A diferencia de otras tierras de América, la isla de Cuba conservó el nombre que le dieron sus primigenios habitantes.
Esta denominación geográfica se debe a los aborígenes antillanos, quienes hablaban lenguas muy afines, pertenecientes a la familia lingüística aruaca.
Cuba es el nombre de la «tierra más hermosa que ojos humanos vieran», como la calificó Cristóbal Colón. Los cubanos nos sentimos orgullosos de que el nombre de nuestra patria sea tan atractivo como definitivo. En efecto, es atractivo por su sonoridad, y definitivo por su procedencia. Pero no todos los que lo utilizan conocen su origen y significado, ni saben que mucho antes de que Colón lo documentara por escrito en su Diario de navegación, era conocido por las comunidades aborígenes que poblaban las Bahamas o Lucayas y las Antillas Mayores, o sea, desde épocas anteriores al arribo de los europeos a estas regiones de América.
El Almirante de la Mar Océano, sin proponérselo, había descubierto para la Europa renacentista un nuevo y desconocido mundo, ya que sus intenciones habían sido hallar una vía marítima que hiciese más seguro y rápido el acceso a las exóticas y lejanas tierras de Catay (China) y Cipango (Japón), tan exaltadas en esa especie de enciclopedia georáfica sobre el Asia Oriental que es el Libro de Marco Polo, por cierto, una de las obras preferidas por Colón.
La primera tierra avistada por el Almirante y sus compañeros de aventuras fue Guanahaní, como la llamaban sus habitantes. Colón le puso el nombre de San Salvador, clara alusión a lo que signifi có esta isla para el arriesgado marino genovés (hoy se conoce por Watlings). Allí supo, de boca de sus moradores, los llamados indios lucayos (de luku, ‘ser humano, gente’ + cayo ‘isla’: ‘habitantes de los cayos’), que «más al sur existía Otra isla grande mucho, que creo que debe ser Cipango, según las señas que me dan estos indios que yo traigo» (anotación del 21 de octubre de 1492).
Debemos aclarar que, en un principio, la comunicación entre los peninsulares y los aborígenes lacayos y antillanos se realizó mediante el lenguaje gestual y alguna que otra palabra, como se desprende de lo recogido por Colón y otros cronistas, como Las Casas y Oviedo.
Para el oído europeo realmente fue difícil adaptarse a los vocablos de una lengua tan diferente de la española. Por eso no debe sorprendernos que en la primera alusión a nuestro país, el Almirante escribiera Colba. Sin embargo, en registros posteriores, ya familiarizado más su oído con el lenguaje de los por él llamados «indios», recogió en forma correcta la denominación de nuestra patria: «Quisiera hoy partir para la isla de Cuba, que creo debe ser Cipango» (anotación del 23 de octubre de 1492).
En la lluviosa noche del 27 de octubre de 1492, finalmente, las carabelas arribaron a las costas cubanas, por lo que se pospuso el desembarco para el día siguiente. Aunque Cuba nunca fue el tan ansiado Cipango o Japón de las crónicas de Marco Polo, al menos causó en Colón tal impresión por su rica y variada naturaleza, que no pudo menos que legarnos estas elogiosas palabras que nos enorgullecen aun en el presente: «La tierra más hermosa que ojos humanos vieran».
Lamentablemente, el propio «Descubridor» fue el primero en querer sustituir el nombre aborigen por uno castellano, Juana, en honor del príncipe Don Juan, hijo y heredero de los Reyes Católicos.
El 5 de diciembre, cuando culminaban sus preparativos para el regreso a España, Colón escribió en su Diario: «De esta gente diz que los de Cuba o Juana (...)».
Felizmente, la denominación de Colón no se popularizó entre los posteriores conquistadores y colonizadores peninsulares de las Antillas Mayores, quienes prefirieron la voz indígena.
Por otra parte, como señala J. J. Arrom,1 en diversos mapas de principios del siglo XVI aparece nuestra isla con el nombre de Isabela debido a un lamentable error cartográfico. No obstante, amerita la pena aclarar que en los dos mapas más importantes de este período, el del destacado cartógrafo Juan de la Cosa, de 1500, y el del cronista de la corte, Pedro Mártir de Anglería, de 1511, se mantuvo invicto el nombre de Cuba.
