Como un necesario acercamiento a un significativo momento histórico,  la 1ra Conferencia Científica Internacional «La República: economía, política y sociedad (1902-1958)» sesionó desde el 11 y hasta hoy 13 de marzo, en el Instituto de Historia de Cuba. Con la presencia de especialistas de México, Estados Unidos, Inglaterra, España y Cuba, el evento abordó temas que caracterizaron la dinámica política, económica, social y cultural del período que vivió Cuba hasta el primero de enero de 1959

«Las Impuras de Miguel de Carrión. Entre la Historia y la Literatura», es el título del siguiente trabajo presentado en la primera sesión del evento en un panel que, coordinado por la Dra. Mildred de la Torre, también versó sobre la prensa revolucionaria clandestina, las organizaciones culturales y el fenómeno del racismo antes de 1959.

 

 
 Cubierta de una de las ediciones más actuales relizada por la Editorial Letras Cubanas. 

Uno de los valores que la ha otorgado la crítica a la novelística cubana del período republicano ha sido la «comunidad de ideas y estilos que en su peculiar diferenciación e individualización artística era muestra, sin embargo, de una homogeneidad que se manifestaba al plantear los principales problemas históricos, políticos y sociales que conmovieron al país en esos años».  En este conjunto se insertan como ningunas las novelas de Miguel de Carrión y, en específico, Las Impuras. Por esa razón, y a riesgo de sucumbir ante la herejía de la interdisciplinariedad, podría preguntarme cuánto aporta la literatura a la historia, como fuente y soporte.
En el caso particular de la novela de Carrión, sólo es un pretexto para poner sobre el tapete  un tema no menos polémico que los acercamientos investigativos a la historia social de la etapa republicana y sus connotaciones en el presente. En Las Impuras, se palpa muy de cerca la dinámica sociohistórica de las primeras décadas del siglo XX cubano, con un sentido del desenfado y un ingrediente de frustración que particulariza a la obra dentro del entorno narrativo en el que se desarrolló. Hija de la tendencia filosófica y los avatares existenciales de su autor y, por extensión, de toda una generación, la obra muestra una galería de personajes y conflictos que construye un retablo de la situación por la que atravesaba la mujer de la época, las directrices del hampa habanera focalizada desde la prostitución, los vericuetos de la politiquería, así como los escorzos de los principales vicios que pululaban en una sociedad sesgada, a merced de una potencia extranjera, cargando el fardo de un proyecto nacional coaptado.
Mucho habría que hablar de personajes, como el senador, el matón, los estudiantes abúlicos, las meretrices, los ricachos peninsulares y de las situaciones, como la compra de botellas, las fraudulentas leyes gubenamentales, las malversaciones, las custodiadas elecciones, así como la descripción de lugares simbólicos de una ciudad —también personaje—entre automóviles, cafés y avenidas. No obstante, sería prudente caer en el tema teórico-metodológico de la relación abrupta y erizada de la historia con la literatura.

 
 Vista del Paseo del Prado en los primeros años del siglo XX.

