La belleza ideal. Antonio Solá (1780-1861), escultor en Roma», le dedicó el Museo FredericMarès en 2009.
Al reseñar cuál es el estado de los estudios más recientes sobre Solá, mi propósito es dotar a los investigadores cubanos de nuevos elementos que les permitan tener una visión más objetiva del artista que esculpió la estatua habanera de Fernando VII. Ya está debidamente esclarecido que Solá trabajó a partir de dibujos preliminares o un modelo de yeso que, aprobados por el propio monarca, fueron realizados por José Álvarez Bouquel (uno de los hijos del reconocido escultor José Álvarez Cubero), tras ganar un concurso convocado a tal efecto por la Academia de San Fernando.
Ese joven escultor no tuvo tiempo para trabajar en la obra, ya que se le comunicó la noticia de que el rey había elegido su modelo el 16 de diciembre de 1829, y falleció el 22 de agosto de 1830. Fue entonces cuando Juan Miguel de Grijalba y Francisco Gómez Pedroso —oficiales en Madrid a quien el Intendente de Cuba había delegado el asunto— firmaron un contrato con Solá, el 17 de abril de 1831, relativo a la ejecución por 4 000 escudos de la referida estatua.1
Para ese momento, el artista ya se había afianzado en Roma, adonde llegó en 1803 como becario gracias a un concurso convocado por la Junta de Comercio, cuyo premio era la sufragación de una pensión en esa ciudad por cuatro años. Salvo en dos ocasiones, nunca más volvió a Barcelona, en la que adquirió su primera formación artística; aunque siempre mantuvo vínculos con su patria durante todas las etapas siguientes de su vida, que resumiremos brevemente acentuando algunos de sus principales hitos de carácter biográfico y artístico.
Como pensionado en Roma (1804-1820) destaca el hecho de que estudió en la Scuola de Nudo, donde tuvo como profesor a Antonio Canova, el mayor representante de la corriente neoclásica de la escultura. Fueron años díficiles, sobre todo a partir de 1808, cuando se exigió a los españoles residentes en el exterior que debían jurar fidelidad al nuevo rey José Bonaparte para poder seguir cobrando del erario público. Para eludir esa orden, funcionarios y artistas arguyeron que no cobraban del rey, sino de la Junta de Comercio. No obstante, a partir de enero de 1809 fueron encarcelados durante varios meses en territorio italiano, además de que finalmente la Junta de Comercio cortó el pago de dichas pensiones a raíz de la invasión francesa a España. Según los biógrafos de Canova, fue este quien intermedió ante las autoridades para liberar a los jóvenes artistas españoles, entre los cuales estaba Solá, además de ayudarles con dinero y comida mientras se encontraban en prisión.
Ya en el poder Fernando VII desde 1814, luego de que los franceses fueran expulsados, Solá pasa a ser un pensionado real en 1817 y hay constancia de su participación en la reestructuración de la villa Mattei, la cual fue adquirida por Manuel Godoy, el primer ministro de los reyes Carlos IV y María Luisa, exilados desde 1812 en esa ciudad, donde murieron ambos en 1819. También el escultor recibe encargos del duque de Berwick, gran coleccionista y mecenas español, así como de la familia Bonaparte, concretamente de Jerónimo, hermano pequeño de Napoleón, radicado también en Italia tras el destierro del emperador a Santa Helena.
Vive Solá sus años de madurez en la Roma de la restauración (de Pío VII a Pío IX), participando activamente en los debates académicos sobre la nueva concepción del patrimonio público arqueológico y artístico, las nuevas técnicas de restauración y los usos de los museos. Es el momento cumbre del movimiento estético que defiende la herencia clásica y el arte griego, otorgando un papel primordial a la escultura. Desde fines de los años 20, su carrera como escultor y docente comienza a ascender hasta alcanzar el máximo reconocimiento en la década siguiente. Recibe encargos reales y particulares, entre ellos la estatua fernandina para La Habana y la que es considerada su obra maestra: el grupo Daoíz y Velarde, que culmina a mediados de 1830. Ese mismo año es elegido director de los pensionados españoles en Roma, cargo que ejerció hasta su jubilación en 1856.
Existe el criterio de que, como escultor, no produjo más debido precisamente a sus tareas académicas, además de que debía velar por los artistas españoles allí residentes, entre los que estaba Federico de Madrazo, quien lo apreciaba mucho (le hizo padrino de uno de sus hijos). Solá quiso crear una Academia de España en Roma para ayudar a sus compatriotas, pero no pudo lograrlo. En cambio, tuvo el honor de ser elegido presidente de la Academia de San Luca, puesto que fue ocupado por un profesor no italiano solo en dos ocasiones: por BertelThorvaldsen (1827-1828) y por Solá (1838-1840).
De su prestigio también da crédito que el Vaticano le solicitara informes en materia de restauración. Como parte del claustro de San Luca, en 1825 su voto fue tenido en cuenta para aprobar la restauración del Juicio Final de la Capilla Sixtina por VincenzoCamuccini. El arranque de los frescos de la iglesia española de Plaza Navona es otro ejemplo de las contribuciones de Solá a la conservación del patrimonio histórico-artístico, ya que gracias a esa acción suya hoy pueden admirarse esas pinturas de AnnibaleCarracci y sus colaboradores en el Museo del Prado.
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1Anna Riera: «Antonio Solá (1780-1861). Una vida dedicada al arte», en La belleza ideal. Antonio Solá (1780-1861), escultor en Roma. Cuadernos del Museo FredericMarès, 2009, pp. 283-368.
GONZALO WANDOSELL Y FERNÁNDEZ DE BOBADILLA
Doctor en Ciencias Económicas,es decano de Administración y Dirección de Empresas de la Universidad Católica de San Antonio, Murcia, España.