Al disertar en esta entrevista sobre su relación raigal con la ciudad, Reynaldo Gónzalez (Premio Nacional de Literatura 2003) reconoce sin ambagues: «Tampoco ahora he escrito la novela de mi Habana, la que he vivido y vivo. Ya llegará. la literatura requiere su tiempo, su reposo, una connaturalización con el tema, una respiración que sólo aporta la experiencia».
«La Habana ha sido una novia permanente, ha merecido los acercamientos más diversos. Todos son materia imprescindible para su conocimiento y su elogio».

{mosimage}Confesaba alguna vez Jorge Luis Borges, en el pórtico de un libro que recogía sus pláticas con un amigo periodista, que unos 500 años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo. Tal sentencia se confirma cuando el placer de conversar es una aventura sin límites con alguien como Reynaldo González (Ciego de Ávila, 1940), para quien no hay nada menor en esa arraigada manera que él disfruta en grande, con una locuacidad y sentido del humor que se entrelazan con el ingenio y la agudeza, el conocimiento y la memoria, para hacer del gusto por el lenguaje y sus fidelidades más profundas una fortuna del buen contar.
La obra de Reynaldo González no deja dudas de esa vocación que todo lo inunda: las novelas Siempre la muerte, su paso breve –Premio Casa de las Américas 1968– y Al cielo sometidos –Premio Italo Calvino 2000– los libros de ensayo unitario Contradanzas y latigazos; Lezama Lima, el ingenuo culpable; Llorar es un placer, y El Bello Habano; el testimonio La fiesta de los tiburones; los volúmenes de ensayos y periodismo cultural La ventana discreta; Cuba, una asignatura pendiente, y Espiral de interrogantes; el tomo de crítica e historia cinematográficas Cine cubano, ese ojo que nos ve, y el poemario Envidia de Adriano, confirman una plenitud de labores que se pasea con parejos dominios de tema y lenguaje por horizontes tan diversos como seductores.
Ubicada a pocos metros de la céntrica calle 23, arteria principal de El Vedado, entre plantas tropicales y muebles criollos; arropada por cuadros que testimonian la amistad de los pintores más diversos; llena de libros y revistas que indican la voracidad de lecturas para el trabajo y el gozo, y de discos que dan fe de la pasión por la música de los nombres y tiempos más diversos; con el siamés Juanelo vigilante desde el silencio gatuno, mientras se esparcen los olores de la cocina criolla y sus arcanos, la casa de Reynaldo se convierte en el mejor lugar para un diálogo entrañable, ahora al calor del Premio Nacional de Literatura 2003 que se le ha concedido.

¿Cómo era La Habana, y cómo eras tú, cuando te encontraste con ella por primera vez? Antes de conocerla, ¿ya habías establecido una relación preliminar con ella a través de lecturas o conversaciones?

Yo, joven y ansioso. Ella, seductora. Lo nuestro fue amor a primera vista. La conocía por libros de Emilio Roig de Leuchsenring, donde hablaba de sus calles, monumentos y plazas y de su accidentada historia.
Y teníamos en casa un tomo raro, La Habana de Cecilia Valdés, de Loló de la Torriente, que me adentraba en la ciudad y en la novela que la convirtió en escenario de un romance y una tragedia. No sabía que en esta ciudad echaría más días que en mi Ciego de Ávila natal, que volvería a esos libros y buscaría otros para escribir uno propio, Contradanzas y latigazos, dedicado a quienes hoy restauran esta ciudad de espejismos y realidades. Yo era un escritor cachorro, buscaba los pasos que precedieron a mis pasos. Los míos, enamorados obsesivos, comenzaron a recorrer La Habana para conocerla hasta en sus olores y sus mínimos accidentes. La novela Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, me sirvió de boquete para adentrarme en nuestro siglo XIX, nuestro «siglo de las luces». Otras lecturas llegaron con el interés de quien busca el envés de lo visto y oído, fervor que –al convertirse en oficio– deviene gozo y padecimiento aunados. Algunas veces visité La Habana antes de instalarme en ella, visitas breves que fueron nuestro noviazgo; lo demás ha sido un matrimonio bien llevado. De los primeros acercamientos nació un trozo de mi novela Siempre la muerte, su paso breve: «en el Malecón habanero, bajo una niebla de salitre». No me atreví a más. Necesitaba un conocimiento mayor, cuando la cercanía se hace carne y sangre del pensamiento. Tampoco ahora he escrito la novela de mi Habana, la que he vivido y vivo. Ya llegará. La literatura requiere su tiempo, su reposo, una connaturalización con el tema, una respiración que sólo aporta la experiencia.

