Considerado uno de los maestros de piano más solicitados del mundo, con una habilidad mágica para convertir en artistas a los estudiantes que caen en sus manos, este catedrático de la Manhattan School of Music ha decidido vincularse a su patria natal, Cuba, fomentando el contacto entre jóvenes pianistas de todo el planeta.
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Hay cubanos que nunca dejan de serlo, no importa en qué lugar del mundo se encuentren. No importa tampoco que alguien intente endosarles la pertenencia a una raza, etnia, credo político o cualquier otra etiqueta distintiva. La cubanía de esos hombres o mujeres suele manifestarse a través de su gracejo. Junto a la simpatía o desenvoltura al hablar y escribir, ese atributo se manifiesta como una mezcla espontánea de agudeza y desenfado, de orgullo y gallardía. Más que gracejo podría decirse entonces donaire.
Donaire es lo que tiene Salomón Gadles Mikowsky como cubano de estirpe. Viste pulcra guayabera blanca recién estrenada con motivo de la segunda edición del Encuentro de jóvenes pianistas que él fundó, organiza y patrocina en La Habana junto a la Oficina del Historiador de la Ciudad, a través de su Gabinete de Patrimonio Musical Esteban Salas. Con ese objetivo, donó dos pianos Steinway: uno para el recién restaurado Teatro Martí, y el otro para la sala Ignacio Cervantes, en el antiguo Casino Español, hoy Palacio de los Matrimonios de La Habana Vieja. Esos pianos fueron ajustados por un especialista de esa compañía fabricante que viajó desde Nueva York para garantizar la calidad del sonido en ambas jornadas pianísticas habaneras.
He sopesado bien mis preguntas a Salomón Mikowsky (es su nombre artístico), poniendo el mismo cuidado de un afinador de pianos que ajusta el tono ante cada concierto. Tengo a mi favor el que haya podido compartir en distintas locaciones con este profesor legendario de la Manhattan School of Music, una de las más prestigiosas del mundo. Invitado a cenar con los pianistas y organizadores de los encuentros habaneros, aproveché la oportunidad de verlo interactuar con sus pupilos: apreciar cómo es cariñoso con ellos —amoroso, incluso— cuando han cumplido con las expectativas de cada concierto, o, en caso contrario, tratarles secamente y hasta reprenderles si considera que no han dado lo mejor de sí. A cambio, sus alumnos siempre demuestran respeto y gratitud, a partes iguales, como si estuvieran ante un padre severo que solo relajara cuando sus hijos han logrado hacerle sentir orgulloso.
Pienso que difícilmente esos jóvenes del siglo XXI —provenientes de países como Rusia, China e Israel— puedan comprender todavía que ese altísimo nivel de exigencia de su profesor responde a un sentimiento de raigambre paterna: el amor a la patria (que viene de pater, padre). Como si a través de esos alumnos-hijos suyos, durante cada concierto en La Habana, Salomón Mikowsky aprovechara para sacar a flote esa Cuba que siempre ha llevado dentro, como el secreto de un piano... no importa en qué parte del mundo haya estado o esté.

Al verlo interactuar con sus jóvenes alumnos en La Habana, tratándose de un Encuentro para nada competitivo, creo que les exige tremendamente.
Sí, no hay dudas que a veces yo peco de ser demasiado severo, casi inhumano. Muchas gente me dice: «Por qué le tienes que decir eso ahora, espera a mañana para decírselo», pero es que no puedo. Yo creo que mis alumnos me respetan porque no engaño a nadie, les digo la verdad inmediatamente, incluso en el intermedio del concierto. Por supuesto, aplico la psicología, pues hay que tener mucho cuidado para no herirlos. Mis momentos más gloriosos son cuando un alumno está dando lo mejor de sí. Pero cuando eso no ocurre, cuando algo comienza a fallar, ya sea con el contraste, proyección, movimiento escénico (salu dos), el tempo, la resolución de una armonía, el sentido del ritmo…, comienzo a molestarme tremendamente y termino decepcionándome. Esto me hace ser una persona que es feliz por momentos, no siempre. Tiendo muchas veces a la depresión.