Los intentos de dar a nuestro país un nombre hispánico, culminaron con la real cédula del 28 de febrero de 1515, en la cual se estableció que, a partir de esa fecha, «esa isla que se llamaba Cuba se llama Fernandina». El mandato oficial fue en parte acatado, pues se trataba de una denominación en honor del rey (observe el lector que los nombres hispanos que se trataron de imponer, siempre fueron en honor de los reyes o sus descendientes, lo que evidencia la importancia que se le otorgaba a Cuba como posesión ultramarina de España).
Durante mucho tiempo la mayor isla del archipiélago cubano fue llamada indistintamente Cuba o Fernandina, como lo demuestra la documentación colonial que se ha preservado hasta el presente.2 Incluso en nuestra primera obra literaria, Espejo de paciencia (1608), de Silvestre de Balboa, en el que se exalta la belleza de nuestro suelo, su autor nos habla de la Dorada isla de Cuba o Fernandina. Además, en obras cubanas de finales del siglo XVIII se registra aún el uso de ambas denominaciones, como es el caso del Teatro histórico, jurídico y político militar de la Isla Fernandina de Cuba y principalmente su capital La Habana, de J. Urrutia y Montoya, publicada en 1791.
Pero en esta última y larga batalla se impuso, triunfalmente, el nombre de Cuba. Indiscutiblemente, este hecho guarda relación con el proceso gestor de la nacionalidad cubana, cuando los criollos comenzaron a tomar conciencia de que representaban una comunidad diferente de la española, con aspiraciones propias. Y aunque para esa fecha el aborigen cubano ya casi había desaparecido totalmente debido a la explotación de que había sido objeto y, sobre todo, al mestizaje biológico y cultural, las corrientes literarias conocidas por siboneyismo y criollismo resaltaron el legado lingüístico-cultural aborigen en sus poemas, al extremo de que el bardo decimonónico J. Fornaris expresara lo siguiente: «¿Cómo negar que por naturaleza somos hermanos de los antiguos habitantes de Cuba?»
En esa lucha por lo autóctono, por nuestras raíces, en una sociedad mestiza donde cubano ya significaba «más que ser blanco, más que ser negro», al decir de José Martí, solamente tenía cabida el nombre nativo de la isla. No pocos estudiosos cubanos y extranjeros han tratado de desentrañar el significado del exótico nombre de Cuba, como es el caso del peruano D. A. Rocha, 3 del cubano J. M. Macías,4 del francés L. Douay,5 del puertorriqueño C. Coll y Toste,6 del austríaco Leo Weiner7 y del también cubano Fernando Ortiz.8
Aunque las explicaciones de Coll y Toste y de Ortiz están mejor encaminadas que las de los restantes autores mencionados, a Arrom debemos el verdadero desciframiento del signifi cado del nombre aborigen de nuestro país:
«Pues bien, al manejar ese material lingüístico, encuentro que C. H. de Goeje9 registra en Surinam la voz dakuban “my fi eld” (mi campo, mi terreno), y de investigaciones anteriores recoge las grafías akuba, a-kúba y u-kuba, todas con el sentido de “fi eld”, “ground” (suelo, campo, terreno). En estas transcripciones, explica el mismo Goeje, la vocal inicial a-, u- no es parte de la raíz, sino un prefijo que denota o anuncia el carácter general de la palabra, por eso separa con un guión el prefijo de la raíz. Kuba o Kúba debió ser por consiguiente, la voz que Colón oiría. Y eso vendría a explicar la vacilación del almirante al registrarla, abriendo o cortando la vocal de la primera sílaba, como Colba, y luego como Cuba».
Para redondear la idea expuesta por Arrom en lo referente al significado de Cuba, recurrimos a una obra no consultada por ese autor. Nos referimos a la Filología comparada de las lenguas y dialectos arawak, de Sixto Perea, publicada en Montevideo en 1942. En la página 590 de este libro aparece la palabra cuba (en la forma de ccuba, respetando la grafía del autor) con el significado de ‘huerto’, ‘jardín’, a-ccuba-ni-hú ‘jardín’, ‘huerto’; a-ccuba-n-ni-hu ‘predio’; dá-ccuba-n ‘mi jardín’; ba-ccuba-n, bu-ccuba-n ‘tu jardín’; etc. (la partícula -n- indica ‘posesión’).
El análisis de Perea se basa en la traducción al aruaco de Surinam o lokono (de loko- ‘ser humano’, ‘gente’ + -no ‘su- fijo pluralizador que equivale al español “nosotros” > ‘nosotros somos gente o seres humanos’) de un catecismo.
