Autor del cuento que dio pie a la famosa película Fresa y Chocolate, Senel Paz —su también guionista— recrea la magia de un lugar concebido para encuentros inesperados.
«Es el Floridita, ese lugar encantado de Monserrate y Obispo, en La Habana Vieja, el bar séptimo y octavo más famoso del mundo», afirma el autor de esta crónica.
Como mucha otra gente, primero oí hablar del Floridita antes de conocerlo, lo imaginé antes de visitarlo y lo seguí imaginando después de conocerlo. Las primeras referencias me llegaron relacionadas con Hemingway, como era natural, pero también alguna vez había leído que era uno de los siete bares más famosos del mundo y esto me impresionó. Es ese tipo de cosas que nos gusta a los cubanos, comparar la Isla con el mundo, tal como que tenemos la rana más pequeña del planeta, una palma que sólo existe en Pinar del Río, unos caracolitos que únicamente se pueden encontrar en Holguín y, aun allí, en una sola zona y en una sola finca. Afirman que una vez un periódico publicó que se construía en Camagüey la micropresa más grande de América Latina. Yo no lo leí, pero, de ser cierto, sin duda se trataba de una hazaña como para llenarse de orgullo, la micropresa y la publicación.
De modo que me dio mucha alegría saber que contábamos con uno de los siete bares más famosos del mundo y no necesariamente con el séptimo. El famoso bar tomó cuerpo en mi imaginación, lo concebí a mi arbitrio y preferí respetar esta existencia imaginada, a buscarlo en las calles habaneras y verificarlo en su realidad. Yo era estudiante, venía del interior de la Isla y, con frecuencia, me echaba a las calles de La Habana para irla descubriendo. Me gustaba hacerlo sin una guía en la mano, sin referencias previas de los lugares y de este modo iba por donde me llevaban y me sentía más libre y descomprometido en mis encuentros con la ciudad. No me impresionaban las cosas que de antemano sabía importantes sino las que realmente me llamaban la atención fueran modernas o antiguas. Simplemente tenían para mí un encanto y con eso me bastaba. Recuerdo que una de las cosas que más me llamó la atención fue que el convento de Santa Clara no estuviera en Santa Clara. Y en uno de estos recorridos, con un amigo, entré a un bar-restaurante que me encanto y me pareció que podía ser el octavo más famoso del mundo. Todo allí me gustó mucho excepto los precios porque yo era estudiante; a mi amigo le pasaba otro tanto. Era de esos sitios cuyo encanto no sabes de dónde viene, pero te das cuenta que es especial el modo cómo una silla está recostada a la pared o una copa descansa sobre una bandeja y, en esos lugares tocados por la magia, tú también te sientes especial y te abres a las cosas aunque éstas no sean más que los reflejos sobre la barra húmeda. Crees que algo diferente a lo de todos los días puede suceder y estás dispuesto a ello. Yo había entrado con un amigo como dije y no hablamos mientras permanecimos allí, sólo mirábamos y nos sentíamos personajes más que personas y salimos encantados de aquel lugar, de su atmósfera, su penumbra, las estanterías, y todo era como si durante un rato hubiéramos vivido dentro de una película y recuerdo muy bien que sólo bebimos un daiquiri. Ya en la calle nos fijamos cómo se llamaba el sitio encantado por si teníamos ocasión de volver y se llamaba RF (mi amigo y yo leímos con toda atención y no nos quedó duda de que habíamos leído bien) y estaba en la esquina de Monserrate y Obispo. Cuando se lo contamos a los demás, que habíamos encontrado un sitio maravilloso llamado RF, como suele ocurrir en La Habana, había un habanero cerca y nos aclaró que no habíamos estado en ningún lugar que se llamara RF sino