Lo he visto estar también muy al tanto de las reacciones del público habanero.
La música depende del compositor, depende del intérprete y depende de la audiencia. Si no hay quien la escuche, no hay música. Hay una cuestión muy importante en la relación que se establece entre el público y el intérprete: la necesidad de variedad y contraste. He tenido la experiencia, por ejemplo, de un alumno tocando a Beethoven y todo el concierto va muy bien, pero me doy cuenta de que hay necesidad de ahondar, de que el sonido del piano tenga más profundidad. Si eso no ocurre, hemos estado expuestos a un mismo volumen todo el tiempo y el concierto se vuelve monótono. La interpretación es correcta, pero aburrida. El público habanero ha sido muy exigente, sobre todo cuando se trata de evaluar la música cubana: las danzas de Ignacio Cervantes, por ejemplo.

¿No tratará de que sus alumnos toquen en La Habana como lo haría usted?
Para nada es el caso, porque viví esa experiencia en carne propia. En la Juilliard School of Music yo tuve como profesor a Sascha Gorodnitzki, quien fue el principal discípulo de Josef Lhévinne, el autor de ese libro que, aunque sucinto, es todo un clásico: Basic Principles of Pianoforte Playing, además de ser un virtuoso que dominaba la técnica a un nivel de perfección muy difícil de igualar. Emigrados ambos a Nueva York, Lhévinne era ruso y Gorodnitzki de origen ucraniano. Por eso aprendí mucho del pianismo ruso y del control del instrumento, adquiriendo determinadas habilidades para dominarlo, como es tener el sentido de anticipación auditiva. Me refiero a imaginar el sonido que se quiere obtener, poco antes de oprimir la tecla. O sea, lograr que el oído informe al cuerpo, de modo que el equilibrio entre el peso del brazo, la muñeca y el dedo se adapte en forma instantánea al tono deseado en particular.
Aunque fue un excelente profesor, Gorodnitzki era un pianista obsesionado con que cada alumno tocara exactamente con la visión de él. Es cierto que, cuando se sentaba al piano, tal parecía que no había ninguna otra forma de tocarlo. A través de los años —sobre todo después
que me gradué—, yo me di cuenta que esa actitud suya limitaba el potencial de la personalidad del alumno. Quizás por eso, a pesar de que enseñó a jóvenes de inmenso talento, a sus máximas posibilidades como intérpretes. Creo que, siendo un perfeccionista, Gorodnitzki insistía demasiado en definir de antemano la ejecución del repertorio. Esto inhibe la creatividad que resulta de entregarse durante el concierto, llevándose por el instante y lo que uno quiere hacer con el instrumento, con la acústica, con la obra que está tocando... y, a fin de cuentas, con el público que escucha.
De hecho, para hacer lo opuesto a Gorodnitzki, opté por llevar a mis alumnos a los conciertos de aquellos pianistas que consideraba importantes y que interpretaban con más libertad. Nunca olvidaré el recital ofrecido en el Carnegie Hall por Shura Cherkassky, quien —por cierto— también era de origen ucraniano. Me senté en la platea alta con treinta alumnos míos y, desde allí, su figura se veía diminuta en el distante escenario. Pero cuando tocó el forte, el sonido inundó la sala. Sobre todo me impresionaron sus osados pianissimi, pues nunca había escuchado a nadie alcanzar tal grado de intimidad. Cualquiera pensaría que una ejecución tan suave no podría escucharse en una sala tan espaciosa como Carnegie.
Todavía hoy algunos de aquellos alumnos me agradecen esa experiencia, más que nada. No pueden olvidar ese toque especial de Cherkassky, quien lograba hacer viajar el sonido hasta llegar a todos los miembros del público, como si se tratara de un secreto susurrado al oído para que nadie más lo escuchara. Se conserva su disco, pero no hay nada como la experiencia de haberlo disfrutado en persona. Mis alumnos no pueden olvidarlo, ni yo tampoco. Terminado aquel concierto, mientras bajaba las escaleras, tuve que sujetarme del pasamanos para no caerme, porque el deleite y la excitación me habían mareado, a punto casi de desmayarme.
Aunque nunca recibí clases formales de Cherkassky, lo considero como uno de mis profesores. Por eso le dediqué el piano de cola que doné a la Manhattan School of Music para la sala que lleva mi nombre. En la placa hago referencia a sus «embriagadores sonidos que aún acarician mis oídos». Cherkassky fue para mí toda una revelación, gracias a la cual me percaté de que mis instintos sobre la interpretación de una extensa gama del repertorio romántico no tenían que reducirse, como había pensado con Gorodnitzki, sino que debía estimularlos. Y esa ha sido mi meta desde entonces: oponerme a la idea de que mis alumnos toquen como yo. Cada persona es diferente, y cada pianista es diferente. Si el público quisiera siempre lo mismo, se quedaría en la casa y escucharía las grabaciones. Todo gran artista tiene algo nuevo y especial que ofrecer.

