Dedicado durante cinco décadas a la temática del paisaje cubano, este pintor de larga data no teme renovar su discurso artístico, y lo hace con una obra enriquecida por técnicas y materiales que él mismo colecta, recicla y recontextualiza.
«Mis paisajes siempre han llevado implícita alguna alusión, siempre han comunicado algo más allá de su figuración particular».

 «Contemplar a veces una simple hoja de un árbol puede allanar grandes problemas de la vida». Dicho así, intempestivamente, en medio de una conversación improvisada entre el bullicio y el sopor de las angostas calles de La Habana, podría parecer una idea demasiado presuntuosa, y hasta quizás un tanto frívola. Pero si, por el contrario, quien te la expresa es un artista que ha dedicado casi 50 años de su vida a escudriñar el paisaje cubano, y lo hace además en tono confidencial, sentado muy cerca de ti en la mecedora de un acogedor patio del campo, entonces esa misma frase irá adquiriendo un carácter mucho más grave y proverbial.
Y es que Punta Brava es para Águedo Alonso lo que la circunstancia para el sentido de las palabras con que se desea expresar algo esencial; constriñe y despliega a tal punto la credibilidad de sus obsesiones e ideas, que nadie podría preciarse de conocerlo ciertamente si no lo ha visitado al menos un par de veces en aquel sitio ubicado al oeste de la capital, en donde tiene, desde hace más de 20 años, su casa y su estudio.
Allí, como en esos típicos paisajes suyos —de un ambiente casi escenográfico—, la vegetación también se muestra circundante y generosa, y es el único medio utilizado para insinuar las perspectivas y resguardar los límites del espacio donde se asienta el inmueble. A diferencia de una empalizada o un cercado tradicional, es para el caso un árbol repleto de mangos, un pequeño platanal, o una colonia de helechos, lo que revela la uniformidad, el contraste. Andar y desandar por los rincones de la villa se nos convierte entonces, más que en un hecho cierto, en una experiencia presumible, casi ilusoria, y sobre todo, en una excusa perfecta para trasegar —aunque sea por un instante— con los estados del espíritu.


Yo no podría vivir jamás en la ciudad. Siempre me ha gustado estar rodeado de árboles y cada día siembro más y más especies alrededor de mi casa. Desde que era niño sentía un gran apego por la vegetación; recuerdo que tenía por costumbre adentrarme, y hasta casi perderme en lugares del monte que estuvieran bastante tupidos. Nací y crecí en una finca que quedaba a seis kilómetros de la ciudad de Pinar del Río y me pasaba todo el tiempo acompañando a mi padre en sus recorridos por el campo.
El ambiente rural es algo consustancial con mi sensibilidad. Sin embargo, desde el instante en que comencé a reflejarlo por medio del arte, nunca intenté hacerlo de manera mimética, sino más bien estimulado por la voluntad de irlo dotando de una connotación simbólica, que lograra ser incitante tanto para mí como para el espectador.

¿Y cuándo fue que llegó a consumarse esa conjugación entre el apego a la naturaleza y la inclinación hacia las artes plásticas?

Mi vinculación con el arte comenzó específicamente a partir del momento en que matriculo el tercer grado de una escuela conocida como la Academia González, en la misma ciudad de Pinar del Río, alrededor del año 1946. Allí había un grupo de profesores que tenían fuertes inclinaciones hacia las diferentes manifestaciones de la creación y se dedicaron con mucha paciencia a consolidar en mí lo que ellos pensaban que era una vocación auténtica. De ellos conservo todavía un sinnúmero de enseñanzas medulares, que cada vez son más vívidas en mi conciencia en la medida que van pasando los años. No puedo dejar de mencionar tampoco el influjo que ejercieron en mí las reiteradas visitas que hacía cuando niño a la casa de Pedro García Valdés, más conocido como «El cantor del valle», quien tenía una magnífica colección de arte aborigen.
También debo decirte que para la concreción de esa conjugación de la que estamos hablando, fueron muy importantes los vínculos que inicié a finales de la década del 50 con el Museo Nacional de Bellas Artes y las visitas periódicas que hacia a la galería del antiguo Habana Hilton (hoy Habana Libre), donde exponían casi todos los pintores reconocidos de aquella época. El poder relacionarme con ellos y con sus obras consolidó mi vocación, y aumentó enormemente mi caudal de referencias.

