Sobre los primeros años de la vida de Martí y su entorno familiar, se conoce gracias a este testimonio de Fermín Valdés Domínguez, quien fue su amigo desde la adolescencia y compartió con él grandes confesiones y sinsabores.


 Al nacer Martí desempeñaba su padre el destino, importante entonces, en aquella época de pasiva obediencia a la autoridad, de celador de policía. Era, pues, uno de aquellos agentes de la autoridad que, al pasar por las calles con sus dos salvaguardias detrás, dejaban el espanto en los malvados, cuando éstos no eran sus colaboradores en la persecución de algún cubano contrario al déspota o enemigo de los negreros.
Tanto el celador don Mariano como su esposa eran honrados, aunque de poca inteligencia e instrucción.
De un año de nacido lo llevaron a España sus padres: querían éstos visitar a sus parientes en Valencia. Desembarcaron en Cádiz y permanecieron menos de un año en Valencia, y, de vuelta a La Habana, siguió don Mariano desempeñando su destino, en el que era estimado por su bondad, a pesar de su aspecto rudo y de sus formas violentas y despóticas.
Los padres, pues, de Martí, lo educaban en el amor a España, y para que fuera en la Celaduría, al lado de su padre, el continuador de su misión policíaca.
De un pequeño colegio de barrio, del que decía Martí que no podía olvidarse porque al maestro, y también a la maestra, debía él que sus orejas se separaban de la cara algo más de lo natural, y por las palmetas que de ellos sufrió, pasó a los nueve años al colegio «San Anacleto», que dirigía en La Habana el laborioso e ilustrado educador señor Rafael Sixto Casado.
Recordar aquella época de la vida de Martí es tanto como empezar a anotar en su historia triunfos y honores. Pronto, a pesar de sus pocos años, fue el primero en todas las clases; el alumno predilecto de todos sus profesores; el que, con modestia sin ejemplo, se ganaba todos los premios; y era, por su bondad y por su talento, el hermano más que compañero, de los que tuvieron la dicha de ser sus condiscípulos; en aquel colegio fueron sus íntimos Fermín Valdés Domínguez y Eduardo F. Pla.
Cuando ya escribía –a los diez años– con toda corrección y sabía gramática y aritmética y geografía, y su poco de historia y literatura, su padre pensó que para escribiente de la Celaduría ya sabía Pepe –como él lo llamaba– bastante.
Ya no podía ir Martí al colegio de «San Anacleto», y para no perder sus cursos en el Instituto de Segunda Enseñanza, se matriculó, y allá iba, cuando podía escaparse de la Celaduría, y esto gracias a un señor Arazosa, muy amigo de su padre, que le daba, a espaldas de éste, para pagar las matrículas.
Pero esto no podía durar sin graves disgustos para el desventurado niño, que tenía que sufrir por su deseo de ilustrarse, puesto que para sus padres no debía ser más que un escribiente sin porvenir.
Y su deseo de vencer la injusta imposición paternal lo llevó, en el año de 1867, al colegio «San Pablo», que dirigía en La Habana el sabio maestro de la juventud, el ilustre poeta cubano, el caballero correctísimo y patriota sin tacha señor Rafael María de Mendive. Allí encontró de nuevo a su antiguo amigo Valdés Domínguez, y ambos se unieron en el más leal afecto, y como hermanos se buscaban, en las horas de estudio, en las aulas que fueron teatro de sus primeros triunfos como escritor y poeta.
Su pobreza y su talento eran íntimos lazos de afecto que amorosamente ligaban más cada día a aquel amigo con su compañero noble y cariñoso. Martí tenía otra casa en la casa del hermano, y eran suyos los libros de éste y cuanto tenía, sintiéndose, en cambio, dichosísimo Valdés Domínguez con sus consejos y sabias explicaciones que le ayudaban en sus estudios.
Los padres de Valdés Domínguez tenían a Martí por hijo, y se regocijaban ante aquel santo e íntimo acercamiento de almas.
Cuando sus compañeros, más que Martí, se ufanaban de los triunfos alcanzados por éste en los exámenes en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, vinieron a despertar en sus corazones el amor patrio, ennoblecido en ellos por las palabras de su director, el 10 de octubre primero, la libertad de imprenta, decretada por el general Dulce, después; y luego los sucesos de Villanueva, que llevaron al señor Mendive, a la cárcel, al castillo del Príncipe, y a España como deportado.
Mendive tuvo en Martí un agradecido y buen hijo.
Martí no fue entonces –para querer y para servir a su maestro– un niño, sino un hombre; y un hombre valeroso y altivo. Él fue al Gobierno, y habló con el gobernador político señor Gutiérrez de la Vega, y sin ninguna recomendación, consiguió un pase para poder entrar en el castillo del Príncipe, y llegar hasta el calabozo en donde estaba encerrado el señor Mendive. Y allá iba diariamente, solo o acompañando a la señora Micaela Nin y Pons de Mendive, a la esposa ejemplar, a la madre amorosa y a la matrona honra de la sociedad cubana.
Martí quería a sus padres con toda la pureza de su alma; pero Martí no había nacido para ser únicamente el fénix de los escribientes de celaduría; y en la vida íntima de la casa del señor Mendive, y siendo en la de los padres de Valdés Domínguez un hermano de éste –en todo él, a pesar de sus catorce o quince años–, se veía al hombre cortés y elegante por instinto, aunque siempre modesto y esclavo del estudio y del trabajo. Así, después de la prisión del señor Mendive, siguió sus estudios y se colocó en el escritorio del señor don Cristóbal Madan, antiguo y buen amigo de su director señor Mendive.
Durante la libertad de imprenta, publicaron él y Valdés Domínguez un periódico, El Diablo Cojuelo, a Martí se le autorizó por el Gobierno civil español para la dirección de La Patria Libre, que redactaban los señores Mendive y Madan, siendo este periódico el que publicó el hermoso poema de Martí titulado Abdala.
Fue para Martí día de emociones aquél en que vio –en plomo– a Abdala, los primeros versos suyos que merecían esos honores: su alegría era grande. Gozábamos viéndolo feliz. ¡Él que siempre estaba triste! Pero duró poco su felicidad, pues al abrazarlo de vuelta de su casa, era dolorosa la aflicción de Martí: había sido castigado por sus padres, que no estaban de acuerdo con aquellos escarceos poéticos y políticos.
En la dedicatoria cariñosa que escribió entonces en un retrato se leen las luchas de su corazón. Hijo amantísimo, quería encontrar en su hogar alientos para poder ser –por sus estudios y por sus escritos– útil a su patria. Dice así la dedicatoria:

