A través de su pintura Ileana Mulet ha inventado una ciudad, con sitios que convidan a transitarla hasta sus más recónditos parajes.
No hay ciudad más viva que la aparente ciudad solitaria de la artista. A la vuelta de una esquina pasará un perro, tres pájaros poblarán un nido, mientras abundantes transparencias delatarán sonidos, voces, gentes...

 Conozco esa ventana, en aquella columna esperé más de una ausencia, y supieron esos viejos escalones de mis pasos equívocos. También mis manos han llamado a esa puerta, que antes guardaba, oscura, secretos de inquilinos. Sin embargo, ¿ese farol, este muro, aquel pasadizo...?
Son líneas, adivinaciones, colores; es la real ciudad inventada, ensoñada y conocida de Ileana Mulet. Para su pincel no se extingue el paisaje; toma de la realidad fragmentos dispersos que funde en perfecto concilio. Al terminar, siempre una ciudad nueva.
A veces el dibujo aparece primero, luego se le suman atmósferas y texturas; otras, ella lanza paletadas de color, que rebaja hasta obtener la forma precisa. Hoy puede ser óleo, mañana acrílico, rodillos, espátulas, tintas... Ileana sabe muy bien lo que quiere; con una intención muy marcada rompe el punto de fuga y, por superposición de imágenes, logra el efecto de la tridimensión: los objetos se alejan en el espacio o se acercan, se amontonan, se apilan.
¿Cómo actúa en estos casos el fenómeno de la memoria afectiva? ¿Cómo logra retener tales espacios para después llevarlos al lienzo?
«Es como un archivo personal dotado de peculiaridades. Yo ando por la ciudad y voy atrapando imágenes, hasta que éstas se apoderan del subconsciente. Cuando estoy trabajando, afloran y comienzo a ver los lugares. En muchas ocasiones me regocijo de pintar sitios maravillosos, por los que incluso no he pasado. Con el tiempo, esa posibilidad de retener imágenes se ha ido perfilando con la utilización de otros métodos modernos. Me sirvo, por ejemplo, de una fotografía, de la que desdeño el paisaje general para atrapar lo que más me interesa, el ángulo que quiero, el espacio que quiero». Los impresionistas comparten el criterio de que la luz, la sombra, lo que estás pintando objetivamente debe estar allí, y debes atraparlo en el tiempo mínimo en que pasaste y pusiste tu caballete. Ésa no es mi fórmula. Mi fórmula es utilizar la imaginación a partir de lo que veo y puedo retener, para darle al espectador un producto nuevo».
Pero no nació Ileana pintando paisajes. De niña solía colorear libros de dibujos interminables; sin embargo, su mayor atracción era vestir a aquellas muñecas de papel que aparecían en las revistas, les rediseñaba ropas y después las cosía. Supuso que un ángel amparaba en ella los secretos de la costura y decidió calificar tales influencias. Estudió diseño de vestuario y de interiores, técnicas que aplicó durante sus años como diseñadora de la televisión cubana. Uno de los seriales para los que trabajó, Shiralad, le significó un premio Caracol de la UNEAC por la ingeniosidad de los más de cien diseños presentados.
Antes, se había aventurado en otras lides artísticas, pero le faltaban dos centímetros para el modelaje y otras condiciones físicas para el ballet. Al ingresar en la Academia de San Alejandro recibió los rudimentos para dominar el más serio y apasionante de los oficios que había conocido: pintar. No escapó de los jarrones ni de las naturalezas muertas, dedicó una importante etapa de su carrera a dibujar guajiros y guerrilleras con fusiles, ¿cómo se decide entonces por el tema de la ciudad?
«Un día dejé de pintar guerrilleras y empecé a pintar niños, serie que titulé Niños con muros. Otro día empezaron a aparecer ciudades pequeñitas detrás de los muros, los niños fueron empequeñeciendo y fue surgiendo la ciudad. Alos niños y a los muros se los tragó una ciudad que empezó a surgir en mí».
Cuando Ileana la descubre, la ciudad se torna cambiante: en la serie Lluvias (1995) se llena de desnudos; en Ciudades, días y noches (1985) gana los tonos de crepúsculos y amaneceres; en Nuestros pies estuvieron dentro de tus puertas (1997) se reconoce en los salmos del evangelio; en su más reciente Azul, el cielo es su protagonista; y así la ciudad se va mostrando, como la llame el momento, como la pidan los espectadores, como la sugiera uno de sus poemas...