Tu libro Contradanzas y latigazos, viaje en clave de ensayo a los entresijos de Cecilia Valdés, ¿supone también un viaje en clave de deuda sentimental a La Habana del siglo XIX?

No amo aquella Habana de crueldad y despotismo. No soy de los que acarician la nostalgia que tamiza o maquilla lo pretérito. Si algo enseñó uno de sus principales amantes, Roig de Leuchsenring, fue a quererla sin soslayar sus desgarradura; nunca perdió la brújula crítica en sus exploraciones de historiador. De otro que también ha visto y dicho esta ciudad, Alejo Carpentier, aprendí la justeza de las desmitificaciones. Como epicentro colonial, La Habana encarnó el dolorido panorama a que se refirió Heredia: las bellezas del físico mundo,/ los horrores del mundo moral.
Cierto que a las seducciones de nuestra naturaleza y clima, ella añadió la suya; magia que no cesa. Yo debí aprender la lección de la extrema cercanía y la sutil distancia. No requiero la perfección para amar algo. He preferido las contradicciones que entregan la sal de una época. Todo eso trasunta las páginas de Contradanzas y latigazos, libro donde hice con la novela de Villaverde lo que él hiciera con el romance de Cecilia Valdés y Leonardo Gamboa: un pretexto para retratar una época que aunó grandeza y mendacidad, refinamiento y crimen. El escenario, la Habana Vieja, albergaba un conglomerado social colmado de contradicciones. Hice míos sus personajes y conflictos, sin olvidar el enjundioso subtítulo de la novela, La Loma del Ángel: un barrio populoso, crisol de mixturas sociales y raciales que redondearon el perfil cubano. Era ese perfil –justamente– lo que me llevaba a la obsesión, la fiebre que me comunicó Villaverde y agrandaron otros, ya insustituibles en mi formación.

¿Cuánto ha contribuido el conocimiento in situ de la arquitectura de la Habana Vieja a tu pasión por desentrañarla en el orden literario?

