Aunque formado tempranamente en el ejercicio del dibujo y la pintura, fue en la cerámica –que lo atrajo tempranamente– donde Fernando Velázquez Vigil (La Habana, 1950-2002) concretó lo mejor de sus capacidades expresivas.
Devoto de los procesos investigativos, el tesón convirtiose en apoyo de un consolidado sistema de acción para el bregar cotidiano de este creador.
Dentro del contexto integrado por la entrega de Fernando Velázquez Vigil (La Habana, 1950-2002), la cerámica ocupa un sitio de absoluto privilegio.
Hablamos del peso específico de la calidad y el aporte desarrollado a lo largo de más de 30 años puestos al servicio de esa manifestación, en la que el barro es materia fundamental y los pigmentos, esmaltes y el fuego, elementos catalizadores del fenómeno. Porque si es cierto que Velázquez Vigil recibió la formación adecuada para el ejercicio del dibujo y la pintura, no lo es menos que la cerámica lo atrajo tempranamente y concretó lo mejor de sus capacidades expresivas.
El rigor y la intensidad –divisas para quien representa el triunfo de la voluntad sobre dificultades y limitaciones de todo tipo (sociales, físicas, materiales...) – le permitieron alzarse como válido ejemplo de una vocación cristalizada a ultranza, cuyo resultado se afirma como sólido cuerpo destinado a prevalecer en el espacio-tiempo del arte cubano.
No aparece la carrera profesional de este creador, como el producto de un meteórico ascenso marcado por la súbita revelación que sella de pronto el modo y sus efectos consecuentes. El trabajo de Velázquez Vigil se extiende como una serie de sucesivas iluminaciones que –pacientemente– fueron incorporándose al vocabulario expresivo devenido sui generis, fortaleciendo asimismo la base conceptual que soporta el bien organizado andamiaje de su estructura comunicativa.
Exigente en grado sumo consigo mismo, tuvo siempre la convicción de que, si se trata de proyectar la turbulencia de los sentimientos y efectos motivadores de la experiencia estética, son indispensables el oficio y la técnica capaces de consolidar el cuajo de los afanes.
En el taller colectivo primero, donde aprovechó la vecindad de un maestro indiscutible de la disciplina cerámica: Alfredo Sosabravo; luego en el estudio personal, devoto de los procesos investigativos, el tesón convirtiose en apoyo de un consolidado sistema de acción para el bregar cotidiano.
No hubo casualidades que motivaran los éxitos, no fue consecuencia del azar que hallara un estilo con el cual se hizo conocido y apreciado. Con la autodisciplina rigiendo los gestos creativos, logró que el apasionado arrebato de lo visceral, alcanzara punto de fusión en la obra de arte.
Pero esto ocurrió luego de una larga teoría de pruebas y errores que le sirvieron como depuradores de aquello que iba esbozando –escalón tras escalón– hasta llegar a la esencia del mensaje.
Sabido es que la labor artística pasa por la sensibilidad del autor y acaba proyectándose en el producto terminado. Mas, seguramente resulta difícil –si no imposible– encontrar una personalidad que se haya volcado en el arte de manera más fiel, poderosa y ceñida a su propio carácter, que la de Velázquez Vigil. Traumas, penas y satisfacciones (estas últimas las lógicas de quien vio el fruto del esfuerzo) pasaron orgánicamente a sus obras, haciéndolas alentar con la vibración de la plenitud.
Trasmitir –parafraseándolo– el impacto que causaran la vida y sus avatares en un ente hipersensible, constituyó una misión asumida por quien, a través de una aguda percepción de las cosas y con el alma en vilo, generó esos objetos sufrientes definitorios de su trabajo entre los que se hallan fósiles, libros, máquinas de escribir, seres maculados y víctimas de la frustración.
Inseparablemente ligados al disfrute de vivir, las huellas del tiempo y del dolor dejaron a todos los vientos, abierta como fruta madura, la palpitante entraña de su creación.
Hablamos del peso específico de la calidad y el aporte desarrollado a lo largo de más de 30 años puestos al servicio de esa manifestación, en la que el barro es materia fundamental y los pigmentos, esmaltes y el fuego, elementos catalizadores del fenómeno. Porque si es cierto que Velázquez Vigil recibió la formación adecuada para el ejercicio del dibujo y la pintura, no lo es menos que la cerámica lo atrajo tempranamente y concretó lo mejor de sus capacidades expresivas.
El rigor y la intensidad –divisas para quien representa el triunfo de la voluntad sobre dificultades y limitaciones de todo tipo (sociales, físicas, materiales...) – le permitieron alzarse como válido ejemplo de una vocación cristalizada a ultranza, cuyo resultado se afirma como sólido cuerpo destinado a prevalecer en el espacio-tiempo del arte cubano.
No aparece la carrera profesional de este creador, como el producto de un meteórico ascenso marcado por la súbita revelación que sella de pronto el modo y sus efectos consecuentes. El trabajo de Velázquez Vigil se extiende como una serie de sucesivas iluminaciones que –pacientemente– fueron incorporándose al vocabulario expresivo devenido sui generis, fortaleciendo asimismo la base conceptual que soporta el bien organizado andamiaje de su estructura comunicativa.
Exigente en grado sumo consigo mismo, tuvo siempre la convicción de que, si se trata de proyectar la turbulencia de los sentimientos y efectos motivadores de la experiencia estética, son indispensables el oficio y la técnica capaces de consolidar el cuajo de los afanes.
En el taller colectivo primero, donde aprovechó la vecindad de un maestro indiscutible de la disciplina cerámica: Alfredo Sosabravo; luego en el estudio personal, devoto de los procesos investigativos, el tesón convirtiose en apoyo de un consolidado sistema de acción para el bregar cotidiano.
No hubo casualidades que motivaran los éxitos, no fue consecuencia del azar que hallara un estilo con el cual se hizo conocido y apreciado. Con la autodisciplina rigiendo los gestos creativos, logró que el apasionado arrebato de lo visceral, alcanzara punto de fusión en la obra de arte.
Pero esto ocurrió luego de una larga teoría de pruebas y errores que le sirvieron como depuradores de aquello que iba esbozando –escalón tras escalón– hasta llegar a la esencia del mensaje.
Sabido es que la labor artística pasa por la sensibilidad del autor y acaba proyectándose en el producto terminado. Mas, seguramente resulta difícil –si no imposible– encontrar una personalidad que se haya volcado en el arte de manera más fiel, poderosa y ceñida a su propio carácter, que la de Velázquez Vigil. Traumas, penas y satisfacciones (estas últimas las lógicas de quien vio el fruto del esfuerzo) pasaron orgánicamente a sus obras, haciéndolas alentar con la vibración de la plenitud.
Trasmitir –parafraseándolo– el impacto que causaran la vida y sus avatares en un ente hipersensible, constituyó una misión asumida por quien, a través de una aguda percepción de las cosas y con el alma en vilo, generó esos objetos sufrientes definitorios de su trabajo entre los que se hallan fósiles, libros, máquinas de escribir, seres maculados y víctimas de la frustración.
Inseparablemente ligados al disfrute de vivir, las huellas del tiempo y del dolor dejaron a todos los vientos, abierta como fruta madura, la palpitante entraña de su creación.
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