¿Se puede considerar a la Literatura, en su relación con la Historia, como una fuente capaz de ofrecer datos sobre una realidad social o sobre hechos históricos determinados? La Literatura, como mensaje, funciona, entre otros, con dos elementos esenciales: el emisor y el receptor. El primero, encarnado por el escritor, construye un discurso como resultado de una variedad de necesidades, que puede ir desde las particulares hasta las colectivas. Por lo tanto, este mensaje está tamizado por mecanismos psicológicos que, aunque se persiga, no pueden quedar totalmente distanciados. Un ejemplo de esto lo ofrece Georges Duby al destacar que la historia de las mentalidades «ha sabido conceder status histórico a un universo simbólico atravesado por los conflictos internos de la sociedad de la que emana. Los sistemas de representación son cada vez referidos al lugar del locutor».          
Alrededor de todo esto está el receptor, pues la Literatura es un diálogo, una transmisión de criterios, sentimientos, estados de ánimo. El receptor desempeña el papel de sostén e inspiración de la obra. El hecho de escribir no es caótico, sino que se busca un público susceptible y, sobre todo, receptivo al mensaje que se está emitiendo. Como dijo el historiador francés Gérard Lanson «Los libros existen para los lectores…¿Quién lee y qué se lee? He ahí las dos cuestiones esenciales».   En este nivel de denotación, la psicología del autor se vincula con la del lector y se articula alrededor de algo conocido como entorno histórico-social, del cual la Literatura suele ser reflejo. Analizar una obra literaria desligándose del contexto histórico-social en que se produce resulta desatinado, pues siempre van a localizarse rasgos distintivos, por mínimos que sean. En ese sentido, el historiador argentino Enrique Anderson Imbert plantea:

Sería una historia que diera sentido a los momentos expresivos de ciertos hombres que se pudieron a escribir, a lo largo de siglos. En vez de abstraer por un lado las obras producidas y, por otro, las circunstancias en que se produjeron, tal historia las integraría dentro de la existencia concreta de los escritores. —Y más adelante subraya— Los hechos de la filología, la etnología, la sociología, la economía política entrarán en nuestra historia en la medida en que antes hayan entrado en la conciencia creadora de hombres que están contándonos sus experiencias (…) Ya se sabe que la historia es un todo continuo.
Entonces, se pudiera considerar a la Literatura como un medio capaz de convertirse en representación auténtica de un momento histórico, a través del cúmulo de exigencias, esperanzas y objetivos que pululen en la psicología del autor, como reflejo de la psicología social. Para lograr productos literarios consecuentes con la realidad, sin referirnos a la tendencia política del escritor, ésta tiene que sufrir una reformulación, una reconstrucción que permita llevar al plano literario experiencias, testimonios, recuerdos que tienden a despertar una sensación, concientizar o simplemente, llegar a reflejar una época trascendente. Uno de los padres de esa «historia de las mentalidades» nucleado en el grupo Annales, Lucien Febvre, disertaba sobre este tema:

 
 La tragedia de las mujeres impulsadas a prosituirse es la esencia de la novela. 

«Una historia histórica de la literatura, en una época dada, en sus relaciones con la vida social de esta época…, se necesitaría para escribirla reconstruir el medio, preguntarse quién escribía y para qué, quién leía y para qué (…) La literatura constituye, pues, un  instrumento eficaz para comprender la sensibilidad de otra época, pero no es más que un elemento de un puzzle mucho más complejo (…) Si la historia consigue asimilar a la literatura (…), puede aspirar a un futuro resplandeciente en el campo del conocimiento de la cultura».  
Si fuéramos a emitir algún tipo de conclusiones a este primer acercamiento al tema podríamos decir que, siguiendo la metodología y a partir de los objetivos trazados, estamos en condiciones de afirmar que, según las pruebas documentales y los incipientes análisis que hemos podido realizar, la literatura contemporánea, por su riqueza temática, por su calidad estética y por su compromiso con la historia, ha fungido como una  fuente histórica auténtica en todas sus expresiones cronológicas.
Asimismo, se ha convertido en la expresión auténtica de la dinámica histórico-social, de la psicología de los autores y de los receptores acerca de en una coyuntura política de gran impacto social en el pasado y que todavía se mantiene en las generaciones actuales. La literatura, en dependencia de sus criterios de recepción y distribución, se ha erigido como el vehículo de mantenimiento de la memoria histórica como una estrategia de resistencia.
La relación entre Literatura e Historia ha sido controvertida por muchos años; sobre todo, por la jerarquización que favoreció a la primera dada su antigüedad y descalificó a la segunda como una ciencia menor. Sin ánimo de resolver esa contradicción bizantina, pero sin derecho a eludirla por completo, intentaré acotar algunos elementos que las acercan más, por encima de criterios muy particularizados, movidos por visiones coyunturales que han convertido a una en la expresión de la otra.