Como los lokonos y demás indios amazónicos y antillanos no tenían el concepto de «paraíso», «edén», ni tampoco el de «jardín » o «huerto», pues solamente conocían el conuco o konoco (‘bosque’) como zona preparada para la siembra mediante la tala y quema, podemos deducir que los jesuitas recurrieron al vocablo cuba (‘tierra labrada’, ‘tierra cultivada’), para utilizarla en la traducción como equivalente del «paraíso», del «jardín del Edén», de los textos religiosos. Por otra parte, puede ser que en las Antillas este vocablo también pudiera significar ‘tierra habitada’.
Resumiendo, éstos son los posibles significados del nombre de nuestra patria. Lo que sí es seguro es que esta denominación geográfica se debe a los aborígenes antillanos, quienes hablaban lenguas muy afines, pertenecientes a la familia lingüística aruaca, la de mayor extensión territorial en Suramérica antes de la llegada de los europeos.10
1 José Juan Arrom: «El nombre de Cuba, vicisitudes y su primitivo significado». En Estudios de lexicografía antillana, Casa de las Américas, La Habana, 1980, pp. 11-30.
2 Ver: Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar. Segunda Serie. Isla de Cuba. Real Instituto de Historia, Madrid, 1885.
3 Diego Andrés Rocha: Tratado único y singular del origen de los indios. Lima, 1681.
4 José Miguel Macías: Diccionario cubano etimológico, crítico, razonado y comprensivo. Tipografía de A. M. Rebolledo, Veracruz, 1885.
5 León Douay: Études etymologiques sur l’antiquité américaine. París, 1891, p. 26.
6 Cayetano Coll y Toste: Prehistoria de Puerto Rico. Tipografía Boletín Mercantil, San Juan, 1907, p. 235.
7 Leo Weiner: Africa and the Discovery of America. Filadelfia, 1920, vol. 1, pp. 12-13.
8 Fernando Ortiz Fernández: «Cuba primitiva. Las razas indias». En Cuadernos de Historia Habanera. Municipio de La Habana, La Habana, 1937, no. 10, p. 36.
9 Claudio Henricus de Goeje: The Arawak Language of Guiana. VAW, Amsterdam, 1928.
10 Para los interesados en la temática del legado lingüístico indoamericano en el español hablado en Cuba, les recomendamos la lectura de las siguientes obras del autor de este trabajo: «En torno a los remanentes del aruaco insular en el español de Cuba» (en revista Islas. Santa Clara, 1984, n. 77, pp. 5-22); Los indoamericanismos en la poesía cubana de los siglos XVII, XVIII y XIX. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1984; La evolución de los indoamericanismos en el español de Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986; Las lenguas indígenas de América y el español de Cuba. Editorial Academia, La Habana, t. 1, 1991; t. 2, 1993.
El Almirante de la Mar Océano, sin proponérselo, había descubierto para la Europa renacentista un nuevo y desconocido mundo, ya que sus intenciones habían sido hallar una vía marítima que hiciese más seguro y rápido el acceso a las exóticas y lejanas tierras de Catay (China) y Cipango (Japón), tan exaltadas en esa especie de enciclopedia georáfica sobre el Asia Oriental que es el Libro de Marco Polo, por cierto, una de las obras preferidas por Colón.
La primera tierra avistada por el Almirante y sus compañeros de aventuras fue Guanahaní, como la llamaban sus habitantes. Colón le puso el nombre de San Salvador, clara alusión a lo que signifi có esta isla para el arriesgado marino genovés (hoy se conoce por Watlings). Allí supo, de boca de sus moradores, los llamados indios lucayos (de luku, ‘ser humano, gente’ + cayo ‘isla’: ‘habitantes de los cayos’), que «más al sur existía Otra isla grande mucho, que creo que debe ser Cipango, según las señas que me dan estos indios que yo traigo» (anotación del 21 de octubre de 1492).
Debemos aclarar que, en un principio, la comunicación entre los peninsulares y los aborígenes lacayos y antillanos se realizó mediante el lenguaje gestual y alguna que otra palabra, como se desprende de lo recogido por Colón y otros cronistas, como Las Casas y Oviedo.
Para el oído europeo realmente fue difícil adaptarse a los vocablos de una lengua tan diferente de la española. Por eso no debe sorprendernos que en la primera alusión a nuestro país, el Almirante escribiera Colba. Sin embargo, en registros posteriores, ya familiarizado más su oído con el lenguaje de los por él llamados «indios», recogió en forma correcta la denominación de nuestra patria: «Quisiera hoy partir para la isla de Cuba, que creo debe ser Cipango» (anotación del 23 de octubre de 1492).
