Este pintor se inscribe con virtuosismo y pasión en una de las tendencias más atractivas de la pintura cubana posmoderna. Su obra deslumbra por la vuelta al oficio, así como por la cita y apropiación creadora de los códigos visuales posteriores a la Edad Media.
«Quizás mi pintura se vea como renacentista o barroca, y no de Cuba. Pero lo cubano en mí está en asumir las cosas con ironía, humor... Por muy hedonista, por muy bella que sea, siempre tendrá una cuota de ironía».

 Entre las pinturas que fueron saneadas por la reforma religiosa del obispo Espada a inicios del siglo XIX, había una muy particular que representaba a Jesús y los apóstoles con hábitos de cura; una monja les servía no sé si vino o garapiña. La Santa Cena, así interpretada por anónimos pintores criollos adscriptos al ya decadente barroco contrarreformista español, bien puede ser el primer antecedente de la pintura posmedieval cubana.1
Sólo que donde reinaba el equívoco, descubierto por la mirada inquisitiva –nunca inquisidora– del Obispo de la Razón, ahora reina el acto consciente, la lucidez, el espejo... o sea, una pintura que, en su novedad, también siente con la pintura, y se mira en ella para interpretar el presente desde el mejor arte del pasado moderno occidental. Arte, sin dudas, de la que es deudora la pintura cubana tanto por proyecto histórico como cultural.
La obra evocada, más que soberana, dos siglos después refrenda la nueva realidad cubana, la expresa. Rubén Alpízar la hace suya en La última cena (1996). Pero, ¡atención!, en esta versión –a diferencia de aquella– no hay carnavalismo, sino canibalismo: paráfrasis visual del hombre como lobo del hombre, en la que también el marco del cuadro, convertido en bandeja, es parte inseparable de su paradójica propuesta.
«De hecho, el formato es parte del concepto plástico –argumenta el pintor–. Es parte del significado de la obra de arte, junto con el contexto, la línea... La vida es tan dramática, y tan fuerte el choque con la realidad que, en relación con ella, la obra siempre se te queda por debajo...»
En tanto, ¿qué escruta el pintor desde el balcón, en las tardes del parque de Calzada? ¿La luz, quizás, a esta hora del trópico, tan parecida a aquella por la cual Leonardo, al estudiar cómo veía el ojo humano, creó el sfumatto? Pero... ¡no!:
«Yo parto de ideas muy humanas, cotidianas... algunas muy sencillas, hasta chistosas, como un tropezón. Eso es lo que yo observo desde aquí. Lo demás, se lo dejo a la capacidad de fabulación de mi obra. Quizás mi pintura se vea como renacentista o barroca, y no de Cuba. Pero lo cubano en mí está en asumir las cosas con ironía, humor... Por muy hedonista, por muy bella que sea, siempre tendrá una cuota de ironía. Como un pellizco. Claro, no es un chiste al fin. Es como envolver un chiste cubano con un papel clásico, dígase renacentista o barroco».
Hijo de una razón que sutiliza el estilo en función de los conceptos, su pintura impone la certeza del pasado como detonante de la crisis de los actuales dogmas. El arte mirándose a sí mismo. A este espejo, no ya de paciencia, sino de vivencias, vienen a instaurarse los rostros de los tópicos más ilustres con una impasibilidad que espanta, en aras de un ideal citatorio que va de los contextos a los textos con el mismo velado deseo con que Cranach vestía sus vírgenes o pintaba sus cielos el Giotto.
Estas ideas, las suyas, construidas por una voluntad de vindicar la autonomía del cuadro, de la obra pictórica en sí, no tratan de imponerse desde una estética agresiva, de previsible transitoriedad, sino más bien a partir de la originalidad y unicidad que dotan de un estatuto inigualable a la obra de arte. El signo evidentemente neodadaísta que asume una parte destacable del arte de la posmodernidad, es ajeno a esta pintura, a la naturaleza de su origen. Dicho en otros términos, la pintura de Alpízar atiende a la recuperación de un tiempo del espíritu, en cuya lectura incorporamos tantos tiempos como asociaciones e interpretaciones reclaman la legibilidad del nuestro. Y para su logro, este pintor parece personificar o, mejor dicho, pintar, aquellas palabras de Casiodoro: «En este vivero pasaron el invierno de los siglos oscuros los saberes antiguos, esperando mejores tiempos». Sólo que estos saberes, a la luz de un nuevo orden del espíritu y, ¿por qué no?, de la ciencia, la técnica y los nuevos viajes de descubrimiento, reordenan el caos desde un proyecto de pueblo vivo, global... para anticiparnos –como antaño– los signos más tangibles de la nueva trayectoria.
 Tal vez la característica más definitoria de la pintura de Alpízar y, por consiguiente, de toda la pintura posmedieval cubana de los 90, sea su cultivada manera de «hacer y decir». Con esta concepción de la pintura, es lógico que sea la historia del arte occidental la que se privilegie en tanto proyecto histórico-cultural ligado al cúmulo formativo, cognitivo y vivencial de nuestros pintores. El surrealismo –que nunca caló hondo en la pintura cubana– ahora se hace posmedievalidad, legitimando su insularidad al socaire de una realidad que, sin «desensoñar» los sueños, las utopías... se inserta en las desavenencias de una sensibilidad exacerbada por su puja con la irracionalidad y la crisis.