{mosimage}La Habana es un entorno peculiar y único. Cuando entro en sus palacios me asalta la subdivisión que los animó en el pasado, desde las puertas de las cocheras y los almacenes de las plantas bajas, incluidos los rincones donde se juntaba la servidumbre –esa esclavitud urbana sin cuya impronta no seríamos lo que somos–, hasta los espacios señoriales y las estancias de los amos. De tanto andar por esas mansiones y leer sobre ellas, me parece que escucho los rumores domésticos, tanto los gratos y edificantes –que los hubo– como los nacidos de las enconadas diferencias sociales. Esa convivencia de amos y esclavos, alejada de la drástica violencia del barracón y la plantación, me asalta y susurra al oído; de ella se levantan fantasmas, razones y sinrazones. Lamento –sí– que el tiempo fuera ingrato con el hábitat de los pobres, la típica casa-cuarto, como la de Cecilia Valdés y su abuela Chepilla en los días en que la frecuentaba el hijo de los Gamboa, señorito aspirante a título nobiliario, uno de los «aristócratas del azúcar», como les llamaban en la metrópoli. Esos hogares humildes no tuvieron los muros dobles, las imponentes arcadas, los relumbre de lo que luego llamaríamos barroco cubano. Eran estrechos, sombríos y húmedos; abrían sus puertas para que el aire penetrara en sus rinconeras e hiciera más llevadera la existencia, y por ellas entraba también el bullir citadino. En aquellos guarecimientos de intra y extra muros radicaba una población de pardos y morenos libres, laboriosos, sufridos... que también se envilecían por la persistencia de su inferiorización social. Ellos guardarían pedazos de una historia que está en la génesis de muchas familias, con tanto derecho a historiarnos como los hacendados peninsulares y sus descendientes criollos «blancos». Hijos suyos, dueños de las «artes liberales», oficios entonces despreciados por un equívoco concepto de hidalguía, protagonizan hoy la noble tarea de devolverle su esplendor a la Habana Vieja. Amo por igual los palacios y esas cuarterías, pues a quienes amo en su verdad más dolorosa y punzante, pero también en su júbilo y su desenfado de cultura joven, es a los habaneros de hoy, conocerlos desde sus ancestros y seguir con ellos hacia su dignificación. En ese sentido, los libros que atesoran crónicas, relatos o poemas son tan definitorios como las facturas de las bodegas esquineras, las perdidizas listas de deudas, las referencias del vecinaje amable o ríspido. Y ¡cuánto daría por poseer hasta las conversaciones, los secreteos, el chismorreo cazurro donde se conformaba la expresión de la ciudad! En ese sentido, hago mía la ansiedad de conocimiento del pasado referida por la compositora habanera Marta Valdés en su canción al mulato peinetero y poeta salonnier de tantos equívocos: Plácido, ¡ay, Plácido, por su vida, /Gabriel de la Concepción Valdés! /Cuánto me hubiera gustado celebrar un treinta y uno con usted; /compartir con Rafaela /una comida casera y un café; /haberles visto cruzar la Plaza Vieja /y sobre el noble adoquín /hallar la huella /de los días venturosos de su vida, /en vez de tanto saber / –¡ay, Plácido! – de su muerte, /Gabriel de la Concepción Valdés.

Si tuvieras que fijar un catálogo personal de querencias en las letras cubanas, obras y autores que han acercado tu mirada a los secretos de La Habana, ¿qué nombres recogerías?

Es grande la lista: desde los textos de Roig de Leuchsenring hasta la mirada zahorí de Fernando Ortiz, su capacidad para fijar sabidurías sin perder el énfasis de la observación humanista. De la Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba, de José Antonio Saco, a El negro en la economía habanera del siglo XIX, de Pedro Deschamps Chapeaux, o el libro que ese investigador firmó con Juan Pérez de la Riva, Contribución a la historia de la gente sin historia. Las miradas de extranjeros que sin ataduras o compromisos observaron aspectos de la vida insular que los naturales ilustrados ocultaban o tamizaban. Pienso en Humboldt, Salas y Quiroga, Fredrika Bremer, Madden, Hazard, De la Sagra y tantos que alumbraron aspectos de un país colonial cuya cara insoslayable era La Habana. Sin olvidar una historiografía abundante e incisiva, nacida en los últimos tiempos, con un afán que supera la factografía y alcanza niveles de revelación sagaz. Hoy, el sucesor de Roig, Eusebio Leal, le suma páginas que son hechos, llevados de la información y con un ímpetu que apunta al futuro. Y están los poetas, los novelistas, cuantos enriquecieron sus fábulas y sueños con una vida tan peculiar como la habanera. La Habana ha sido una novia permanente, ha merecido los acercamientos más diversos. Todos son materia imprescindible para su conocimiento y su elogio.

Tu libro sobre Lezama Lima es un canto de amor a la amistad con un habanero mayor. ¿Qué tanto influyó esa relación en los deslindes de tu vocación filial habanera?