Junto a Lang Lang en Madrid, 2011.

¿Es posible contribuir a que un alumno encuentre su propio estilo y no sucumba a la moda imperante o a los referentes más comunes?
En primer lugar es muy importante familiarizarse con el repertorio que los alumnos han tocado antes. Uno se da cuenta inmediatamente de cuáles son las tendencias que han seguido. Por  ejemplo: yo tengo ahora muchos estudiantes que vienen de China y, en cierta manera, todos sus padres quieren que su hijo o hija sea el próximo Lang Lang. Aunque es muy criticado, no hay dudas de que es el pianista más cotizado del mundo en estos momentos. De alguna manera esto ha influido en que haya proliferado en ese país un enorme interés por los estudios de piano. Mantengo relaciones amistosas con Lang; incluso me pidió que entrenara a los maestros de la escuela que fundó. Estando aquí en La Habana me envió un correo a través de su secretaria, pidiéndome que diera clases en Nueva York a un alumno suyo, al cual considera brillante. Abundo en estos detalles porque me sirven para recalcar que existe gran interés en tocar vituosamente el piano, aunque casi siempre se piensa en aquellos repertorios que  permiten demostrar mucha velocidad y fuerza. Mucho Liszt, digamos.
 Cuando esos estudiantes llegan a mi clase, inmediatamente me planteo el problema de su reeducación cultural: tratar de que sientan la música desde otro punto de vista. Estar al servicio de la música, y no de sí mismos. Dejar de lado el ego, ese tratar de impresionar a los padres y a las amistades, buscando el aplauso fácil a través de la obra obvia. Nada más llegan, les pregunto: «¿Por qué tu quieres estudiar conmigo?». Me responden: «Ah, maestro porque sus alumnos han ganado tantos concursos». Entonces les digo: «Así tú no vas a ganar ninguno. Los que ganan concursos son quienes vienen a aprender cómo tocar con belleza. Esos son los que acaban ganando». Y seguidamente les aclaro: «Los concursos no son siempre justos, ni tampoco decisivos. Una de mis principales alumnas ha hecho una carrera mundial y nunca ha ganado ningún concurso».
En lo adelante, poco a poco, les voy asignando un repertorio variado que incluye todos los estilos: tienen que tocar Bach; tienen que tocar una sonata clásica, una gran obra romántica, música francesa (Debussy, Ravel, Faure...), música rusa, música española, latinoamericana,
cubana…; también obras cortas, lo que es un arte muy díficil; obras contemporáneas... A través de esa diversificación del repertorio y de las experiencias íntimas que suceden en cada clase, uno se va dando cuenta del diapasón de cada alumno: cuáles son sus gustos y si es posible mejorarlos, revisarlos o cambiarlos. Otras veces es mejor dejarlos que sigan intuitivamente una corriente, si es natural y los lleva por buen camino.
Aquí juega un papel crucial la cuestión pedagógica. No solamente hace falta que los alumnos escuchen las obras por aprender, sino las que ya dominan, para que sepan apreciar los matices de sus versiones interpretativas. Porque casi todos ellos llegan con un limitado conocimiento de los grandes pianistas. Por ejemplo: si van a estudiar a Scarlatti, asumen a Vladimir Horowitz como el mejor intérprete, y basta. Es cierto, pero también existe una pianista, María Tipo, que para mí es genial tocando Scarlatti, y ellos no la conocen. Si es Brahms, piensan en Arthur Rubinstein, aunque también está Julius Katchen, menos conocido, pero que tocaba un Brahms muy especial.
Una vez yo estaba impartiendo un curso en España a unos diez alumnos. De pronto, ponemos el radio y están tocando una mazurca de Chopin. Pregunto: «¿Quién podría tocar de esa manera?». Uno de ellos me responde: «Creo que es Witold Malcuzynski». «¿Por qué», insisto, mientras otro ya está diciendo: «No, yo creo que es Ignaz Friedman». Y así, sucesivamente, comenzaron a debatir el porqué de cada elección. Para dilucidarlo es necesario haber ampliado los horizontes culturales. Es como ir a un museo y saber qué cuadro es de Degas y cuál es de Velázquez. Lo mismo sucede con la pianística: cada intérprete tiene su sello personal. Con tal de ayudar a los alumnos, me he permitido hacer una recopilación de pianistas y profesores del pasado para leer y escuchar. Aparece como uno de los anexos a la tesis doctoral que me dedicó Kookhee Hong, publicada recientemente por Ediciones Boloña, de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana.