 
 Fragmento del manuscrito original de la novela publicada en 1919.

La Literatura, en su red de categorizaciones, ha ido estableciendo pautas para reconocer el valor de la Historia, como concepto, sin incluirla del todo o «elevarla» a su nivel. En ese sentido, podemos encontrar en la teoría literaria términos como «narrativa histórica», «testimonio», «memorias» y otros que enarbolan como principal punto de inflexión la dicotomía entre ficción —para muchos herramienta consuetudinaria de la Literatura— y no ficción —aspecto exclusivo del cientificismo histórico en tanto la Historia estudia los hechos acaecidos en la realidad. La esencia ha sido al contradicción ficción y realidad, lo que nos haría preguntarnos qué es la «realidad» y cuanto le debe la «ficción». Sobre esta cuerda versa la opinión de Renato Prada Oropeza:
«(…) al parecer existen, es decir, circulan en nuestro universo cultural presente ciertos procedimientos verbales que —con todo lo convencionales que puedan ser como son los elementos de las instituciones culturales— llevan las marcas de "literarios" y que, dentro de una tradición socio-cultural ya casi tres veces milenaria, sirven para reconocer una serie indefinida de manifestaciones». 
Con el desarrollo de las ciencias físico-naturales en el siglo XIX, incluso la Historia pasó a un segundo plano, pues se encontraba en el vórtice de la polémica entre lo científico-objetivo y lo creativo- subjetivo. Para el filósofo alemán Wilhelm Dilthey, «el científico da razón de un acaecimiento en función de sus antecedentes causales, mientras que el historiador trata de comprender su sentido, proceso de comprensión que es forzosamente individual y aun subjetivo».  Entonces ¿la Historia ha compartido también el elemento de subjetividad que caracteriza a la Literatura? ¿Por qué existe entonces una jerarquización y no una demarcación? ¿Sería evidente esa demarcación?
Particularmente, pienso que en este caso, la reflexión debe ir alejada, de cualquier diferenciación y apuntar hacia la complementación. Para eso creo que lo más saludable sería definir, aunque sea de manera informativa, qué separa a la realidad histórica de la ficción literaria y hasta qué punto esa realidad, como entorno social y no como concepto, influye e la creación. En esto pueden ayudar los criterios de Roberto Fernández Retamar, cuando dice:

 
 Copia del título de médico de Miguel de Carrión.

«Si es cierto que no hay literatura sin escritores, no es menos cierto que no hay literatura sin sociedad; que cada literatura supone una cierta forma de sociedad, la cual diseña el cuadro dentro del cual va a encontrarse, como sin saberlo, el escritor. En consecuencia, después de conceder, y conceder de veras, el respeto mayor al escritor, debemos reparar en todo lo que ese escritor debe a la realidad social. Tanto, que si no conocemos ésta, sencillamente no podemos entender la más personal obra literaria». 
Una definición epistemológica de ficción nos puede llevar, siempre de manera sospechosa, que es sólo la recreación de la realidad con objetivos artísticos, condicionados por la manifestación del arte que la utilice para su condensación. Es lo que se opone a lo «real», en tanto construcción, es entendida entonces como manipulación de un hecho verificable o fuente de la imaginación creativa. No obstante, la ficción, en mayor o menor medida, siempre guarda relación con la «realidad», pues en ella se basa y apoya para reconstruirla, presentarla con recursos y orientaciones provenientes de la voluntad del creador. La ficción es, muchas veces, la imagen de la realidad que tiene ese autor que, si bien posee su propia versión de los hechos, éstos constituyen una marca en su devenir y una necesidad de comunicación con sus semejantes. En este caso, la «realidad» puede estar recreada, pero no negada; incluso la redistribución de sus referencias puede responder a una condición ajena al autor, proveniente de la connotación del mismo hecho para él y para los receptores.

