En breves líneas el articulista reseña tipos y costumbres de principios de siglo, y hasta se permite exclamar: ¡Cómo han variado las costumbres criollas!

Entre los tipos que plagaban la sociedad habanera estaban los picarazados de viruelas, los novios de ventana y de sillones, así como la costumbre de dormir en catres, uno de los más típicos muebles de la colonia.

 Picarizados de viruelas
Refiere el insigne humorista español contemporáneo Julio Camba, en uno de los artículos de su delicioso libro Sobre Casi Nada, que él y un amigo suyo estuvieron expuestos a ser linchados en Alemania, al comienzo de la gran guerra, por acusarlos la multitud xenófoba, de servios. Y salvaron la vida gracias a que un buen señor los identificó como españoles, «presentado ante sus conciudadanos la viruela de mi amigo como una de nuestras más pintorescas curiosidades nacionales». Y por el amigo de Camba, un picarazado de viruelas, salvaron ambos la vida.
Haciendo gala de su fino humorismo, Camba afirma: «Sí, señores. La viruela es una cosa tan española como el clericalismo o el analfabetismo. Es una de las venerandas tradiciones de nuestros abuelos, y el patriota tradicionalista no puede por menos de lamentar su anunciada desaparición. Hay hombres para quienes el patriotismo consiste en poner su país al nivel de los demás; pero hoy yo no soy de esos. Al contrario. Hoy soy un patriota castizo, clerical, ultramontano y varioloso».
Lo mismo podíamos decir los cubanos en lo que a los picarazados de viruelas se refiere. Durante la época colonial, el criollo, como el español, era fácilmente identificado por las huellas o picadas de la viruela en el rostro. ¿Quién, siendo cubano, no había tenido viruelas, más o menos leves o agudas? Y por calles y plazas de esta capital, el 80 % de los viandantes con que tropezábamos, eran picarazados de viruelas. Así, hasta casi los días finales de la dominación española, pues si desde 1804 el sabio habanero Tomás Romay había logrado introducir y propagar la vacuna antivariolosa, la clásica incuria administrativa colonial y la ausencia completa de medidas sanitarias no permitieron que la vacuna se extendiese a todas las clases de la población cubana.
Fue necesario que, con la ocupación militar norteamericana, la higiene, privada y pública, se impusiese en toda la Isla y principalmente en las ciudades importantes, haciéndose obligatoria la vacuna, para que, rápidamente, quedase extinguida esta terrible epidemia que marcaba, con huellas indelebles, el rostro de aquellos desgraciados en quienes hacía presa.
Hace muchos años que no se registra entre nosotros un solo caso de viruelas. La generación republicana se halla completamente libre de picarazados de viruelas, y hoy solo pueden encontrarse en alguno que otro individuo, de más de 38 años, como reliquia colonial, las picadas variolosas en su rostro.
Justo es que si de picarazados de viruelas he hablado, estampe aquí el nombre del benemérito obispo Espada, aquel cura liberalísimo, uno de los grandes benefactores de Cuba, quien en su deseo de ayudar a Romay en la propagación de la vacuna antivariolosa, recomendaba a todos los padres que llevaban a sus hijos a bautizar, los vacunasen, y puso las sacristías de la iglesia al servicio del público y de los médicos para que en ellas practicasen la vacunación.

Novios de ventana y de sillones
¡Cómo han variado las costumbres criollas en materia de relaciones amorosas desde 1915 a 1937, no obstante mediar entre esas dos fechas sólo 22 años!
En 1915 publiqué en la revista Gráfico sendos artículos dedicados a recoger y pintar la forma en que los novios de entonces llevaban relaciones amorosas: ya asomada la novia a la ventana de su casa y el novio en la acera, separado uno de otro por los barrotes, que según frase de José Antonio González Lanuza hacían el papel de parrilla, pues de un lado estaba la carne y del otro el fuego, sin que Lanuza se hubiese atrevido a dilucidar quién de ambos novios era fuego y quién carne, pues a él se le ocurría que la carne estaba por los dos lados y el fuego entre ambos. Ya en aquel artículo calificaba yo a los novios de ventana de un verdadero anacronismo, que solo podía atribuirse al apego de los criollos por todo lo antiguo y tradicional, y hacía votos porque desapareciesen rápidamente pues constituían en aquella fecha de 1915 un atentado al ornato público, un estorbo para el mejor orden y reglamentación del tránsito en nuestra capital y una rémora al progreso y civilización de la humanidad.
Hoy no se ven novios de ventana, como tampoco novios de sillón, esos pintorescos enamorados que todavía se contemplaban el año 1915 en el 50 % de las casas de cada cuadar de nuestra capital, sentados en sendos sillones vis a vis, en un rincón de la sala custodiados, custodiados por la futura suegra del novio a fin de que no se extralimitaran en prácticas rascabucheriles no mediante la vista, sino por medio del tacto, pues, como es sabido, hay dos clases de rascabucheo: el visual y el táctil.
Las ventanas y sillones han desaparecido como artefactos utilizados en la comedia del amor. La nueva moral amorosa ha hecho caer por tierra los barrotes de las ventanas y ha eliminado por completo los sillones. Y hasta la futura suegra ha sido cesanteada en su odioso papel de vigilante y cancerbera de sus hijas con enamorados o novios. Las muchachas salen solas con amigas, y aunque las acompañe la mamá, ésta hoy no toca pito ni flauta, y sería incapaz de regañar a sus tiernas hijas, como antaño, por beso o abrazo de más o de menos. Juntos se bañan en semidesnudismo, novios y novias, y juntos pasean en automóvil, y fuman y se cotelean; y la mamá, futura suegra, ¡encantada y envidiosa de que en su época no se hubiesen implantado tan sanas y puras costumbres amorosas!
A las rígidas normas morales de antaño, sustituye la libertad de costumbres de ogaño. A la separación de sexos de ayer &#8211«entre santa y santo, pared de cal y canto»&#8211, la camaradería de hombres y mujeres, en la casa, en la calle, en el paseo, en el trabajo y hasta en actos &#8211como el baño&#8211 considerados antes, si se practicaban, estrictamente íntimos.
Los novios de ventana y sillones, que aún subsistían en 1915, han sido sustituidos, desde hace ya algunos años, por los novios en one piece.
¿Hasta dónde llegarán las costumbres sociales amorosas dentro de otros 22 años?