¿Existe algún artista cubano o extranjero que haya influido con especial énfasis por aquellos años en su formación?

En realidad siempre he prestado gran atención al acervo y las tendencias provenientes de las artes plásticas, vengan del país o la persona que vengan; pero podría decirte que del ámbito internacional en mí influyó considerablemente la obra de Rufino Tamayo y, dentro de Cuba, la de Carlos Enríquez. Sobre este último artista quiero aclararte que no se trata para nada de que me hayan sobrecogido en extremo sus soluciones técnicas o sus atmósferas pictóricas. En realidad, lo que más hondo caló en mí de la pintura de Carlos Enríquez es el reflejo de la sensualidad.

 En sus paisajes, la palma aparece como un elemento recurrente; es casi como el punto de referencia obligado a través del cual uno discurre hacia otros ángulos visuales de la escena. Quisiera saber ¿qué otra cosa le sugiere la palma, más allá de su consabida trascendencia como símbolo de la identidad cubana?

Nuestro paisaje rural es completamente distinto al resto de los paisajes del mundo: es eminentemente sensual, como lo somos también casi todos los cubanos; y en esa similitud de condiciones entre la naturaleza y el hombre es donde se encuentra buena parte de la sustancia de nuestra nacionalidad. La palma es uno de esos atributos que mejor encarna esa preferencia o afición.
Es evidente que la naturaleza de la Isla está llena de plantas que poseen una riqueza plástica ideal para la recreación artística; hay ejemplos tan fascinantes como la mata de plátanos o la propia palma real. Sin embargo, a mí me cautiva más la sensualidad que se expresa en la mayoría de esas plantas, e incluso, lo que uno descubre en la misma configuración física del territorio: como, por ejemplo, la disposición voluptuosa de las montañas, la manera como los ríos penetran en las piedras, y las formas caprichosas con que las raíces se entremezclan y horadan el suelo...; en fin, hay una gama de imágenes tan sugestivas desde ese punto de vista, que nuestra geografía constituiría una fuente inagotable de inspiración para cualquier pintor que le interese el tema.

Atendiendo al tratamiento de las transparencias y veladuras que se aprecian en sus cuadros, uno podría llegar a pensar que desea suprimir toda clase de perspectivas...

Yo nunca me he planteado en la obra el problema de la perspectiva. Podría afirmar que me interesa más la sensación de volumen, pero no el priorizar algún punto de vista, alguna insinuación de distancia. Me preocupo sobremanera porque en mi obra el plano preserve su sentido bidimensional, sin que llegue a ser afectado por las profundidades.
Cuando tú estudias bien los colores de la obra, las posiciones que tendrán en el cuadro y las posibles combinaciones que se puedan establecer entre ellos, ya estás en condiciones de ofrecer una impresión de profundidad, de plano visual afectado. En ello radica en realidad mi verdadera intención.
No obstante —y aunque esto te pueda parecer algo paradójico— te diré que yo creo que es importantísimo el tema de la perspectiva en la historia de las artes plásticas en nuestro país, y soy del criterio además de que es un aspecto que no ha sido estudiado con verdadero rigor. Incluso, te podría decir que la mayoría de los pintores cubanos no están lo suficientemente preparados para hacerse un planteamiento serio de lo que es la perspectiva.
En 1956, recibí clases de perspectiva con un arquitecto italiano en la Escuela de Artes y Oficios, porque en un principio no iba a ser pintor sino arquitecto, y luego, al cabo de unos años, tuve la oportunidad de impartir clases sobre el mismo tópico en la Academia San Alejandro. Te puedo expresar, con conocimiento de causa, que los planes de estudios no tenían en cuenta una enseñanza estricta de la perspectiva.

Águedo, algunos estiman que en un principio sus paisajes parecían más bien dictados por el placer estético, y que fue posteriormente —imbuido tal vez por las exigencias de un contexto eminentemente reflexivo— que comenzó a develar de él sus elementos más alegóricos. ¿Podría ser cierta esta consideración?

