Inaugurada en la Sala Transitoria del Museo de la Ciudad, la pequeña exposición con el título «La prensa en el tiempo» concita a la reflexión sobre el valor que encierran las publicaciones periódicas.
Por ser productos comunicativos, fuentes latentes de información secundaria, las publicaciones periódicas traslucen los procesos de carácter sociopsicológico que, cual reacciones de «fusión cultural» en cadena, han ido conformando nuestra identidad.
Como si acabara de salir de la imprenta, un pequeño muestrario de viejas publicaciones periódicas habaneras se abre a nuestros ojos en el entresuelo del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, justo al lado de la oficina de quien fuera uno de sus principales coleccionistas y estudiosos: Emilio Roig de Leuchsenring.
Al ver reunidos y conservados íntegramente varios ejemplares de revistas –entre ellas, Social, que dirigieran Conrado Massaguer y el propio Roig de Leuchsenring–, no pude sustraerme al hecho de pensar como un editor que, trasladado en la máquina del tiempo, se viera ante el reto de producirlas en la época que les tocó existir.
Y es que, mediante particular sintaxis de palabra e imagen, las publicaciones periódicas —y en especial, las revistas ilustradas— reflejan «el estado de los intelectos y las costumbres» en un tiempo y espacio dados: lo que Hipólito Taine denominaba la «temperatura moral» y consideraba base generatriz de las formas artísticas.
Desde ese punto de vista, resulta más que suficiente el elogio de José Martí para referirnos a una revista ilustrada que, fundada en 1883 como «periódico de noticias interesantes al bello sexo», devino años después importante fenómeno literario y social: La Habana Elegante.
A su director, Enrique Hernández Miyares, dirige Martí una carta desde Nueva York, el 17 de marzo de 1889, con el propósito de replicar a la opinión que sobre un comentario suyo (de Martí) se ha vertido desde un artículo publicado allí bajo seudónimo.
Pero antes, reconoce el Apóstol: «No tenía la semana para mí día tan grato que el lunes cuando encuentro en mi mesa entre los periódicos de Cuba, La Habana Elegante, a la que celebraría aquí por el arte de la composición y algo de ala y acero que brilla a menudo entre sus versos y su prosa».
Resulta imposible hacer cualquier estudio sobre identidad cultural cubana en el siglo XIX sin tener en cuenta esta publicación y las que junto a ella concurrieron: sobre todo El Fígaro, que en su primer número (23 de julio de 1885) se proclama «Semanario de Sport y de Literatura. Órgano de base-ball» y que luego evolucionará hasta convertirse en la otra revista ilustrada más importante de esa época, además de La Habana Elegante.
Y es que por ser productos comunicativos, fuentes latentes de información secundaria, las publicaciones periódicas traslucen los procesos de carácter sociopsicológico que, cual reacciones de «fusión cultural» en cadena, han ido conformando esa abstracción (especie de energía espiritual) que hoy definimos intuitivamente como identidad: la cubanía en nuestro caso.
Trato de sugerir que cada número de La Habana Elegante –o de El Fígaro– puede estudiarse como objeto de identidad, ya que fueron respuesta (acción comunicativa que conservamos) de un determinado grupo social en su afán por diferenciarse e identificarse con respecto a otro sujeto culturalmente definido: el dominio colonial español, por ejemplo.
Incluyendo el verso afrancesado y la pacotilla publicitaria, las rimas a la belleza de turno y las notas sobre el último baile... muchos números de La Habana Elegante constituyen testimonio único de esa interacción cotidiana que durante el último tercio del siglo XIX se produjo entre la cultura hispánica (cultura modeladora) y sus descendientes cubanos: en particular el grupo de redactores que, dirigido por el ya mencionado Hernández Miyares, contó entre sus miembros con Julián del Casal, el poeta más representativo de ese período y considerado «alma» de la publicación.
He traído este ejemplo tan emblemático para subrayar el rastro de identidad que deja la prensa periódica y, en especial, las revistas. Una peculiar huella de palabras e imágenes gráficas, todavía húmeda para el investigador que –despojado de prejuicios– desee «experimentar» el pasado de su país y entender su historia como proceso que fraguan los hombres.
En ese sentido, me pregunto con frecuencia: «¿cómo aprovechar legítimamente el acervo gráfico de las revistas y periódicos habaneros?». Confeccionados por autores, materias y títulos, lamentablemente los índices existentes de esas publicaciones no registran la imagen gráfica correlativa, sino que se limitan a señalar la presencia de ilustraciones. (En la Biblioteca Nacional José Martí sólo existe un índice gráfico de una revista: el de fotos de personalidades aparecidas en El Fígaro).