Nacido en La Habana, el 10 de marzo de 1936, Salomón Gadles Mikowsky cursó estudios de música en esta ciudad de 1944 a 1955, con Luis Pastoret, solfeo; Argeliers León, teoría, y César Pérez Sentenat, piano. Apenas un niño, hizo su primer recital en el Lyceum and Lawn Tennis Club de La Habana (arriba). Debajo, con 16 años, tres años antes de partir a Nueva York.

En el prólogo a ese libro dedicado a su legado pianístico pedagógico, Leo Brouwer reconoce su gran talento musical con estas palabras evocativas: «En mi adolescencia temprana escuché a un joven alumno de César Pérez Sentenat en las monumentales sexta y séptima Sonatas, de Prokofieff, algo que no olvidé en sesenta años». ¿Qué sucedió con su carrera como intérprete?
Hoy fui a recoger al Museo de la Música la copia de una partitura de Pérez Sentenat dedicada a mí, instándome a ocupar el lugar que merecía por mi talento. Gracias al empeño y la búsqueda de mis padres, entré a estudiar con él. Recuerdo los ejercicios manuscritos que me asignaba todas las semanas. Esos ejercicios se remontaban a Franz Liszt, quien los había concebido, y se habían transmitido de profesor a alumno: de aquel gran virtuoso a Moritz Moszkowski, y de este a Joaquín Nin, quien fue el maestro de Pérez Sentenat, el cual seguía usándolos en sus clases. Cubanos ambos, Nin y Sentenat se relacionaron en París, hasta que regresaron a La Habana. A instancias de mi maestro, todavía siendo un niño tuve que tocar una vez ante Nin, en una audición.
A pesar de que puedo estar en desacuerdo con ciertos elementos de su enseñanza, la dedicación e interés de Sentenat hacia mí fueron extraordinarios. Si algo pudiera reprocharle, desde mi experiencia vital como pedagogo, es que jamás me alentó a asistir a un concierto, ni tuvo la iniciativa de llevarme él mismo a uno. En La Habana actuaban los mejores artistas, y yo ni siquiera me enteraba. Sin dudas, me hubiera ayudado mucho haber tenido un ejemplo vívido de lo que puede lograr un artista, de la belleza que se puede alcanzar si se logra trabajar con seriedad. Así no me hubiera acostumbrado a lo que todo el mundo me decía siempre: que era un genio, que nadie podía tocar como yo. A los diecisiete años recibí elogios por los críticos que asistieron al que fue mi último concierto público en La Habana. Ellos escribieron artículos laudatorios en los principales periódicos pidiendo que se me concediera una beca en el extranjero. Esto me permitió ir a Nueva York en 1955 y continuar mis estudios en la Juilliard School of Music.
Ya estaba terminando exitosamente esos estudios hacia 1969, cuando vino el problema. Comencé a tener la incómoda sensación de alfileres que me pinchaban el pulgar de la mano derecha. El médico ni siquiera me miró la mano; me puso el pulgar entre estos dos huesos
de aquí, en el hombro derecho, y vi las estrellas. Fue el dolor más grande que he sentido en mi vida. Esa prueba bastó para comprobar que un hueso en la nuca hacía contacto con un nervio que va desde el cuello hasta el pulgar. Me remitieron a un neurólogo de gran prestigio, pero este solamente pudo recetarme algunas pastillas para el dolor y me sugirió que usara un collarín para ver si la posición de la cabeza podía evitar la presión sobre el nervio. Algo muy fastidioso y que nunca pude cumplir.
Finalmente decidí probar con acupuntura y me fui a China para encontrar el mejor tratamiento. Allí me explicaron que únicamente podían aliviar mi condición, pero no en forma permanente. La única solución era someterme a una operación de cuello para ver si el cirujano
podía encontrar, entre miles de nervios, cuál era el causante del problema. Era una intervención sumamente peligrosa y podía dejarme paralítico para siempre. Fue entonces cuando decidí renunciar a todas mis aspiraciones y aceptar doloramente que nunca sería un concertista. La compensación fue que la enseñanza del piano ya constituía una parte relevante de mi vida.