Con ese criterio no estoy de acuerdo en lo absoluto. Nunca he hecho nada por puro placer estético, aunque no niego que ese tipo de obra tenga derecho a existir. Mis paisajes siempre han llevado implícita alguna alusión, siempre han comunicado algo más allá de su figuración particular. Hasta la carga emotiva que otorgo a mis estampas pulsa el espíritu de la sociedad y el medio ambiente en el que vivo y produzco. Aunque en la mayor parte de mi obra la figura humana no aparece, el hombre, como ser genérico, sí está presente a través del sentimiento del cuadro.
En la pintura no hay nada estático y el pintor no es más que el producto de sensaciones visuales y pensamientos que van evolucionado a lo largo de su vida. Uno va cambiando, recibiendo la influencia de un contexto cultural y social. Pero esa transición de la que alguna gente habla —si llegara a tener alguna propiedad en mi carrera—, estaría fundamentada más bien en las variaciones de un recurso puramente metodológico; o sea, de cómo yo he ido progresando en el enfoque de la estructura del cuadro, de cómo he ido ajustando o desajustando determinadas zonas de mi pintura para alcanzar una determinada acreditación de los códigos y valores con los que trabajo.

El campo y el mar han sido los dos grandes motivos de su obra paisajística. ¿Hacia cuál de estos dos grandes elementos del medio natural cubano se inclina más su sensibilidad artística?

Me inclino más hacia el entorno rural, aunque a partir de la serie «Mariposas de América», aparece ya en mi obra el deseo de incorporar el mar, y —junto a él— lo que conocemos como la línea del horizonte; pero más allá de su tangibilidad en el espacio, se trata de un horizonte que todos llevamos dentro, y que se convierte en una especie de alegoría sobre el aliento espiritual de cada ser humano; quizás sea ésta una de las metáforas más inquietantes acerca de las expectativas y esperanzas del individuo dentro de mi obra. El horizonte es para mí, como la palma o el bohío, un símbolo de identidad.
 Águedo, debo confesarle que cuando tuve la oportunidad de visitar su estudio y repasar una buena parte de lo que ha creado a lo largo de todos estos años, me enfrenté a ese grupo de paisajes suyos realizados sobre cartulina en la década del 60, como si se tratara de un hallazgo sui generis y sin precedentes dentro del tratamiento del género, en lo que se refiere al concepto y la solución formal con que fueron abordados. ¿Cuál fue el motivo que lo inspiró a realizar esa serie y por qué no ha tenido la prominencia de las otras?

Durante los primeros años de la década del 60, a mí me comenzaron a interesar muchísimo las variantes de vivienda que iban surgiendo en el campo cubano como parte del proyecto comunitario que se desarrollaba en el país; de cómo aquellas viviendas, a pesar de las nuevas comodidades que incluían (luz eléctrica, servicios sanitarios...) siempre se resistían a renunciar a esos detalles constructivos relacionados con el bohío del campesino. La serie lo que pretendía justamente era dar testimonio de aquellos cambios y de cómo ellos influían no sólo en el incentivo de una vida en colectividad, sino también en la propia composición física del entorno habitable, sin alterar la base de determinadas tradiciones y costumbres; por eso las obras daban tanta prioridad a los recursos derivados del diseño y eran tan racionales en el uso del dibujo y los colores. Aunque, como todos sabemos, aquellos planes fueron poco a poco desapareciendo y los campesinos fueron llevados a vivir entonces en edificios de microbrigada, alternativa con la que nunca estuve ni estaré de acuerdo.
Quiero aclararte que ésta es una serie que aprecio muchísimo y de la que nunca he podido desprenderme del todo. Siempre de una forma u otra ella vuelve a aparecer en mis lienzos, porque refleja —además— de manera simbólica lo que ha sido el decurso de mi propia existencia como ser humano y artista, lidiando contra todo lo que pueda alejarme de mis raíces o mi ascendencia.

Me gustaría que enumerara las series que han formado parte de su trayectoria como creador y que me explicara brevemente de cada una de ellas cuál es la razón que las ha fundamentado.