En la lluviosa noche del 27 de octubre de 1492, finalmente, las carabelas arribaron a las costas cubanas, por lo que se pospuso el desembarco para el día siguiente. Aunque Cuba nunca fue el tan ansiado Cipango o Japón de las crónicas de Marco Polo, al menos causó en Colón tal impresión por su rica y variada naturaleza, que no pudo menos que legarnos estas elogiosas palabras que nos enorgullecen aun en el presente: «La tierra más hermosa que ojos humanos vieran».
Lamentablemente, el propio «Descubridor» fue el primero en querer sustituir el nombre aborigen por uno castellano, Juana, en honor del príncipe Don Juan, hijo y heredero de los Reyes Católicos.
El 5 de diciembre, cuando culminaban sus preparativos para el regreso a España, Colón escribió en su Diario: «De esta gente diz que los de Cuba o Juana (...)».
Felizmente, la denominación de Colón no se popularizó entre los posteriores conquistadores y colonizadores peninsulares de las Antillas Mayores, quienes prefirieron la voz indígena.
Por otra parte, como señala J. J. Arrom,1 en diversos mapas de principios del siglo XVI aparece nuestra isla con el nombre de Isabela debido a un lamentable error cartográfico. No obstante, amerita la pena aclarar que en los dos mapas más importantes de este período, el del destacado cartógrafo Juan de la Cosa, de 1500, y el del cronista de la corte, Pedro Mártir de Anglería, de 1511, se mantuvo invicto el nombre de Cuba.
Los intentos de dar a nuestro país un nombre hispánico, culminaron con la real cédula del 28 de febrero de 1515, en la cual se estableció que, a partir de esa fecha, «esa isla que se llamaba Cuba se llama Fernandina». El mandato oficial fue en parte acatado, pues se trataba de una denominación en honor del rey (observe el lector que los nombres hispanos que se trataron de imponer, siempre fueron en honor de los reyes o sus descendientes, lo que evidencia la importancia que se le otorgaba a Cuba como posesión ultramarina de España).
Durante mucho tiempo la mayor isla del archipiélago cubano fue llamada indistintamente Cuba o Fernandina, como lo demuestra la documentación colonial que se ha preservado hasta el presente.2 Incluso en nuestra primera obra literaria, Espejo de paciencia (1608), de Silvestre de Balboa, en el que se exalta la belleza de nuestro suelo, su autor nos habla de la Dorada isla de Cuba o Fernandina. Además, en obras cubanas de finales del siglo XVIII se registra aún el uso de ambas denominaciones, como es el caso del Teatro histórico, jurídico y político militar de la Isla Fernandina de Cuba y principalmente su capital La Habana, de J. Urrutia y Montoya, publicada en 1791.
Pero en esta última y larga batalla se impuso, triunfalmente, el nombre de Cuba. Indiscutiblemente, este hecho guarda relación con el proceso gestor de la nacionalidad cubana, cuando los criollos comenzaron a tomar conciencia de que representaban una comunidad diferente de la española, con aspiraciones propias. Y aunque para esa fecha el aborigen cubano ya casi había desaparecido totalmente debido a la explotación de que había sido objeto y, sobre todo, al mestizaje biológico y cultural, las corrientes literarias conocidas por siboneyismo y criollismo resaltaron el legado lingüístico-cultural aborigen en sus poemas, al extremo de que el bardo decimonónico J. Fornaris expresara lo siguiente: «¿Cómo negar que por naturaleza somos hermanos de los antiguos habitantes de Cuba?»
En esa lucha por lo autóctono, por nuestras raíces, en una sociedad mestiza donde cubano ya significaba «más que ser blanco, más que ser negro», al decir de José Martí, solamente tenía cabida el nombre nativo de la isla. No pocos estudiosos cubanos y extranjeros han tratado de desentrañar el significado del exótico nombre de Cuba, como es el caso del peruano D. A. Rocha, 3 del cubano J. M. Macías,4 del francés L. Douay,5 del puertorriqueño C. Coll y Toste,6 del austríaco Leo Weiner7 y del también cubano Fernando Ortiz.8
Aunque las explicaciones de Coll y Toste y de Ortiz están mejor encaminadas que las de los restantes autores mencionados, a Arrom debemos el verdadero desciframiento del signifi cado del nombre aborigen de nuestro país:
«Pues bien, al manejar ese material lingüístico, encuentro que C. H. de Goeje9 registra en Surinam la voz dakuban “my fi eld” (mi campo, mi terreno), y de investigaciones anteriores recoge las grafías akuba, a-kúba y u-kuba, todas con el sentido de “fi eld”, “ground” (suelo, campo, terreno). En estas transcripciones, explica el mismo Goeje, la vocal inicial a-, u- no es parte de la raíz, sino un prefijo que denota o anuncia el carácter general de la palabra, por eso separa con un guión el prefijo de la raíz. Kuba o Kúba debió ser por consiguiente, la voz que Colón oiría. Y eso vendría a explicar la vacilación del almirante al registrarla, abriendo o cortando la vocal de la primera sílaba, como Colba, y luego como Cuba».
