Hasta el domingo 18 de diciembre el público podrá apreciar la exposición «Levitación», del artista visual Moisés Finalé, en la galería Orígenes del Gran Teatro de La Habana «Alicia Alonso». En su mayoría, componen la muestra obras de gran formato que «no son nunca superficies inertes, son, todo lo contrario, espacios vivos, construidos por líneas e imágenes sutiles y poderosas que nos impresionan por su belleza, misterio y composición», como señalara el crítico de arte Rafael Acosta de Arriba en sus palabras al catálogo de la exhibición.
«Pocos artistas han nutrido tanto la vertiente o tradición antropológica de nuestro arte como Moisés Finalé. Esta muestra es un nuevo paso en esa empresa en la que está inmerso el artista desde los ochenta del pasado siglo. Digamos que es su legado mayor en el itinerario inconcluso del arte cubano».
Todo Finalé
En el collage y en el impacto matérico está su sabiduría:
es material, cultural, historicista y compulsión de lo inmediato.
Reynaldo González
A estas alturas de su vida y obra, Moisés Finalé puede permitirse cualquier atrevimiento en arte. Supongo que de esa idea de absoluto albedrío, surge la muestra, «Levitación», que reúne piezas de dos exposiciones anteriores: «Turista cubano» (2010), y «Los silencios no existen» (2015), además de un grupo mayoritario de cuadros realizados para la ocasión.
El experimentador irreductible que es Finalé intenta levitar con la presente muestra, pero pretende algo más difícil aún, que levitemos con él. Para tamaña desmesura ha organizado, junto a la también curadora Yamilé Tabío, este despliegue que es un verdadero placer para la degustación visual. Y es que en su trabajo, desde los inicios, los signos sugieren tanto la reflexión de sus esencias como el disfrute hedonista de las formas. En esa eficaz combinación radica la probada capacidad de fascinación de su obra.
En «Levitación» podemos apreciar la increíble habilidad del artista para metabolizar afluentes de diversas tradiciones culturales, una confirmación más de que a pueblo mestizo, corresponden arte y pensamiento eclécticos. Toda la obra de Finalé es una fecunda deglución del arte universal y su puesta en tiempo, con su propio tiempo, porque pocos creadores han logrado cocinar tantas raíces, vertientes y culturas visuales como Moisés Finalé. Es lo que Yolanda Wood denomina su «iconografía de interpenetraciones», que recupera otredades geográficas y artísticas para el presente. O lo que, de manera diferente, Rufo Caballero calificó como «una tenaz reverencia para con la cultura occidental», vista esta como el espacio de asimilación activa de las tradiciones culturales del resto del orbe. Porque eso ha sido y es Occidente, la cultura de lo intercultural.
Pero la clave de ese cosmopolitismo en la obra de Finalé está en su propia concepción del arte como permanente vibración y aventura de los signos, en su enorme vocación de hibridación simbólica con el propósito posmoderno de aportar nuevas significaciones. En eso le va la vida. Y así, con el transcurrir del tiempo, ha gestado un imaginario inconfundible de seres enmascarados, ninfas sensuales, mujeres-centauros, diablos o diablillos, un bestiario que parece brotado de las inmediaciones del Nilo, peces-pájaros, panteras lunares, guerreros antiguos, cemíes arauacos, en fin, una extraña y fascinante caravana secular tan añeja como la de la sangre.
Pero es el cuerpo y sus potencialidades sígnicas y eróticas lo que sobresale dentro de la poética de Finalé. El artista, un esteta en toda la línea, nutre la capacidad del cuerpo desnudo como potente surtidor de signos, y esa sensualidad, inherente a su estilo, seduce de manera particular. Es lo que con mirada lezamiana Reynaldo González llama «abrir las compuertas de los sentidos en el desembozado avance genital, espermático». Sexo abierto, plural, absoluto, ya sea lésbico o hetero, orgiástico y desenfrenado, dominio de falos y vulvas, sexo. Así solo, sexo. El cuerpo como metáfora del mundo.
Pocos artistas han nutrido tanto la vertiente o tradición antropológica de nuestro arte como Moisés Finalé. Esta muestra es un nuevo paso en esa empresa en la que está inmerso el artista desde los ochenta del pasado siglo. Digamos que es su legado mayor en el itinerario inconcluso del arte cubano.
Moisés Finalé es un magister ludi consumado, sus operatorias van de lo mágico a lo místico y de aquí a lo intercultural, del buen hacedor de collages al autor de retablos o panteones preñados de encantamientos. La gama de colores viene en apoyo de cada pieza y cada una es dueña de sus tonalidades; el color no domina, sirve a la línea, la engrandece. Lo narrativo define a la generalidad de sus piezas, por lo general de grandes formatos. Esa narratividad de las piezas de Finalé se resuelve en clave clásica y mitológica, es un don del artista. Lo matérico es naturaleza en esta obra. Para que se llegue a la dimensión de la maestría es necesario cultivar y saber suministrar todas estas dosis en cada cuadro; las mismas que Finalé aplica a cada pieza, en cada exposición. No hay gratuidades ni facilismos, solo oficio y talento, experiencia y sensibilidad instruida. Sus cuadros no son nunca superficies inertes, son, todo lo contrario, espacios vivos, construidos por líneas e imágenes sutiles y poderosas que nos impresionan por su belleza, misterio y composición. Misterio oficiado en la cabeza del artista, su verdadero taller.
De ahí que algunas piezas de la muestra contengan aditamentos externos a la pintura, se trata de pura intuición y sentido de experimentación al armar la imagen. Se trata, también, de una vocación artesanal en la composición de la pieza, algo que ha caracterizado al artista desde siempre. Levitemos pues con esta muestra, volvamos a entrar en contacto con uno de los más laboriosos creadores del panorama artístico cubano que, desde su regreso al diálogo con los públicos y la crítica, con la muestra «Herido de sombras», en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 2003, no ha dejado de sorprendernos con excelentes exhibiciones de buen arte. Al mismo tiempo, ha crecido la bibliografía sobre su trabajo, prueba de un interés cada vez mayor por los especialistas y la academia.
Si a mediados de los ochenta, cuando apenas comenzaba a irrumpir en el paisaje artístico insular, un crítico tan avezado como Orlando Hernández afirmó que parecía que Finalé divisaba el mundo desde un carrusel a toda velocidad, que quitaba y ponía signos, manchas y trazos en sus cuadros por pura intuición, hoy, al cabo de treinta años de ininterrumpida labor, podemos decir que sigue siendo ese intuitivo, de ritmo vital acelerado, pero con mucho arte asumido y cargado en sus retinas, con la modulación de la experiencia por demás y que, tal como antes, el misterio esencial de su imaginario sigue siendo el propio Finalé. Dicha coherencia lo define, es el mismo artista de sus inicios, creando sin parar, contra viento y marea o a favor de la corriente, pero ahora armado de su particular maestría, esa que lo hace reconocible en cualquier escenario artístico del orbe.
Rafael Acosta de Arriba,
crítico de arte.
Imágenes superior e inferior: Muestra «Levitación», del artista visual Moisés Finalé, en la galería Orígenes del Gran Teatro de La Habana «Alicia Alonso». |