Luego de haber tenido durante la niñez un vínculo empírico con el ambiente campestre y al término de mis primeros años de estudios sobre arte, arribo a la idea del paisaje con inclinaciones alegóricas, del cual ya te he hablado; pero quiero hacer énfasis en que me estoy refiriendo a un tipo de alegoría que lo mismo puede ser inducida a través de una representación panorámica, que fragmentada del entorno.
Después, surge por los inicios de la década del 70 una serie que yo titulé «Marianas». Para mí era muy significativo el hecho de que la mujer cubana, en un período determinado de la historia, dejara de estar siempre dentro de la casa y comenzara a llevar una vida social activa, a partir de la cual se cambiaron todos los argumentos conocidos acerca de su existencia doméstica. Este tema me interesó tanto que lo empecé a desarrollar con intensidad, y en el mismo vinculaba la figura femenina al medio vegetal.
A continuación, comencé a trabajar la serie «Rostros latinoamericanos», que abarca una etapa comprendida entre la década del 70 y del 80. En ella pretendía resaltar los aspectos de la identidad que unificaban a los hombres de nuestro continente.
El tema «Mariposas de América», iniciada en la década del 80, hace alusión específicamente al fenómeno de la emigración de los balseros, y utilizo la referencia a la mariposa por todo el misticismo que ese fenómeno encerraba para mí, a pesar de su gran dramatismo.
El conjunto de las «Crucifixiones» surge a finales de los 80, precisamente como un complemento de la serie «Mariposas de América». Después incursioné en otra nueva serie llamada «Caribe», que parte de la idea de Cuba como paradigma dentro de la región, y cómo, a partir de su influencia en el área, un grupo de islas desconocidas, abandonadas —si se puede decir así— a los destinos del mar, empiezan también a unirse y a ganar determinado protagonismo en el escenario internacional.

Y ¿cuál es el móvil que justifica ahora estas nuevas crucifixiones suyas en las que inserta pequeñas figuras de biscuit?

La idea de realizar estas obras dentro de la serie de las «Crucifixiones» surge durante una visita que realicé a un país de América Latina, donde conocí de cerca a mujeres muy jóvenes a las que les habían sido robados sus hijos. Éste es un fenómeno verdaderamente escandaloso de nuestro tiempo, y tengo que denunciarlo —por humanidad y compromiso— mediante mi obra. El uso de las figuras de biscuit, adquiridas en Trinidad, Cienfuegos y Camagüey, es para establecer precisamente un contraste entre las formas blancas y puras del material y el trágico destino de esos niños que son mutilados o robados del seno familiar. Pero si lo enfocamos desde otro punto de vista, el hecho mismo de llegar a reciclar o a recontextualizar la función de estas figuras de biscuit que han sido desechadas, dentro de un conjunto de valores que no les son afines, remite también de manera indirecta a un tipo específico de éxodo o peregrinaje que constituye el leitmotiv de la serie de las «Crucifixiones».

Pero todo parece indicar que la crucifixión es un símbolo permanente en tu trabajo...

Bueno, no podemos obviar que nuestro pueblo es un pueblo creyente, y yo particularmente también creo en Dios. Tienes razón, el símbolo de la cruz siempre está presente, implícita o explícitamente, en casi toda mi obra artística.

Creo que hasta la manera como se aborda la simetría en sus composiciones está estrechamente relacionada también con la idea de la crucifixión.

En realidad la simetría es un recurso tropológico, y está estrechamente relacionado con el hecho de que yo creo mucho en la medida y estabilidad de la vida, en el necesario equilibrio interior del ser humano. Pienso que todo hombre debe saber por qué hace las cosas, debe concientizar cada una de sus proyecciones y encauzarlas armónicamente. Yo, por ejemplo, me siento feliz por haber tenido tres hijos, de haberlos criado como lo hice; me siento enormemente realizado como artista, dichoso de poder vivir en Cuba y de haber experimentado en mi país cosas buenas y malas. Con eso me basta porque, como he podido comprobar también a través de los años, la vida no es precisamente una panacea.

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