Para redondear la idea expuesta por Arrom en lo referente al significado de Cuba, recurrimos a una obra no consultada por ese autor. Nos referimos a la Filología comparada de las lenguas y dialectos arawak, de Sixto Perea, publicada en Montevideo en 1942. En la página 590 de este libro aparece la palabra cuba (en la forma de ccuba, respetando la grafía del autor) con el significado de ‘huerto’, ‘jardín’, a-ccuba-ni-hú ‘jardín’, ‘huerto’; a-ccuba-n-ni-hu ‘predio’; dá-ccuba-n ‘mi jardín’; ba-ccuba-n, bu-ccuba-n ‘tu jardín’; etc. (la partícula -n- indica ‘posesión’).
El análisis de Perea se basa en la traducción al aruaco de Surinam o lokono (de loko- ‘ser humano’, ‘gente’ + -no ‘su- fijo pluralizador que equivale al español “nosotros” > ‘nosotros somos gente o seres humanos’) de un catecismo.
Como los lokonos y demás indios amazónicos y antillanos no tenían el concepto de «paraíso», «edén», ni tampoco el de «jardín » o «huerto», pues solamente conocían el conuco o konoco (‘bosque’) como zona preparada para la siembra mediante la tala y quema, podemos deducir que los jesuitas recurrieron al vocablo cuba (‘tierra labrada’, ‘tierra cultivada’), para utilizarla en la traducción como equivalente del «paraíso», del «jardín del Edén», de los textos religiosos. Por otra parte, puede ser que en las Antillas este vocablo también pudiera significar ‘tierra habitada’.
Resumiendo, éstos son los posibles significados del nombre de nuestra patria. Lo que sí es seguro es que esta denominación geográfica se debe a los aborígenes antillanos, quienes hablaban lenguas muy afines, pertenecientes a la familia lingüística aruaca, la de mayor extensión territorial en Suramérica antes de la llegada de los europeos.10
1 José Juan Arrom: «El nombre de Cuba, vicisitudes y su primitivo significado». En Estudios de lexicografía antillana, Casa de las Américas, La Habana, 1980, pp. 11-30.
2 Ver: Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar. Segunda Serie. Isla de Cuba. Real Instituto de Historia, Madrid, 1885.
3 Diego Andrés Rocha: Tratado único y singular del origen de los indios. Lima, 1681.
4 José Miguel Macías: Diccionario cubano etimológico, crítico, razonado y comprensivo. Tipografía de A. M. Rebolledo, Veracruz, 1885.
5 León Douay: Études etymologiques sur l’antiquité américaine. París, 1891, p. 26.
6 Cayetano Coll y Toste: Prehistoria de Puerto Rico. Tipografía Boletín Mercantil, San Juan, 1907, p. 235.
7 Leo Weiner: Africa and the Discovery of America. Filadelfia, 1920, vol. 1, pp. 12-13.
8 Fernando Ortiz Fernández: «Cuba primitiva. Las razas indias». En Cuadernos de Historia Habanera. Municipio de La Habana, La Habana, 1937, no. 10, p. 36.
9 Claudio Henricus de Goeje: The Arawak Language of Guiana. VAW, Amsterdam, 1928.
10 Para los interesados en la temática del legado lingüístico indoamericano en el español hablado en Cuba, les recomendamos la lectura de las siguientes obras del autor de este trabajo: «En torno a los remanentes del aruaco insular en el español de Cuba» (en revista Islas. Santa Clara, 1984, n. 77, pp. 5-22); Los indoamericanismos en la poesía cubana de los siglos XVII, XVIII y XIX. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1984; La evolución de los indoamericanismos en el español de Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986; Las lenguas indígenas de América y el español de Cuba. Editorial Academia, La Habana, t. 1, 1991; t. 2, 1993.