En las aulas de pintura se redescubre y admira a Dalí, Max Ernest, Magritte... Pero es el arte renacentista de la Europa septentrional (Países Bajos, Alemania...) y el Barroco, los que sientan la pauta a seguir, sobre todo en el oficio, resituando la pintura en su enclave moderno esencial: el cuadro de caballete. Sin embargo, no es la obra original el referente, sino el libro de arte, la reproducción. Se forma una generación de pintores basados en las reproducciones de arte. El impreso continúa siendo el mejor fijador. Más que una gran pintura, es un intento hacia ella. De ahí que quiera serlo, pero no como mimesis de lo ya hecho en otros períodos ilustres de la historia del arte, sino como algo que, con respecto a ellos, tiene sus propios objetivos y mensajes. De esta suerte, El Bosco, Brughel, Van Eyck, Botticelli, Cranach, Rubens... se insertan de manera orgánica en la mejor tradición pictórica cubana para compartir una cerveza (de latica) con los pintores posmedievales del patio, en tanto éstos explican su mundo y lo trascienden entre las colas del pan: cometas de lo cotidiano, y el perdurable recuerdo que le dejara a todos el primer encuentro con Arnolfini y su esposa, divinamente embarazada por el desarrollo comercial y naviero de Flandes.
También a esta pintura se le asocia a veces con un viraje académico que, interpretado de manera simplista, pretende negarle estrategias de creación propiamente posmodernistas como son su reciclaje de códigos (en este caso ya ilustres, como los de la pintura renacentista y barroca) o su manifiesto interés citatorio, dicho en otros términos: su deseo de apropiarse de lo ya existente para llamar la atención, característica esencial de la posmodernidad. En consecuencia, la pintura posmedieval cubana, de la que es Alpízar uno de sus cultores representativos, debe tanto a la plástica posmoderna vernácula y foránea, como a esa otra vertiente del mejor arte cubano de los 80 que protagonizan los más dotados pintores de la generación precedente, en particular Pedro Pablo Oliva y Roberto Fabelo.
Una mano omnipotente, infinita, convierte en marioneta a un Cristo tratado a la manera de Cimabue (Sin título, 1996). ¿Qué puede sentir el Hombre, que no lo haya sentido el Hijo? Independientemente de la resurrección, en Jesús también hay un amanecer. En Una trampa para Ícaro (1996), el ya sempiterno símil agua-espejo, invierte el mito: el hombre genérico como destino, ¿se abisma? ¡Narciso total! Ante la impasible mirada de una virgen de Cranach, deviene metáfora de sueños por cumplir, por alcanzar. La vida continúa, cambia... La realidad no se identifica con lo ajeno, ni Ícaro tampoco. Una vez más su vuelo acaba cuando se introduce en la frescura de una papaya madura, como el paladar del amor, o cuando cae de fe en las aguas que bañan el malecón habanero y la farola del Morro (serie El vértigo de la libertad, 1999). Así las cosas, digamos con Sharon Olds, en su poema Hijo: «Hacia cualquier nuevo mundo que vayamos, llevemos a este hombre».
He aquí dos asuntos: el religioso y el mitológico –sintomáticamente generadores de la gran pintura occidental–, sobre los cuales vuelve este pintor una y otra vez para hacer valer su tiempo a resguardo de una sociedad que, subvertida por la usura, es –sino igual– muy parecida a aquella que hizo a Ezra Pound callar, rumiar sus cantos, refugiarse en el pasado medieval.
El lustre del discurso que asiste a Rubén Alpízar, así como las imágenes de este discurso, no dejan margen para cumplidos, sino para la reflexión. Un ojo épico lo recorre, se impone, se pronuncia: redefinir la realidad, correrle los límites, desatender las cronologías... La historia verdadera pace de nuevas razones: hágase el horizonte del arte, el del hombre.
No hay por qué dudar. Si la realidad cambia, y cambia permanentemente, el arte –parte inseparable de ella– tiene también que cambiar. No importa el pasado que haya en un referente, porque el arte verdadero siempre anida en el presente, vuela en pos de la realidad. Pero dejemos al pintor, atento siempre a estos reclamos, que nos comente:
«Apunto hacia un sistema que se propone un marcado interés por la recuperación del pasado, cuestionando tanto los hechos como los mitos de la historia y la religión... Yo vuelvo a inventar el pasado, examinando la historia desde mi perspectiva personal; vuelvo a inventar para mí mismo la esencia tanto de los mitos como de mi realidad». Y agrega: «Cotidianizo los sucesos mitológicos y bíblicos, de la misma manera que los históricos son mitificados. Como resultado de esta relación, de su nueva proposición simbólica, de los nuevos elementos empleados y su representación, mi obra se convierte en una suerte de copia de un original que nunca ha existido, de aquí que el propio pasado resulte modificado». La pintura de Alpízar es posmedieval desde la historia... desde la historia del arte. Virtuoso en su oficio, hace viable ese pasado, al amparo en ocasiones de un claroscuro posesivo que sólo es libre en asociación con los códigos que preferencia, permitiéndose –en una operación que linda con lo lúdico– desdoblar las imágenes en símbolos.