¿Coincidió con Leo en la Juilliard School of Music?
Conocía a Leo desde joven como guitarrista, pero entonces no tenía conocimiento de hasta dónde llegaba su talento, ni siquiera cuando coincidimos en la Juilliard School of Music. Recuerdo que, en una ocasión, me chocó un comentario suyo, del tipo «aquí estoy perdiendo
mi tiempo», o algo así. Años después, al darme cuenta de su enorme talento, pensé que ese comentario obedeció a que tomó una clase con algún maestro que no estaba a la altura de su intelecto. Recientemente, en la rueda de prensa conjunta que dimos, me he enterado de
su gran admiración por nuestro mutuo maestro de teoría y análisis musical, Vincent Persichetti, un americano de origen italiano que era un genio. También reconoció a Louis Persinger, mi profesor de música de cámara.
Hace ya algún tiempo, en Nueva York se dio un homenaje a varios de los más grandes guitarristas del mundo, y se invitó a Leo, aunque no pudo participar porque le negaron la visa. Pero sí en una ocasión cenamos juntos en un barrio bohemio neoyorkino, adonde nos invitó la
propietaria de una fábrica de cuerdas de guitarra. En la actualidad estoy muy familiarizado con su persona y talento. Mi admiración hacia su obra es grande.

Durante su estancia en La Habana, ¿se le han acercado los profesores cubanos a pedirle consejos? De ser así, ¿cuáles les ha dado?
En primer lugar, quisiera destacar que los profesores cubanos son muy dedicados. Muchos de ellos se me han acercado a pedirme consejos y para que escuche a uno u otro alumno suyo. Es una actitud muy cariñosa que yo valoro y agradezco. Hay un problema: no tienen acceso a importantes partituras, grabaciones e información que les sirvan de referencias actualizadas. Después de haber analizado esas carencias, mis consejos han sido simplemente que enseñen más Bach y también música contemporánea (Bartok es muy importante), incluida la música cubana. Para poner un ejemplo: ayer le di una clase a un chico que tocaba una fuga de Bach, usando todavía la partitura de la edición de Mugellini. Esto es horroroso porque, ya de entrada, no podrá entender nunca el estilo barroco. Hay una razón histórica de esa edición: durante la Segunda Guerra Mundial, Rusia no tenía una conexión cultural con Alemania. Entonces, esa compilación ayudaba a los profesores rusos —o de cualquier país— a tener una idea de cómo interpretar al gran compositor barroco, porque tenía ligaduras, dinámica, tempo… cosas que Bach no escribió, pero que Mugellini le añadió para facilitar su interpretación. Pero lo cierto es que ese editor no conocía a fondo el estilo Barroco.
Al escapar de la oleada de antisemitismo en Rusia, los profesores judíos que llegaron a Shangai trajeron consigo esas partituras de Bach en la edición de Mugellini. Tan es así que a los alumnos chinos, cuando comienzan a estudiar conmigo tengo que enseñarles de nuevo el estilo barroco, porque no entienden nada. ¿Por qué se sigue haciendo uso de esa edición? Insisto en esta cuestión editorial, porque afecta sobre todo a la interpretación de la música barroca.

Sin embargo, en Cuba se ha difundido el estudio y la interpretación de Bach desde la perspectiva de la música antigua o históricamente informada.
No soy experto en la música antigua, aunque sé que se ha puesto muy de moda tocar las suites de Bach para orquesta con instrumentos y cuerdas semejantes a los que el compositor usaba en su época. Para quienes no estamos acostumbrados, ese sonido puede resultarnos algo desagradable, como desafinado. Es cierto que los pianistas modernos tocamos a Bach con un instrumento que no utilizó. Aquellos que quieren ser muy severos con la interpretación de su obra, dicen que no se puede usar pedal, ni dinámica... porque Bach no podía hacer crescendo en el clavicémbalo. A los partidarios de esos criterios yo respondo: «Si Bach dirigía una orquesta y había una soprano cantando, ¿ustedes creen que hacía tocar a todo el mundo con el mismo nivel de volumen, siempre constante, o respondía a las posibilidades del cello, de la voz, de la propia orquesta…?».
Porque si bien en el clavicémbalo no se puede hacer uso de ninguna dinámica significativa, no imagino a Bach componiendo su música con todos los demás instrumentos, y manteniendo la voz sin dinámica. O dicho de otra forma: si Bach viviera hoy día y pudiera familiarizarse con el piano, estoy seguro de que haría con este instrumento de teclado lo mismo que hacía con los demás instrumentos. Por supuesto, al interpretar a Bach, las limitaciones del clavicémbalo deben tenerse en cuenta, a fin de ejercer cierta contención, pero nunca al punto de eliminar la dinámica del todo. No hay nada que me indique tanto la musicalidad, maestría musical, nivel de progreso y dominio de la técnica de un alumno, que escucharlo tocar a Bach.