en El Floridita, el bar de Ernest Hemingway, uno de los siete más famosos del mundo, estúpidos. Hubiera querido defenderme alegando que el anuncio del exterior decía RF, no Floridita, y que no era sólo bar sino también restaurante, pero me contuve, no quise poner en evidencia que Hemingway bebía más que lo que comía. Y así comprendí que había descubierto El Floridita como el octavo más famoso del mundo. Lo había hecho por mí mismo, sin la recomendación de Hemingway. Para los lectores cubanos —y sobre todo para los escritores— Hemingway es como un sarampión, algo por lo que tienes que pasar en algún momento de tu vida. Llegado éste, sólo quieres leer y saber y hablar de Hemingway e ir al Floridita y a Cojímar y pescar agujas y escribir por la técnica del iceberg, usando muchas «y», y yo me había resistido a ese sarampión porque Hemingway me parecía un arrogante y un americano y no me atraía su escritura ni su mundo, y esa técnica de iceberg en la cual él ponía un octavo de la historia y tú los siete octavos restantes, la entendía como una estafa pues, matemáticamente al menos, uno era siete veces más autor de sus historias que él mismo. Pero, finalmente, como tenía que ocurrir viviendo en esta Isla, me contaminé con el virus. No me lo contagiaron Los asesinos, ni El Viejo y el Mar, ni Adiós a las armas, sino La corriente del Golfo. Como diría Holden Caufield, el protagonista de The catcher in the rye, el vitalicio y autonombrado guardián del trigal, de J. D. Salinger, mi autor norteamericano preferido por encima de cualquier otro: aquel libro me mató. A través de sus páginas y sus aguas llegué a interesarme y a querer, y quizás a entender un poco el alma débil y fuerte del hombre americano que había en Hemingway, y entonces me lo leí completo. En esta novela hay dos momentos relacionados con La Habana que a mí me marcaron para siempre, me mataron. Creo que ambos están en el inolvidable segundo capítulo. Uno es cuando el personaje que viene de su casa (puede suponerse que de la finca La Vigía hacia la ciudad, o más exactamente al Floridita) describe la ciudad según se va descubriendo en ese recorrido, y siempre que yo hago el trayecto me remito al pasaje y es como si viajara en el coche junto a Hemingway o mirara a través de los ojos de su personaje. El segundo momento tiene lugar unas páginas más adelante estando ya el personaje en el bar del Floridita. Conversa con una prostituta que tampoco puedo olvidar a pesar de que sólo se mantiene unas líneas en el relato (tal vez la prostituta esté en otra obra u otro momento y estoy mezclando las cosas), y luego el protagonista, digamos Hemingway, que seguramente está bebiendo un daiquiri doble sin azúcar, mira hacia la puerta y la puerta en ese instante se abre y alcanza a ver, en la calle, a la mujer que espera, o más exactamente a su pierna, que ella ha sacado del auto y apoya en el pavimento, y eso es lo más extraordinario y bello que está ocurriendo en La Habana y en el mundo en ese instante: la pierna de esta mujer que sale del auto y hace contacto con el pavimento y el pavimento se estremece y así lo describe Hemingway. Uno queda boquiabierto. Para más, creo que en la vida real la pierna era de Ava Gardner o de Miss Hadley. Y a partir de entonces las ocasiones cuando he vuelto al Floridita, no importa en qué sitio me haya sentado, y si en el bar o el restaurante, siento la presencia y la compañía de Hemingway y la de la mujer de la pierna y de la prostituta que ha tenido que alejarse de la barra y de Hemingway porque llegó la otra, pero ronda por el lugar, quizás cerca de uno, y vuelve a ganarte la sensación de que puede ocurrirte algo imprevisto y a mí me ocurrió.