Hemos tenido grandes habaneros, entre ellos Lezama y Martí, a quienes unen mi pensamiento y mi gratitud. La casa de Lezama en Trocadero 162, cercana al Paseo del Prado, siempre me resultó demarcación e invitación habaneras. Cuando al filo de la medianoche concluíamos nuestras conversaciones, sentía la necesidad de remontar las calles de Obispo y O'Reilly, recuperar sus pasos y los de sus amigos de Orígenes, los lugares donde se reunieron para forjar una de las aventuras significativas de la literatura cubana. Cuánto daría por revivir la conversación entre Lezama y Pepe Rodríguez Feo que posibilitó tan inicial experiencia intelectual, en cuyo colofón muchos años después tuve algo que ver: la edición del libro Mi correspondencia con Lezama Lima, de Rodríguez Feo. Nunca quise adscribirme a destiempo al origenismo; me ha parecido vacuo el afán por hacerlo en algunos talentos jóvenes, porque Orígenes es inimitable y está cumplido. Mi acercamiento a la proteica individualidad de Lezama, sin embargo, resultó tan significativo que lo tengo como un hito en mi formación. El corolario de nuestra amistad fue la edición de su último volumen de ensayos, La cantidad hechizada, que incluyó textos imborrables en el conocimiento de eso –un tanto inapresable– que llamamos «lo cubano». En su obra toda palpita esta ciudad, fundamentalmente en Paradiso y en Tratados en La Habana. La sensualidad de su prosa y la «aventura sigilosa» de su poesía enseñan a amarla, nos devuelven a sus calles y sitios. Cuando recorro su obra, llego a la Plaza de Armas y, desde el Templete, a la bahía, donde el aire dulcifica los pensamientos, y es como si Lezama nuevamente la viera desde mis ojos, con insistencia fervorosa, hasta acercarse al Malecón para nutrirse del oxígeno requerido por sus bronquios asmáticos.

Aparte de la literatura y la arquitectura, ¿en qué otras zonas de creación adviertes el placer de un diálogo permanente con La Habana?

En la música. La Habana ha sido punto culminante de incontables ritmos y géneros musicales. Desde aquí han salido al mundo, mezclados a otros, y siempre resultaron benéficos. En esos paseos de que hablo, me parece ver salir de la sastrería de Uribe al mulato José Dolores Pimienta. Va a ensayar su clarinete, acompañar una «salve» en la iglesia del Cristo, sustituir a un intérprete de una compañía operística de paso o a tocar en un baile aristocrático en La Filarmónica, para sonar luego en una «cuna» del manglar, su contradanza Caramelos vendo, fusión de refinamiento y exaltación en una modalidad musical cubanísima, el pregón, al que sumó sapiencias el inolvidable Ernesto Lecuona. Mulatos libres como él, «músicos de oído», llegaban de la calle y la pobreza laboriosa a la exaltación de la cubanía, que siempre se ha expresado en la música. Su descendencia se multiplicó en nuestros intérpretes y compositores de hoy, ya con una formación académica y un destino menos ingrato. La Habana suena, siempre ha sonado, desde los atabales de la peonada hasta las orquestas de cámara. Su sonido, herencia gratificante, acompaña su nombre.

Cuando has estado en ciudades más viejas que La Habana, como Atenas, Roma, Venecia o Madrid, por citar algunas en tus tantos itinerarios, ¿qué extrañas más y más evocas de ella en aquellas ciudades?

La gente que la puebla, su bonhomía natural y sin sofisticaciones, su comunicación espontánea. Y su paisaje variado, la seducción en que se mezclan naturaleza y edificaciones. Si la estadía resulta larga, al regreso siento la urgencia de recorrer desde los verdores de la Quinta Avenida hasta la iglesia de Paula, esa joya de movimiento y luz. Todo eso me entrega la comunión de los sentidos.
{mosimage}Durante la última década del siglo XX dirigiste los destinos de la Cinemateca de Cuba, tiempo que, in crescendo, te vinculó al mundo del séptimo arte de modo especial? ¿Qué señas has encontrado en el cine cubano para el conocimiento de La Habana?