Esta problemática se complejiza cuando se trata del siglo XIX, teniendo en cuenta que desde 1812 aparecen en la prensa periódica grabados de paisajes, retratos, caricaturas, figurines y viñetas. (Otras fuentes de grabados son: las colecciones, los escudos de armas, las estampas religiosas y, por supuesto, los libros, pues incluso la primera obra impresa en Cuba, en 1723, cuyo título es Tratado General de Precios de Medicina, tiene un grabado en cubierta). Sin embargo, no es hasta 1754 cuando la imprenta cobra una verdadera importancia, al establecerse el impresor Blas de Olivos, quien imprimiría en 1787 la obra de Antonio Parra Descripción de diferentes piezas de historia natural, el famoso «Libro de los Peces», que es la primera obra científica publicada en el país, con casi 200 páginas y 65 láminas. Tres años después, en 1790, ve la luz El Papel Periódico de La Habana, que sustituye a La Gazeta y es, de facto, un verdadero periódico, apoyado por el capitán general ilustrado Don Luis de las Casas, quien llegó a redactarlo.
Al estudio de esas expresiones gráficas debíamos dedicar más tiempo quienes trabajamos como publicistas del patrimonio cultural, máxime cuando sobre nosotros –como sucede en la revista Opus Habana– recae la responsabilidad de reciclarlas con fines comunicativos que no menosprecien su valor de autenticidad.
Ante el peligro de una «estética de lo digitalizado», propensa a la manipulación superficial y aviesa de las imágenes gráficas heredadas, trato de infundir en mis colegas el sentimiento de que nuestro verdadero estilo (nuestra respuesta artística de identidad) se revelará en la medida de que hagamos un empleo más sopesado de ellas, más culto, y no por eso menos imaginativo. Que incluso –a mi manera de ver–, para imbuirnos del placer estético encerrado en esas fotos y grabados antiguos, hace falta retrotraerse a la tecnología con que fueron reproducidos, tal y como en la actualidad nos regodeamos con una buena labor de pre-prensa y su correspondiente resultado impreso.
Pues no se trata sólo de estimular la actividad contemplativa, sino de concebir y aplicar criterios de búsqueda que permitan acceder a ese «archivo inerte» que son los periódicos y revistas, y tras localizar allí las imágenes necesarias –debidamente contextualizadas en tiempo y espacio–, aplicarles los recursos tecnológicos actuales para reanimarlas visualmente, obteniendo de ellas buenas reproducciones si es posible.
Al rescatar la imagen gráfica, nuestro aporte como publicistas a la gestión del patrimonio se equipararía entonces a la de los historiadores, sociólogos, restauradores, arquitectos...Y sólo así la revista Opus Habana –que ya cuenta con 26 números– merecería celebrarse por «el arte de la composición», como antes lo fuera su remota antecesora en el tiempo: La Habana Elegante.
Al ver reunidos y conservados íntegramente varios ejemplares de revistas –entre ellas, Social, que dirigieran Conrado Massaguer y el propio Roig de Leuchsenring–, no pude sustraerme al hecho de pensar como un editor que, trasladado en la máquina del tiempo, se viera ante el reto de producirlas en la época que les tocó existir.
Y es que, mediante particular sintaxis de palabra e imagen, las publicaciones periódicas —y en especial, las revistas ilustradas— reflejan «el estado de los intelectos y las costumbres» en un tiempo y espacio dados: lo que Hipólito Taine denominaba la «temperatura moral» y consideraba base generatriz de las formas artísticas.
Desde ese punto de vista, resulta más que suficiente el elogio de José Martí para referirnos a una revista ilustrada que, fundada en 1883 como «periódico de noticias interesantes al bello sexo», devino años después importante fenómeno literario y social: La Habana Elegante.
A su director, Enrique Hernández Miyares, dirige Martí una carta desde Nueva York, el 17 de marzo de 1889, con el propósito de replicar a la opinión que sobre un comentario suyo (de Martí) se ha vertido desde un artículo publicado allí bajo seudónimo.
Pero antes, reconoce el Apóstol: «No tenía la semana para mí día tan grato que el lunes cuando encuentro en mi mesa entre los periódicos de Cuba, La Habana Elegante, a la que celebraría aquí por el arte de la composición y algo de ala y acero que brilla a menudo entre sus versos y su prosa».
Resulta imposible hacer cualquier estudio sobre identidad cultural cubana en el siglo XIX sin tener en cuenta esta publicación y las que junto a ella concurrieron: sobre todo El Fígaro, que en su primer número (23 de julio de 1885) se proclama «Semanario de Sport y de Literatura. Órgano de base-ball» y que luego evolucionará hasta convertirse en la otra revista ilustrada más importante de esa época, además de La Habana Elegante.