De pronto, estoy en el Floridita con Jorge Perugorría, Vladimir Cruz, Juan Carlos Tabío y Mirta Ibarra, amigos queridos, y se nos pone delante el Chinolope, el ángel de la jiribilla en la fotografía habanera, y el Chino nos toma una foto en el interior del Floridita junto a Hemingway, que no sale pero está, y otra en el exterior delante del letrero RF, y luego entramos todos y con un daiquiri doble sin azúcar en la mano y nos ponemos a hablar con el Chino no de Fresa y chocolate, la película que nos hizo felices pero que nos tiene hasta la coronilla, sino del Floridita, ese lugar encantado de Monserrate y Obispo en la Habana Vieja, el bar séptimo y octavo más famoso del mundo, y yo me pregunto cómo fue posible que el Chinolope que está en todas partes donde haya una fotografía, no estaba cuando la puerta del auto se abrió y la pierna de Ava Gardner se apoyó en el pavimento, y lo miro con ganas de preguntárselo, pero no lo hago porque no me gustaría hacerlo llorar. Fue la única vez que el Chino no estaba donde tenía que estar.
De modo que me dio mucha alegría saber que contábamos con uno de los siete bares más famosos del mundo y no necesariamente con el séptimo. El famoso bar tomó cuerpo en mi imaginación, lo concebí a mi arbitrio y preferí respetar esta existencia imaginada, a buscarlo en las calles habaneras y verificarlo en su realidad. Yo era estudiante, venía del interior de la Isla y, con frecuencia, me echaba a las calles de La Habana para irla descubriendo. Me gustaba hacerlo sin una guía en la mano, sin referencias previas de los lugares y de este modo iba por donde me llevaban y me sentía más libre y descomprometido en mis encuentros con la ciudad. No me impresionaban las cosas que de antemano sabía importantes sino las que realmente me llamaban la atención fueran modernas o antiguas. Simplemente tenían para mí un encanto y con eso me bastaba. Recuerdo que una de las cosas que más me llamó la atención fue que el convento de Santa Clara no estuviera en Santa Clara. Y en uno de estos recorridos, con un amigo, entré a un bar-restaurante que me encanto y me pareció que podía ser el octavo más famoso del mundo. Todo allí me gustó mucho excepto los precios porque yo era estudiante; a mi amigo le pasaba otro tanto. Era de esos sitios cuyo encanto no sabes de dónde viene, pero te das cuenta que es especial el modo cómo una silla está recostada a la pared o una copa descansa sobre una bandeja y, en esos lugares tocados por la magia, tú también te sientes especial y te abres a las cosas aunque éstas no sean más que los reflejos sobre la barra húmeda. Crees que algo diferente a lo de todos los días puede suceder y estás dispuesto a ello. Yo había entrado con un amigo como dije y no hablamos mientras permanecimos allí, sólo mirábamos y nos sentíamos personajes más que personas y salimos encantados de aquel lugar, de su atmósfera, su penumbra, las estanterías, y todo era como si durante un rato hubiéramos vivido dentro de una película y recuerdo muy bien que sólo bebimos un daiquiri. Ya en la calle nos fijamos cómo se llamaba el sitio encantado por si teníamos ocasión de volver y se llamaba RF (mi amigo y yo leímos con toda atención y no nos quedó duda de que habíamos leído bien) y estaba en la esquina de Monserrate y Obispo. Cuando se lo contamos a los demás, que habíamos encontrado un sitio maravilloso llamado RF, como suele ocurrir en La Habana, había un habanero cerca y nos aclaró que no habíamos estado en ningún lugar que se llamara RF sino en El Floridita, el bar de Ernest Hemingway, uno de los siete más famosos del mundo, estúpidos. Hubiera querido defenderme alegando que el anuncio del exterior decía RF, no Floridita, y que no era sólo bar sino también restaurante, pero me contuve, no quise poner en evidencia que Hemingway bebía más que lo que comía. Y así comprendí que había descubierto El Floridita como el octavo más famoso del mundo. Lo había hecho por mí mismo, sin la recomendación de Hemingway. Para los lectores cubanos —y sobre todo para los escritores— Hemingway es como un sarampión, algo por lo que tienes que pasar en algún