Junto a sus alumnos durante la apertura de la sala de conciertos Salomón Gadles Mikowsky en la Manhattan School of Music, Nueva York, 2010.

Centrándonos en el piano, ¿existe una relación entre las características corporales del intérprete y sus posibilidades de ejecutar determinados repertorios? Sí, hay una relación grande, porque en dependencia del repertorio elegido, la necesidad de un buen sonido exige un menor o mayor apoyo de todo el peso corporal que el intérprete sea capaz de ejercer con las muñecas, las cuales actúan como amortiguadores. Si las muñecas están demasiado relajadas, el sonido será cálido, pero sin brillo. Un poco de rigidez puede añadir ese poco de tono metálico que se necesita para que el pianista sobresalga por encima de toda la orquesta. La búsqueda de ese equilibrio entre una muñeca flexible y una muñeca rígida
depende del tamaño, peso y estructura ósea del intérprete. Basta este factor para insistir en que todo pianista debe encontrar la música que se aviene a su espíritu, pero también a sus condiciones físicas. De lo contrario, podría tener problemas que terminarían afectando su carrera o ponerle fin a la misma.  El éxito está en proponerse metas musicales que no vayan contra la naturaleza.

¿Es musical el hombre por naturaleza?
He tenido ocasión de escuchar a niñitos de cuatro a cinco años con una musicalidad extraordinaria. No tenían ninguna experiencia auditiva ni cultural, y ya expresaban emociones, colores y caracteres en forma musical. Esto es distinto a la musicalidad por imitación, cuando una persona es capaz de imitar a alguien que es musical y da la impresión de que también lo es. En todo caso, sí, creo que el hombre es musical por naturaleza, antes de adquirir hábitos musicales.

¿Hay relación entre el amor y la música?
Yo creo que el amor —en todas sus manifestaciones, incluida la sexual, por supuesto—tiene mucho que ver con la música. De vez en cuando apelo a paralelos de esa índole para darle una pauta a mis alumnos de su actitud. Por ejemplo, ante una interpretación demasiado exagerada, puedo definirla como haber tenido un acto sexual detrás de otro, sin haber alcanzado un clímax genuino. Esto para subrayar cuán necesarios son los momentos de ternura para alcanzar ese momento climático. Si se trata de una estudiante jovencita, que no ha tenido novio todavía, y toca con cierta frialdad, puedo permitirme sugerirle que todavía necesita experimentar el amor para poder hacer justicia a la interpretación. Esto siempre con mucha delicadeza y cuidado, preservando la distancia entre profesor y alumno.

¿Cuánto ha significado para usted la compañía de Sara, su compañera?
Soy cubano y he vivido en el extranjero; es cierto, en Nueva York, una ciudad cosmopolita. No hay dudas de las ventajas de tener una compañera con una base cultural similar a la mía. Sara no es músico, aunque estudió el piano en Santiago de Cuba, su ciudad natal. Su interés por mi labor, por leer, por escuchar… hace que nuestra vida se comparta de una forma muy agradable. Si nos sentamos a la mesa a comer, o si es tamos con amigos, hay una definición compartida de lo que nos rodea, de lo que nos gusta o nos disgusta. Sara y yo casi siempre
estamos de acuerdo en el sentido de qué amistades tener, a qué restaurante ir a cenar, qué conciertos escuchar. Pienso que hubiera sido muy triste vivir con una mujer que tuviera gustos diferentes. Por suerte, ha sido Sara, y, como hombre, me siento halagado de tener una compañera que me mira con respeto. Ella sabe más que nadie lo que yo sufro todos los días, las cosas que ocurren con los estudiantes. Porque no se trata solamente de impartirles clases. Los alumnos vienen a mí con problemas económicos, sociales, sentimentales… y yo soy el que tengo que lidiar con todo eso. Sara me aconseja mucho, y yo confío en ella.