Un habanero y uno de mis grandes amigos, Tomás Gutiérrez Alea, ha mirado La Habana desde sus películas con una cierta admonición, pero también con críticas. Como se mira a la familia, señalándole grandezas y pequeñeces en la sobremesa, cuando los asuntos adquieren una clarificación íntima. En su extraordinario filme Memorias del subdesarrollo, los personajes caminan La Habana, sienten la necesidad de expresarse en ella, conocer aquí el amor, el peligro, y de reconocerse en sus aceras, bajo sus árboles. Esa visión es particularmente significativa. El entorno es el del riesgo y el de la preocupación por su gente, por su supervivencia: se acercaba la que conocimos como Crisis de Octubre o de los Misiles, la posibilidad de desaparecer y la aventura de la reafirmación patriótica. La indecisión del protagonista adquiere un subrayado tenebroso: él mismo habrá de hallarse en los accidentes de esas calles, cuando un escaparate comercial le devuelve su imagen fraccionada, accidentada por las de otros. En esa ocasión tenemos una Habana inquieta, ansiosa; los habaneros siembran cañones defensivos en el Malecón, respiran un aire lúgubre, como suspendido, y se imponen las canciones revolucionarias de quienes ya han tomado la decisión de unir sus vidas a la de la ciudad en riesgo. Entonces La Habana es Cuba, su símbolo persistente. Pocos retratos de La Habana la entregan con tanta pasión y tan fusionada con sus habitantes. Años después Titón observará otra Habana, en Fresa y chocolate. Es la ciudad de sus jóvenes protagonistas, viviendo sus escaramuzas sentimentales por los parques de Miramar o intentando un conocimiento patético en su revés, el deterioro que enraíza el amor junto a sus deslumbres de cristaleras y columnatas. Uno de ellos se interrogará sobre sí mismo ante el persistente cristal de un comercio. No pasa inadvertido un hecho poético como ése, cuando la duda y la respuesta vendrán unidas al entorno, a la ciudad. Es un reclamo ético, una exigencia. Quien la ama, se siente compulsado a abandonarla, lo que se traduce en un desgarramiento sin fondo. El que comienza a conocerla, ya se connaturaliza con ella. Y viene otro símbolo en la música de Saumell. En el cine de Titón, La Habana tiene un rol principal. Y así en el de otros cineastas a cuyos desvelos creativos me acerqué y con quienes he convivido largos y aleccionadores años. La de ellos es una Habana-personaje, dolida o alegre, en sus facetas tan diversas, capaces de enseñar a afrontar el destino.

¿Ha contribuido La Habana vista por Alejo Carpentier a tu mapa afectivo de la ciudad?

Por supuesto. Coincidí con Carpentier en los días hermosos de la aventura editorial, junto a su secretaria María Angélica. Alguna vez caminé con él por las calles de Obispo y O'Reilly, bajo los soportales palaciegos de la Plaza de Armas. En su conversación recibía eco de sus páginas escritas. Pero lo que más agradezco en el recuerdo habanero de Carpentier, además de un libro clásico, La Ciudad de las Columnas –hecho junto a Paolo Gasparini, fotógrafo con quien trabajé en Pueblo y Cultura– fueron sus observaciones sobre la música cubana. La llevaba escrita en la palma de la mano, se refería a ella con pasión y un conocimiento táctil, lo transportaba al recuerdo de amigos con quienes escribió páginas memorables. Al hablar de nuestra música parecía que se transportaba. Lo reencontré al ver incontables veces los documentales en que el cineasta Héctor Veitía lo hizo hablar sobre La Habana, la música, las costumbres, el surrealismo y tantos temas que él vinculaba con una conversación ritmada por la elocuencia y la evocación histórica. En cuanto tenía ocasión, durante mis años de cinematecario, lo volvía a ver y le disfrutaba la presencia y la sabiduría. La obra y la persona de Alejo Carpentier se sinoniman con La Habana. La ha cantado e historiado, le servió como marco para relatos definitorios de la imagen que tenemos de esta ciudad, tanto en su noveleta El acoso, como en ese monumento a la lengua y al pensamiento y a la sensibilidad que es El Siglo de las Luces. ¿Quién puede olvidar la tumultuosa entrada de Víctor Hugues en la casa de los muchachos habaneros estremecidos por ansias de renovación y de aventura, la casa donde ahora radica el centro cultural que guarda la memoria de Carpentier? Esa casa es un icono habanero unido al recuerdo de Alejo. No puedo entrar allí sin estremecerme al comprobar la fusión que alcanzan la literatura y la vida cuando se les transita con autenticidad y sentido creador.