momento de tu vida. Llegado éste, sólo quieres leer y saber y hablar de Hemingway e ir al Floridita y a Cojímar y pescar agujas y escribir por la técnica del iceberg, usando muchas «y», y yo me había resistido a ese sarampión porque Hemingway me parecía un arrogante y un americano y no me atraía su escritura ni su mundo, y esa técnica de iceberg en la cual él ponía un octavo de la historia y tú los siete octavos restantes, la entendía como una estafa pues, matemáticamente al menos, uno era siete veces más autor de sus historias que él mismo. Pero, finalmente, como tenía que ocurrir viviendo en esta Isla, me contaminé con el virus. No me lo contagiaron Los asesinos, ni El Viejo y el Mar, ni Adiós a las armas, sino La corriente del Golfo. Como diría Holden Caufield, el protagonista de The catcher in the rye, el vitalicio y autonombrado guardián del trigal, de J. D. Salinger, mi autor norteamericano preferido por encima de cualquier otro: aquel libro me mató. A través de sus páginas y sus aguas llegué a interesarme y a querer, y quizás a entender un poco el alma débil y fuerte del hombre americano que había en Hemingway, y entonces me lo leí completo. En esta novela hay dos momentos relacionados con La Habana que a mí me marcaron para siempre, me mataron. Creo que ambos están en el inolvidable segundo capítulo. Uno es cuando el personaje que viene de su casa (puede suponerse que de la finca La Vigía hacia la ciudad, o más exactamente al Floridita) describe la ciudad según se va descubriendo en ese recorrido, y siempre que yo hago el trayecto me remito al pasaje y es como si viajara en el coche junto a Hemingway o mirara a través de los ojos de su personaje. El segundo momento tiene lugar unas páginas más adelante estando ya el personaje en el bar del Floridita. Conversa con una prostituta que tampoco puedo olvidar a pesar de que sólo se mantiene unas líneas en el relato (tal vez la prostituta esté en otra obra u otro momento y estoy mezclando las cosas), y luego el protagonista, digamos Hemingway, que seguramente está bebiendo un daiquiri doble sin azúcar, mira hacia la puerta y la puerta en ese instante se abre y alcanza a ver, en la calle, a la mujer que espera, o más exactamente a su pierna, que ella ha sacado del auto y apoya en el pavimento, y eso es lo más extraordinario y bello que está ocurriendo en La Habana y en el mundo en ese instante: la pierna de esta mujer que sale del auto y hace contacto con el pavimento y el pavimento se estremece y así lo describe Hemingway. Uno queda boquiabierto. Para más, creo que en la vida real la pierna era de Ava Gardner o de Miss Hadley. Y a partir de entonces las ocasiones cuando he vuelto al Floridita, no importa en qué sitio me haya sentado, y si en el bar o el restaurante, siento la presencia y la compañía de Hemingway y la de la mujer de la pierna y de la prostituta que ha tenido que alejarse de la barra y de Hemingway porque llegó la otra, pero ronda por el lugar, quizás cerca de uno, y vuelve a ganarte la sensación de que puede ocurrirte algo imprevisto y a mí me ocurrió.
De pronto, estoy en el Floridita con Jorge Perugorría, Vladimir Cruz, Juan Carlos Tabío y Mirta Ibarra, amigos queridos, y se nos pone delante el Chinolope, el ángel de la jiribilla en la fotografía habanera, y el Chino nos toma una foto en el interior del Floridita junto a Hemingway, que no sale pero está, y otra en el exterior delante del letrero RF, y luego entramos todos y con un daiquiri doble sin azúcar en la mano y nos ponemos a hablar con el Chino no de Fresa y chocolate, la película que nos hizo felices pero que nos tiene hasta la coronilla, sino del Floridita, ese lugar encantado de Monserrate y Obispo en la Habana Vieja, el bar séptimo y octavo más famoso del mundo, y yo me pregunto cómo fue posible que el Chinolope que está en todas partes donde haya una fotografía, no estaba cuando la puerta del auto se abrió y la pierna de Ava Gardner se apoyó en el pavimento, y lo miro con ganas de preguntárselo, pero no lo hago porque no me gustaría hacerlo llorar. Fue la única vez que el Chino no estaba donde tenía que estar.