Si pudiera montarse en la máquina del  tiempo, ¿adónde le gustaría ir: hacia el pasado o hacia el futuro?
Me gustaría retornar a mi niñez y hacer las cosas mejor. Porque no hay dudas de que perdí mucho tiempo. Quizás mi alto nivel de exigencia como profesor resulta de que yo era muy vago como estudiante. ¿Y por qué era vago? Por lo que ya referí: me acostumbré a que me trataran como a un genio y no tenía referentes para darme cuenta de que siempre hay alguien mejor que tú. Mucho de esto tiene que ver con mi crianza. En aquella época, para mis padres y sus amigos lo más importante era que sus hijos preservaran el legado hebreo dentro de un entorno extranjero. Siendo judíos askenazies, ellos hablaban yiddish, un antiguo dialecto del alemán escrito con el mismo alfabeto hebreo que se estudiaba en la sinagoga. Yo lo estudié en el Centro Israelita de La Habana, una escuela elemental judío-cubana a la que asistía. Por supuesto, también hablábamos español en la casa, ya que mis padres lo aprendieron antes de yo nacer.
Oriundo de un pequeño pueblo o shtetl llamado Grodno, ubicado en lo que actualmente es Bielorrusia, cerca de Polonia, mi padre apenas conoció estudios. Aunque también era judía, mi madre tenía un origen diferente porque nació en Varsovia, en el seno de una familia bastante adinerada para permitirse pagarle clases particulares con un tutor en la casa. Al concluir la Primera Guerra Mundial, la familia de mi madre perdió todo y, al igual que mi padre, fueron sometidos al feroz antisemitismo que imperaba en los países católicos de Europa oriental como
Polonia y Rusia. Por eso emigraron a Cuba y fueron parte de esa comunidad de casi quince mil judíos askenazies que se asentaron aquí, al descubrir cuán bien se podía vivir en esta Isla, donde no existía odio hacia los no cristianos. Mis padres llegaron el mismo año a La Habana y, pocos meses después de haberse conocido, se casaron y concibieron a mi hermana Luisa, nacida en 1928. Sobrevivieron gracias a que mi padre vendía anillos de fantasía como vendedor ambulante. Hasta que pudo alquilar un espacio y abrir una joyería en el Paseo del Prado, frente al Capitolio. Yo nací en el edificio ubicado justo encima de la joyería, ocho años después que Luisa.

Hace unos días, usted me señaló ese edificio, situado a un costado del cine Payret. Le confieso que me impresionó la tranquilidad espiritual con que lo hizo.
Siendo un adolescente, yo ayudaba a mi padre durante mis vacaciones de verano, ya que él deseaba que trabajáramos juntos y que, cuando ya fuera un adulto, asumiera su negocio. Esto no quita que se entusiasmara con mi interés en las artes, la música y el canto. Aunque para la mayor parte de la comunidad judía asquenazi la educación estaba limitada, todos sus miembros profesaban un gran respeto por el conocimiento y el aprendizaje. Tanto él como mi madre me apoyaban de todo corazón, a pesar de que no podían opinar ni guiarme sobre la vida cultural en La Habana por no tener una base para ello. Yo mismo apenas sabía que existía una comunidad intelectual judía separada e independiente de mi entorno. Solo ahora, después de muchos años, al visitar el cementerio judío en Guanabacoa, donde están enterrados tantos judíos cubanos, he podido percatarme de su meritoria participación en actividades intelectuales. Lamento que mi vida y la de ellos no alternaran durante mi infancia.
No fue hasta que tenía entre 15 o 16 años que unos amigos míos, Germán Amado Blanco y Pedro Machado, me introdujeron en la vida musical y cultural que tanto necesitaba para alimentar mis propias aspiraciones artísticas. El primero era hijo del reconocido intelectual
Luis Amado Blanco, quien era un gran amante del canto, especialmente de la ópera, y poseía una increíble colección de discos de 78 rpm de grandes cantantes de la Época de Oro. Al mudarnos para una casa particular en la zona de Miramar, entablé amistad con sus dos hijos —Raúl y el ya mencionado Germán—, quienes jugaron un papel muy importante en mi formación cultural, junto a su padre.