Diversos escritores han celebrado la vida noctámbula de La Habana, ¿ha tenido la noche habanera algún don especial para ti?

Mi primera Habana fue la de la noche vedadense, con la calidez y la emoción del feeling, en pleno auge de sus canciones, sus acordes guitarreros, sus voces que se adueñaban de los sentidos. Cierro los ojos y me veo yendo al Scheherezada para escuchar a Elena Burque, tú no sospechas /cuando me estás mirando..., al Imágenes, donde Felipe Dulzaides acompaña a Doris de La Torre, quiero /recorrer las calles /de los días felices que vivimos..., sitio que por mucho tiempo sería el emporio de Frank Domínguez, como en un sueño /sin yo esperarlo... Subo al Gato Tuerto, donde hago mías las notas que regala un Sergio Vitier adolescente y donde Portillo de La Luz hace de Contigo en la distancia un himno generacional. Como «la noche es joven» –frase que se convirtió en muletilla preferida de los noctámbulos– subo a La Gruta, donde se unen piano y voz de Esther Montalbán, para concluir junto a la barra del Saint John's, con José Antonio Méndez y su voz ronca recordándoles a los albañiles que le corean la necesidad de juntar cemento, ladrillo y arena para tener mi casita en Los Pinos.
Era una Habana al alcance de todos, nuestra Rampa de encuentros y desencuentros, de pasajes sentimentales y de simple trasnoche aromatizado con música. Por esa parte, anduve junto a Julio Cortázar; ambos desbordados de literatura y de emociones, sentados en sus quicios cuando la conversación imponía una pausa y, al final, en el Malecón, el sempiterno Malecón de confidencias y proyectos. Por supuesto que esa otra vida habanera me correspondió a una edad propicia, y dejó su marca. Eran tiempos muy peculiares, cuando Elena llegaba sin quitarse el uniforme miliciano y entonaba con una hondura irrepetible una canción que desde ese momento pasaba al inconsciente colectivo: estoy aquí; de pie,/ junto al paisaje que me vio soñar. Ese paisaje era y es La Habana. Eran tiempos en que cada estrofa de canción y cada suspiro se convertían en experiencias inderrotables. Eso ha sido La Habana para muchos, y lo sigue siendo. Lo hermoso de esta ciudad es que sus significados plurales se mantienen, persisten y nos caminan por dentro.

Si te pregunto qué es para ti ser habanero, ¿qué me dirías?

Ser habanero es vivir La Habana, pensarla, hacerle bien...

Finalmente, ¿volverá La Habana a estar presente en algún nuevo libro tuyo?

Por supuesto. Pero no es que «me devuelva a» sino que «no salgo de». Si la anécdota de mi novela más reciente, Al cielo sometidos, no ocurre en Cuba, es porque busqué antecedentes de la cubanidad en la lengua madre y en la historia de España. Mis proyectos próximos tienen a Cuba y a La Habana como centro. No deseo hablar de ellos, que soy supersticioso. Sólo te anticipo que me propongo una lectura comentada de Cecilia Valdés, para la Editorial Letras Cubanas, esfuerzo que reunirá mi trabajo de investigador y de editor, y abonará mi inquietud de novelista. ¿Acaso he salido alguna vez de La Habana?

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