En mis desgracias, noble amigo, viste/¡Ay! Mi llanto brotar; si mi tirano/ La arrancó de mi alma, tu supiste/ Noble enjugarlas con tu amiga mano,/ Y en mis horas de lágrimas, tú fuiste/ El amigo mejor, el buen hermano./ Recibe, pues, con el afecto mío,/ Este pobre retrato que te envío.
12 de junio de 1869.


Y llegó el cuatro de octubre de 1869.
Acusados aquel día, por un grupo de voluntarios, Eusebio y Fermín Valdés Domínguez, Manuel Sellén y M. Atanasio Fortier, de que, al pasar por la casa Industria 122 –morada de los Valdés Domínguez–, de vuelta de una «gran parada», se habían burlado de ellos, vinieron, por la noche, con gran escándalo, a prenderlos.
Durante toda aquella noche hicieron un escrupuloso registro en la casa de Valdés Domínguez, y en la mesa de estudio de Martí y Fermín encontraron algunos periódicos del período de la libertad de imprenta del general Domingo Dulce, y una carta cuyo sobre estaba sin cerrar, que aquel mismo día habían escrito Martí y Valdés Domínguez para mandarla a un condiscípulo que se había alistado como oficial español, siendo cubano, y estaba peleando contra su patria. La carta decía:

Sr. Carlos de Castro y de Castro.
Compañero:
¿Has soñado tú alguna vez con la gloria de los apóstatas? ¿Sabes tú cómo se castigaba en la antigüedad la apostasía? Esperamos que un discípulo del señor Rafael María de Mendive no ha de dejar sin contestación esta carta. –Habana, octubre cuatro de mil ochocientos sesenta y nueve.– José Martí. Fermín Valdés Domínguez.