Y es que por ser productos comunicativos, fuentes latentes de información secundaria, las publicaciones periódicas traslucen los procesos de carácter sociopsicológico que, cual reacciones de «fusión cultural» en cadena, han ido conformando esa abstracción (especie de energía espiritual) que hoy definimos intuitivamente como identidad: la cubanía en nuestro caso.
Trato de sugerir que cada número de La Habana Elegante –o de El Fígaro– puede estudiarse como objeto de identidad, ya que fueron respuesta (acción comunicativa que conservamos) de un determinado grupo social en su afán por diferenciarse e identificarse con respecto a otro sujeto culturalmente definido: el dominio colonial español, por ejemplo.
Incluyendo el verso afrancesado y la pacotilla publicitaria, las rimas a la belleza de turno y las notas sobre el último baile... muchos números de La Habana Elegante constituyen testimonio único de esa interacción cotidiana que durante el último tercio del siglo XIX se produjo entre la cultura hispánica (cultura modeladora) y sus descendientes cubanos: en particular el grupo de redactores que, dirigido por el ya mencionado Hernández Miyares, contó entre sus miembros con Julián del Casal, el poeta más representativo de ese período y considerado «alma» de la publicación.
He traído este ejemplo tan emblemático para subrayar el rastro de identidad que deja la prensa periódica y, en especial, las revistas. Una peculiar huella de palabras e imágenes gráficas, todavía húmeda para el investigador que –despojado de prejuicios– desee «experimentar» el pasado de su país y entender su historia como proceso que fraguan los hombres.
En ese sentido, me pregunto con frecuencia: «¿cómo aprovechar legítimamente el acervo gráfico de las revistas y periódicos habaneros?». Confeccionados por autores, materias y títulos, lamentablemente los índices existentes de esas publicaciones no registran la imagen gráfica correlativa, sino que se limitan a señalar la presencia de ilustraciones. (En la Biblioteca Nacional José Martí sólo existe un índice gráfico de una revista: el de fotos de personalidades aparecidas en El Fígaro).
Esta problemática se complejiza cuando se trata del siglo XIX, teniendo en cuenta que desde 1812 aparecen en la prensa periódica grabados de paisajes, retratos, caricaturas, figurines y viñetas. (Otras fuentes de grabados son: las colecciones, los escudos de armas, las estampas religiosas y, por supuesto, los libros, pues incluso la primera obra impresa en Cuba, en 1723, cuyo título es Tratado General de Precios de Medicina, tiene un grabado en cubierta). Sin embargo, no es hasta 1754 cuando la imprenta cobra una verdadera importancia, al establecerse el impresor Blas de Olivos, quien imprimiría en 1787 la obra de Antonio Parra Descripción de diferentes piezas de historia natural, el famoso «Libro de los Peces», que es la primera obra científica publicada en el país, con casi 200 páginas y 65 láminas. Tres años después, en 1790, ve la luz El Papel Periódico de La Habana, que sustituye a La Gazeta y es, de facto, un verdadero periódico, apoyado por el capitán general ilustrado Don Luis de las Casas, quien llegó a redactarlo.
Al estudio de esas expresiones gráficas debíamos dedicar más tiempo quienes trabajamos como publicistas del patrimonio cultural, máxime cuando sobre nosotros –como sucede en la revista Opus Habana– recae la responsabilidad de reciclarlas con fines comunicativos que no menosprecien su valor de autenticidad.
Ante el peligro de una «estética de lo digitalizado», propensa a la manipulación superficial y aviesa de las imágenes gráficas heredadas, trato de infundir en mis colegas el sentimiento de que nuestro verdadero estilo (nuestra respuesta artística de identidad) se revelará en la medida de que hagamos un empleo más sopesado de ellas, más culto, y no por eso menos imaginativo. Que incluso –a mi manera de ver–, para imbuirnos del placer estético encerrado en esas fotos y grabados antiguos, hace falta retrotraerse a la tecnología con que fueron reproducidos, tal y como en la actualidad nos regodeamos con una buena labor de pre-prensa y su correspondiente resultado impreso.
Pues no se trata sólo de estimular la actividad contemplativa, sino de concebir y aplicar criterios de búsqueda que permitan acceder a ese «archivo inerte» que son los periódicos y revistas, y tras localizar allí las imágenes necesarias –debidamente contextualizadas en tiempo y espacio–, aplicarles los recursos tecnológicos actuales para reanimarlas visualmente, obteniendo de ellas buenas reproducciones si es posible.
Al rescatar la imagen gráfica, nuestro aporte como publicistas a la gestión del patrimonio se equipararía entonces a la de los historiadores, sociólogos, restauradores, arquitectos...Y sólo así la revista Opus Habana –que ya cuenta con 26 números– merecería celebrarse por «el arte de la composición», como antes lo fuera su remota antecesora en el tiempo: La Habana Elegante.