En esta mixtura de códigos, de asociaciones mítico-profanas y religiosas, el pintor propone su estilo, en el que se asoman los más variados géneros pictóricos y temas-personajes. Alpízar se atreve ante obras que, asumidas únicamente como referentes históricos, no eran abordadas con criterios estéticos de ruptura. La necesidad de reanimar códigos ya cosificados por la práctica y hasta por el prestigio, de reconvertir presupuestos estéticos del pasado en caudal de certezas estéticas del presente, así como exonerar de toda culpa a la copia –de una madonna de Lucas Cranach, por ejemplo– al recontextualizarla como recurso de cognición, hacen también el camino de este pintor hacia la pintura.
De esta suerte, nacen al paso parodias de temas tan ilustres como la decapitación de San Juan Bautista, recreada en Martirio tropical (1996), óleo cuyo soporte de madera –material grato a los ejercicios artesanales del pintor– no sólo es receptáculo del pigmento, sino también del concepto, al asumir como formato el circular de la bandeja, la cual orna –para mayor martirio del Evangelista– con frutas de yeso del mejor estilo kitsch.
Alpízar exacerba el dominio de los fragmentario, subvierte la escala, pulsa el detalle. La experiencia real que tenemos de los objetos y personajes que pueblan su pintura, se trastoca. Sólo el concepto rige este orden, es su ley de gravedad. Sin ella, la unidad del cuadro se pierde, cada ser, cada objeto, se iría hacia su lugar de origen, su original, siempre distante en el tiempo. Impedir esa fuga, justamente, es el mayor bregar del pintor: primicias de una espiritualidad sin beatería en que no todo pasado fue mejor, pero sí anticipo de cuantos asuntos, formas y colores nos vienen desde entonces denunciando el porvenir.
Esta pintura, en relación permanente con otras pinturas, no presume de estéticas ortodoxas o parcelas artísticas particularmente elitistas. Por el contrario, su relación dialógica con el presente las desfundamenta y optimiza, coincita la hybris, argumentando a favor de una conciencia creativa que no deja de ser también colectiva.
Así, la obra de arte conocida, resituada desde su pureza, la pierde, para hacerse de Alpízar. No hay ultraje. Los mitos más venerados son aceptados y hasta reconsiderados como tales, en razón de apropiaciones que hacen converger el original citado con la visibilidad del nuevo concepto esgrimido. Al respecto, nos dice el pintor: «Mi obra presupone una recepción que apele al conocimiento, que esté de acuerdo con los asuntos que cito sin renunciar a la mística del original. Me esfuerzo por no vulgarizar temas tan ilustres aunque intente desacralizar, cotidianizar, lo que por derecho les pertenece: la historia, el mito...»
¿Qué mejor testimonio de desmitificación que la permanencia del mito que nos cuida, transido de significados, de la intemperie humana? La realidad, así poblada, se llena de símbolos; así sentida, renueva su obra; reencuentra o halla de otra manera lo que otros habían visto con sentido diferente. Y es que, al cambiar la realidad, también cambian las formas de conocerla, los sueños. Este arte, en particular, nace de esa realidad; está hecho de la cultura propia y la de todos los tiempos. Lo que siempre fue así, lo es mucho más ahora, cuando aún no se ha restaurado la confianza en la palabra definitiva.
Hoy más que nunca, la pintura cubana se relaciona con el mundo, es parte de él. Su madurez está en relación directa con los vínculos que establece con el arte universal; se cualifica en términos de universalidad. La realidad propia, como realidad de todos. La pintura posmedieval cubana es la más reciente prueba de ello, con ser –como es– tránsito, nunca epílogo, de la mejor pintura cubana y, a la vez, brecha de sus más incitantes posibilidades futuras.
Ella rehace para este tiempo y espacio, el de los originales que asume a distancia, desde la historia, sin atribuirse nada nuevo a cambio, a no ser lo que ya le es atribuible por derecho propio: su verdad, la capacidad de reinventar la vida a cada movimiento de la mano, al pintar, sin desestimar la realidad, la de ahora y la de siempre, fuente de toda emoción y esperanza humana. Como medio milenio atrás, lo que parece ser un mundo nuevo, no será, es...
En pintura, al menos ya lo vislumbramos.



1 Término que designa una tendencia de la pintura cubana representativa de la década de los 90, combinatoria de posmodernidad y medievalidad. El primero identifica la época actual, en que se inscribe como tendencia pictórica; el segundo, dos de sus características más sobresalientes: la vuelta al oficio, y la cita y apropiación creadora de códigos plásticos pertenecientes a la cultura visual posterior a la Edad Media, como el Renacimiento y el Barroco.

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