Me consta su sentimiento de gratitud hacia los ya desaparecidos Amado Blanco, cuando les dedicó sendas funciones en el Encuentro de Jóvenes Pianistas: a Germán, en la primera edición, y a Raúl, en la segunda. ¿Cuáles han sido los logros de estos encuentros en La Habana y cuáles sus perspectivas futuras?
En 2000 fui jurado del Concurso Internacional de Piano Ignacio Cervantes en La Habana. Como parte del programa se ofreció un concierto con la participación de muchos niños y jóvenes. El nivel era comparable con el de las mejores escuelas preuniversitarias del mundo. No era una sorpresa, puesto que, después del triunfo de la Revolución, algunos de los más talentosos pianistas cubanos se formaron en las escuelas más importantes de Europa oriental, principalmente en el Conservatorio de Moscú, y se convirtieron en profesores de la previa y actual generación de pianistas. Desde entonces acaricié la idea de vincular mis últimos años a Cuba, fomentando el contacto entre estudiantes de aquí y allá. Quiero que haya compenetración y que aprendan unos de otros: eso me da mucha satisfacción.
Mis alumnos saben que, a pesar de que algunos de ellos han tocado en las salas más importantes del mundo, los conciertos en La Habana son para mí los más importantes que ellos pudieran ofrecer. Para mí es muy importante que ellos toquen a Cervantes y Lecuona, así como obras de Leo Brouwer, Roberto Valera, Juan Piñera y otros compositores cubanos vivos. Pero no a manera de bis, encore o propina para congraciarse con el público, sino porque su música lo merece.
Estas ideas las compartí con varias personas hasta que logré entrevistarme con el Historiador de la Ciudad, gracias a la ayuda de amigos mutuos. Aún así, mi proyecto no cuajó hasta que, sorpresivamente, coincidimos en un mismo vuelo hacia La Habana. Las dos horas que él no tiene para dárselas a nadie, me las tuvo que dar a mí, porque estábamos sentados uno al lado del otro. A partir de esa conversación me comprometí a contribuir a la apertura de una sala de conciertos que, aún no lo sabía, sería nombrada Ignacio Cervantes. Para ella decidí comprar un hermoso piano de cola Steinway, restaurado a su condición original por Klavierhaus, en Nueva York. Habría que gastar muchas páginas para poder describir el suplicio que soporté a causa del bloqueo estadounidense a Cuba para poder enviar el piano desde Nueva York a La Habana. Lo intenté por México, por Alemania, hasta por China, y por fin logré que llegara por vía marítima a través de Canadá.

 Con su alumna Wenqiao Jiang en La Habana, en 2012.

Tal vez estaba predestinado que así fuera. Me refiero a su vínculo raigal con Ignacio Cervantes. En 1988, muchos años después de haberle dedicado su tesis doctoral, usted publicó la versión española, gracias a una editorial habanera, con el título Ignacio Cervantes y la danza en Cuba. Al ser reeditada por Ediciones Boloña en 2013, fue reconocida como la primera biografía-estudio escrita sobre un compositor cubano en el siglo XIX. Y después dona ese piano, con el que su jovencísima alumna china Wenqiao Jiang inauguró el Primer Encuentro, tocando de un tirón, precisamente, la versión integral de las danzas de Cervantes, sin ninguna partitura delante. Algo inédito. Habiendo logrado todo esto, de encontrarse con Cervantes en el más allá, ¿qué le diría?
Le diría que esas cuarenta danzas que compuso, creyendo que no era lo verdaderamente importante de su producción, resultaron lo mejor. Y es que, habiendo estudiado en París, Cervantes trató de componer cosas al estilo europeo: piezas de virtuosismo, oberturas, hasta una ópera, pero estas obras solo tienen valor para la historia de la música en Cuba. Sin embargo, sus danzas tienen una significación universal, aunque su autor no les concediera importancia por considerarlas música ligera. Al haber establecido el patrón final y la definición del género, las danzas de Cervantes sirven a compositores de todo el mundo como modelos de brevedad, además de que encierran el alma del pueblo cubano.
 

 

Salomón Gadles Mikowsky (La Habana, 10 de marzo de 1936) es graduado de la Juilliard School y catedrático de piano desde 1969 en la Manhattan School of Music, en Nueva York, institución que le otorgó la Medalla Presidencial. Fue premiado por el Institute of International Education por su reconocida labor pedagógica. Sus discípulos han ganado más de 150 concursos internacionales. Recibió el doctorado en música por la Columbia University con la tesis «Los orígenes y desarrollo de la danza cubana del siglo XIX» y sobre su figura cimera, Ignacio Cervantes.


Este artículo fue publicado en la revista Opus Habana, Vol. XVI/No. 1 jun./dic. 2014, p.p. 14-23.

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