 «Estoy sentada aquí y de momento me paro, irrumpo, tomo un papel y dejo una huella de algo que me dio una impresión tremenda. Puedo pintar un cuadro, quedarme observándolo y hacer un poema, o a la inversa, hacer poesía, buscar algunos elementos que estén relacionados con ella y expresarme a través de la pintura. Soy una persona tocada por imágenes».
Ileana habla de la gracia de la creación, pero también del sufrimiento que puede producir. Cuando reflexiona sobre este proceso los recuerdos la conducen al acto del alumbramiento.
«Es una concentración de alegría y dolor, un momento tremendamente doloroso con el que deseas acabar, pero sabes que en el futuro te hará una mujer feliz. A veces me paro frente a la superficie del lienzo o del cartón y me veo en blanco, desnuda. La mente no le da la orden al cuerpo, no le da la orden a la mano para que pinte, para que dibuje, para que cree. Y no es falta de imaginación, sino que durante ese proceso se produce un caldo de cultivo que no está preparado para crear. Ese dolor puede durar días y meses. En este año, yo he tenido períodos hasta de dos meses sin pintar; entonces me pongo a leer, a ver lo que hacen otros. Es como una contrapartida a lo que me está faltando en el momento. Un buen día, me levanto y empiezo a dibujar y dibujar, incansablemente. Es el extremo opuesto a la falta de imaginación y la segunda parte de la tortura, porque lo que te pide esa magia que tienes por dentro es trabajar y no anda viendo si estás cansada, si no has dormido... es como el diablo en el cuerpo.
»Desde el punto de vista profesional llega el momento en que dominas todas las esas sensaciones. Yo tengo que trabajar todos los días aunque no signifique nada. Me ha sucedido que después de dibujar y no estar contenta con lo que estoy haciendo, he llegado al final, lo he guardado y lo he tenido meses almacenado. Un día lo saco, cuando justamente la idea ha estado centrada en algo parecido a aquello, y ha sido mi mejor cuadro».

DE ENSOÑACIONES Y REALIDADES
Anda perdida por una ciudad extraña. Ni casas, ni gente, sólo piedras amontonadas, agrietadas, quizás ruinas de una civilización lejana. Puede ser Beirut o alguna tierra olvidada. Hay mucho polvo en el horizonte. Una nube espesa y deforme avanza con paso alocado, contundente. Se adelanta una boca, jadeante y agresiva; ahora, una crin cobriza y despeinada. Pero no es uno, ni dos, es toda una caballería y trae jinetes, hombres envueltos en velos blancos, largos, que se arrastran por el suelo arenoso. Se arriman, más bien se abalanzan. El golpe de los cascos se le clava en los oídos y la ensordece; corre, se esconde entre los vericuetos de las ruinas, teme que la ven. Parece que pasan de largo y no la advierten, pero uno de ellos la mira con expresión tranquila y enigmática, la mira sin detenerse, la mira y no para.
En 1984, la memoria onírica rescata este rostro para devolverlo en uno de los cuadros de Ileana, quien por esta época ensaya retratos más allá de semblantes y gestualidades. Es así como El Moro (técnica mixta/cartón) integra la exposición personal que, con el título de Rostros, realiza la pintora en la Galería La Acacia, de la ciudad de La Habana.
«El moro lleva mucho tiempo de soñad. En una etapa yo soñaba con paisajes, personajes, sucesos de lugares a donde se suponía que yo iba, sobre todo cuando hacía ciudades en ruinas. Mis antepasados paternos son oriundos de Palma de Mallorca y parece que esa información me llegó a través de códigos ancestrales. Yo soñaba sobre este tipo de paisaje y en muchas ocasiones los pintaba. Ahora no les hago mucho caso a los sueños, sólo el que merecen. No los rechazo, pero no vivo con ellos». Pudiera parecer que se pierde entre metáforas y alucinaciones, que cierto apego a los sortilegios la hicieran volar siempre. No dudo, incluso, que disfrute al reconocerse poseedora de algunos de estos dones, pero Ileana Mulet es una mujer que habita felizmente en su realidad. No hay ciudad más viva que su aparente ciudad solitaria. A la vuelta de una esquina pasará un perro, tres pájaros poblarán un nido, mientras abundantes transparencias delatarán sonidos, voces, gentes... «Yo exagero una realidad y no me interesa de ninguna manera que haya algo que me recuerde un realismo clásico; utilizo el poder de la mancha que, detrás de una ventana, sugiere múltiples presencias. Si esa mancha es oscura pueden haber duendes, milagros...»
Y es que la soledad no podrá ser nunca su aliada; la pintora necesita de estos seres que pueblan el mundo, para vivir y para crear.