Catres
¿Quién de los criollos jóvenes recuerda o sabe o que es un catre?
Y, sin embargo, el catre fue uno de los más típicos muebles de la colonia, una verdadera institución, base y fundamento del régimen colonial. En toda casa, por rica que fuera la familia, no faltaban los catres, ya para los invitados, ya para la servidumbre. Y en las bodegas y establecimientos comerciales, el catre era un artefacto tan indispensable como los dependientes o las mercancías.
Mueble ligero, sencillo, manuable, fresco, ocupaba reducidísimo lugar. Y en aquella época en que el aseo era un lujo y la higiene no se conocía, el catre podía limpiarse fácilmente, pues sus barras y sus forros se lavaban con poco trabajo y a un costo mínimo; aquéllas, si era necesario, recibían una manita de pintura, casi siempre de color azul o verde, y éste se renovaba, sustituyendo el ya viejo y estropeado, por otro forro nuevecito y flamante.
Para nuestro clima no ha habido ni habrá cama más fresca que el catre, pues la única cobija de que éste se componía era el forro de tela de Rusia. Con éste, bastaba. A lo más, podía completarse la cobija con una almohada y una sábana, en verano, y en invierno, con la correspondiente frazada.
Por la mañana, el catre se recogía, colocándose junto a la pared, de manera que, prácticamente, no ocupaba espacio en las habitaciones, y hasta, cerrado, servía para guardar en él la ropa de su dueño.
La comodidad del catre se extendía no sólo a su uso sino también a su traslado, en caso de mudanza, pues no hacía falta para llevarlo de una a otra casa, carro de agencia: el dueño del catre se echaba éste a los hombros y andando un rato y caminando otro, atravesaba toda la ciudad de Intramuros, sin costo alguno y con el solo riesgo de que los mataperros lo saludaran con los gritos de «!Agua!, ¡agua! ¡Muda el catre que cae goteras!»
La civilización, el confort y el refinamiento de los tiempos modernos han acabado con los catres, a tal extremo que hoy será muy difícil, si no imposible, encontrar un catre en toda La Habana; y, seguramente, que si aún queda algún habanero que duerma en catre, no se atreverá a confesarlo. ¿Sería capaz algún habanero lector de Carteles, de escribirme, con su nombre, apellido y dirección, declarándome que tiene un catre y duerme en él? Si hay alguien tan valiente, me comprometo a publicarle su retrato en estas Habladurías y hasta la fotografía de su catre.
La ocupación militar norteamericana nos trajo entre otras bienandanzas unos muebles, sustitutivos del catre, que fueron bautizados con el nombre de catrecitos americanos: un bastidor de madera y alambre, montado sobre patas de madera, recogibles. Estos catrecitos americanos han llegado a nuestros días con el nombre de colombinas, ya construidos de madera, ya, también de hierro. Se recogen, como los viejos catres de tijera, pero no superan a éstos en frescura y comodidad: son estrechos, cortos, duros, necesitan más espacio para guardarse, más cobija y esta requiere ser guardada en otro lugar.
El cubano, a medida que ha creído progresar, ha abandonado muebles, casas, costumbres propias de nuestro clima. A aquellas amplísimas, ventiladísimas y fresquísimas casas coloniales, han sustituido esas latas de sardinas que son los departamentos de las casas de ídem, con pequeñas ventanas, techos bajos, puertas microscópicas y escaleras para subir en fila india y por las que cuesta trabajo bajar los sarcófagos. Los cómodos sillones, en que dormían la siesta nuestros abuelos, se consideran reliquias históricas, pues imperan en palacios, casas y casitas, calurosísimos muebles de cuero, madera, cretonas, etc.
Las camas merecen párrafo aparte. Hoy, por rastacueril novelería y afán de lija, no hay cubano con dos pesetas que no tenga en su cama un gordísimo colchón de nuestro clima. Sobre esos colchones se suda la gota gorda, pero, ¡se está a la moda y se da el plante de persona fina y de recursos, aunque, a lo mejor, se come de cantina o sólo se hace una comida diaria, sustituyendo la otra por el tan socorrido «café con leche con sube y baja».
¡Tan cómodo, tan fresco que era el catre de tijera, por cómodo y fresco llamado cariñosamente catre de viento!

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