Esta carta determinó la prisión, pues ya Valdés Domínguez había sido recluido en la cárcel. Tras seis largos meses de causa pendiente, se juzgó en consejo de guerra a los acusados por los voluntarios.
Martí y Valdés Domínguez, que tenían la letra muy parecida, sostuvieron ante el Tribunal que sólo uno había escrito la carta y firmado por los dos. Pero en el careo a que se les sometió, Martí no dejó hablar al que él llamaba su hermano del alma, y con energía lo hizo él para demostrar que era suya toda la culpa, y formulando duros ataques contra España y proclamando, en párrafos correctos y elocuentes, el derecho de los cubanos a la independencia, asombró por su audacia y dominó con el hechizo de su palabra a aquel tribunal de militares sanguinarios y nada peritos en la aplicación de las leyes. Fue aquél su primer discurso y la prueba más hermosa de su lealtad de amigo agradecido y noble. Actos como éste sólo son propios de almas ejemplares como la suya. Dieciséis años tenía entonces Martí. El fiscal pedía para él la última pena, y para Valdés Domínguez diez años de presidio. El fallo fue seis años de presidio para ambos. Martí pasó de la cárcel al presidio el cuatro de abril de mil ochocientos setenta, con el número ciento trece de la primera brigada de blancos y su prisión de tres ramales fue –desde el primer día– a los terribles trabajos de la cantera de San Lázaro; peregrinación tristísima que hizo durante dos meses hasta que fue destinado a la cigarrería departamental. Por conmutación de condena ingresó de nuevo en la cárcel en 10 de octubre del mismo año, para ir a Isla de Pinos como deportado; y, por último, fue trasladado a La Habana, en diciembre también del mismo año, y confinado a deportación en España, fue embarcado el treinta de dicho mes.
Lo que Martí sufrió en presidio él lo dijo en un hermoso folleto que publicó en Madrid en 1871: El Presidio Político en Cuba.
Del presidio salió enfermo, y enfermo y pobre lo encontró en Madrid su hermano Valdés Domínguez, cuando después de arrastrar cadenas en presidio como compañero de los jóvenes estudiantes asesinados el 27 de noviembre de 1871, allá lo mandaron las autoridades españolas de La Habana, que, temerosas de los voluntarios, dejaron incumplidas las órdenes de las Cámaras españolas y del rey don Amadeo de Saboya.
Martí estaba muy enfermo en julio de 1872. Dos veces lo habían operado de un sarcocele producido por un golpe de la cadena de presidiario en las crueles faenas de la cantera. Nunca se curó de la que fue para él terrible dolencia, por las operaciones hechas a destiempo y en malas condiciones, y que tantas veces le obligó a guardar cama y le impedía andar.
Vivía entonces en una buhardilla y comía gracias a unas clases que daba en casa de don Lejandro Álvarez Torrijos y de la señora viuda del general español Ravenet. Ocultando él, como siempre, sus necesidades, nada decía de sus penas a nadie, y menos a su generoso y leal amigo el español señor Torrijos, ni a la cubana y noble generala. Delgado, sombrío el semblante, era un condenado a muerte por la enfermedad.
La llegada del compañero cambió el triste cuadro: ambos estaban enfermos; pero con elementos para hacer la guerra a muerte, se aprestaron para la lucha.
Los doctores Vandela y Gómez Pamo los atendían. Acordaron operar de nuevo a Martí, y en aquella difícil intervención quirúrgica se vieron los defectos, ya irremediables, de las anteriores. No quedó curado Martí, pero decidieron seguir sus distintas carreras, ya que sólo eso podían hacer, dado el estado físico en que se encontraban.
Al dejar Martí a Cuba no había terminado sus estudios de letras y filosofía.
Se examinó de admisión en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana el 27 de septiembre de 1866, con nota de aprobado, y cursó y aprobó en el mismo, en el año académico de 1866 a 1867, las asignaturas de gramática castellana (primer año), y principio y ejercicios de aritmética, obteniendo en todas ellas la calificación de sobresaliente, y la de doctrina cristiana e historia sagrada ganada por asistencia y aprovechamiento.
En el año, pues, de 1872, a los 19 años de edad, reanudaban aquellos dos hermanos los estudios, primero en Madrid y después en Zaragoza. Ya hemos dicho que su primer discurso fue el que pronunció ante el consejo de guerra que lo juzgó; pero queremos recordar otro suyo en Madrid.
En la casa de un cubano entusiasta, el señor Carlos Sauvalle, se reunían los cubanos para hablar de la patria y tratar de honrarla auxiliando a los presidiarios de Ceuta, fundando periódicos y contestando en folletos, como el que Martí publicó –La República Española ante la Revolución Cubana–, a los ataques de los hombres políticos españoles que, falseando la verdad, engañaban a los crédulos que sólo veían en Cuba a la factoría necesaria.
Reuníanse allí los cubanos el 27 de noviembre para conmemorar el primer aniversario del asesinato cruel. Martí acababa de operarse, y, pálido y demacrado, iba del brazo de su amigo, con su amable sonrisa en los labios y en su frente sombra de tristeza honda.
A pesar de estar débil y enfermo, habló, y fue su oración –patriótica y enérgica– tan hermosa y arrebatadora, que en aquella sala no había corazón que no se agitara de pena, ni ojos que no lloraran, ni labios que no se abrieran nerviosos para aclamarlo. Detrás de él, a espaldas de la improvisada tribuna, colgado en la pared a la altura de su cabeza, estaba un mapa de Cuba; y cuando Martí, al terminar, evocó a la patria y habló en nombre de los que allí lo escuchábamos con religiosa unción, al decir: «¡Cuba llora!»... el mapa se desprendió de la pared y quedó sobre su cabeza, como si quisiera convertirse en corona de laurel para su frente (...)


«Ofrenda de hermano», del que se ha reproducido aquí apenas un fragmento, fue publicado por primera vez en 1908, en el periódico El Triunfo, y luego –por Gonzalo de Quesada y Aróstegui– en la introducción al volumen XII de las Obras Completas de José Martí.
Valdés Domínguez también escribió algunos trabajos sobre los sucesos del 27 de noviembre de 1871, por los que sufrió condena, y un extenso Diario de Campaña, publicado parcialmente.

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