«Hay algo en lo cotidiano que me atrapa, que me hace crear. Para pintar no puedo contar con un espacio raso: me voy desplazando desde una cocina bastante grande hasta un taller que tengo en el fondo y un patio. Decirte que tengo un espacio definido... ya ves que no lo tengo. Donde mejor me siento es en la cocina, y a veces se me confunden los materiales de trabajo con la cebolla, el ajo... Si alguna ves tuviera un gran taller, tendría que defenderme muchísimo. Ese taller lo necesitaría todo: un área que pareciera una cocina, con teléfono, con la gente que me llama, con el que llega y planta café».
Las texturas y los colores asisten a un juego de complicidades que logra identificar a Ileana Mulet dentro de la generación de pintores contemporáneos cubanos. La preocupación por mantener su esencia y distinción, no significa negar la influencia en su obra de los grandes maestros de la pintura universal. Entre ellos, específicamente dentro de la vanguardia rusa, descubre el particular oficio de Marc Chagall. Hombres y bestias que caminan por el cielo, la ingravidez de una mujer, una vaca roja sobre el tejado... la provocan.
«Quizás yo me reconozca en Chagall, en los últimos tiempos lo busco y lo encuentro, no repito su tema, pero hago imágenes volanderas. Tomo de él la esencia de lo que atrapó; por ejemplo, cómo suspender un personaje en el aire sin que abandone su identidad y deje de ser un paisaje. Él puede pintar dos personajes haciendo el amor en el cielo, suspendido en el tiempo, no tienen que estar evidentemente apoyados en algo, o un gato volando. Ésa es la imagen de Chagall. Al impresionismo no le debo nada; le debo al realismo, pues todas esas formas mágicas son realistas; mi obra está entre el expresionismo y el realismo mágico».
Lo mismo a través de pinceladas que con la utilización de otros elementos como el polvo molido y la arena, adheridos al lienzo, las arquitecturas nos resultan cercanas, palpables. Más allá de planos idílicos y magnificentes, la ciudad se confiesa vulnerable a los azotes del tiempo, en sus paredes carcomidas, en sus muros roídos.
«En mis paisajes nunca dejas de ver un muro, porque te recuerda a la Habana Vieja. Donde fue cayendo el agua se formó un sedimento, un hueco por aquí, una superficie pulida por allá. El muro que el tiempo erosionó fue recibiendo un pase mágico de claro-oscuros, con un gris, un beige. Ese efecto yo lo alcanzo a veces con el mismo material pictórico, a través del gesso que permite hacer mezclas para obtener texturas o con cualquiera de las categorías de las que ya te hablé. En una oportunidad un espectador me dijo: Si yo estuviera en ese muro, saltaría al vacío y me encontrara con el rojo de tu fondo. Si el público siente la presencia de ese muro, de esa piedra, entonces logré el efecto.
«Antes mis tonalidades nunca salían de los ocre, siena, blanco hasta el negro. Tengo paisajes que están muy relacionados con los azules, con los verdes. Un buen día liberé esa etapa, fui tímidamente introduciendo personajes, algo de color, y fueron apareciendo tonos, tonos y más tonos. No recuerdo que en alguno de aquellos paisajes apareciera el rojo, porque yo siempre me he preciado de neutralizar las gamas y le he tenido un miedo horrible al color en su máxima faceta».
Sin embargo, el rojo cedió; transitó por las calles de más de una ciudad, se lanzó atrevido por postigos y ventanales, conquistó la luz, el calor. La sensualidad, antes sugerida por los trazos y las formas, un tanto oculta, un tanto tímida, se desató osada hasta la vehemencia. Al ilustrar uno de los Doce Cuentos Peregrinos, de García Márquez, la pintora, en cierta cofradía con el escritor, dispone del más irreverente de sus tintes para confirmar su ruptura con los temores.
«Puede ser que haya caído en una nueva etapa, que le haya perdido el miedo al color, el rojo quizás esté muy relacionado con una etapa de madurez pictórica. También un tiempo atrás todo lo que yo ansiaba decir, toda esa explosión, la quería representar con imágenes en un solo cuadro. Con los años me he dado cuenta de que hay que dejar como una luz, como una válvula de escape, como un tránsito a la imaginación para que esa imaginación descanse. Si tienes algo que seguir diciendo, hazlo en otro cuadro. Me he convertido en un poco más racional a la hora de representar las ideas, más reflexiva y a la vez más arriesgada. Creo que estoy entrando en una etapa de madurez, aquella a la que no quiero llegar».

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