 
 Una de las pocas fotografías de Miguel de Carrión.

En este punto interviene la «condición de autor» o, en otras palabras, la «intención del autor». Los formalistas rusos (Vladimir Propp, Victor Shlovski, B. Tomashevski) utilizaban dos términos que, de alguna manera, invitan a la diferenciación: el dato y lo construido, algo que, desde su estrecha relación con la lingüística, Tzvetan Todorov identifica como historia y discurso. Estos dos últimos términos vendrán a acercarse más a las propuestas de interpretación que propone esta tesis: el hecho en sí y la forma en que se refleja, con objetivos muy bien planteados hacia la conservación del recuerdo de esos hechos. Aunque el especto puramente lingüístico no es la esencia de nuestro trabajo, sí debemos tener en cuenta el aspecto semántico que, como señalaba Prada Oropeza, apunta hacia un recuso verbal que despeja el camino para entender la variabilidad del sistema literario, a partir de sus correlaciones con el sistema extraliterario —entiéndase aquí la realidad social— y la posición que asume el autor en ella. Yuri Tynianov concluye:
«¿Cómo y en qué terrenos entra en correlación la vida social con la literatura? La vida social posee numerosos componentes con diversos aspectos, y sólo la función de estos aspectos es específica para ella. La vida social entra en correlación con la literatura ante todo por su aspecto verbal(…) Esta correlación entre la serie literaria y la serie social se establece a través de la actividad lingüística, la literatura cumple una función verbal con respecto a la vida social. Tenemos la palabra “orientación”. Aproximadamente significa: «"ntención creadora del autor"». 
Para evitar confusiones y deshilando un aparto conceptual de por sí complicado, el propio Tynianov define la condicón «verbal» como un fenómeno «condicionado por el papel de un determinado sistema literario en la vida social».  De esta manera, queda clara la relación e, incluso, la influencia que puede establecer el enramado social en el desarrollo de una estética literaria, integrada por obras de diversos géneros, aunque sea la narrativa la que haya brindado mayor cantidad de ejemplos. No obstante, ¿resulta pertinente resaltar la diferencia entre ficción y no ficción para determinar la interrelación entre historia y literatura?
Considero que esta diferencia podría quedarse en las redes de la terminología filológica sin ofrecer ninguna respuesta sobre el tema que trata este trabajo. La ficción y la no ficción son términos acuñados para distinguir las obras que brotan de la «pura» inventiva del autor y las que beben de las circunstancias, traduciéndose en formas de narrar novedosas que toman préstamos del periodismo y el ensayo; así como de la biografía y los testimonios. Tratar de jerarquizarlas sería un intento baldío, pues cada una surgió y transcurre a partir de necesidades comunicativas determinadas que no se conectan mucho entre sí. Obras enmarcadas en cada una de ellas han abordado el tema de las dictaduras militares con mayor o mejor suerte, pero con el mismo objetivo: transmitir una realidad a partir de estrategias literarias, composicionales de profunda recepción. Lo importante de estas obras está en la intención del autor, en la voluntad creativa de llevar adelante un mensaje intelectual estrechamente relacionado con propósitos históricos, políticos o ideológicos.      

 
 Los soportales del Hotel Inglaterra por los años 10, vistos desde el Hotel Telégrafo.

Los estructuralistas como Roland Barthes, Yuri Lotean, A.J. Greimas, Claude Bremond, Tzvetan Todorov, Genette y otros, se basan en las teorías formalistas de deconstrucción discursiva, pero orientándose más hacia la semiología del texto; o sea, hacia el contenido, lo que los lleva a establecer una estructura —disculpen la redundancia— en la que el aspecto semiótico se une al formal para desembocar en la «intención» como un elemento  que acerca más al texto a sus afluentes circunstanciales, creando un todo dialéctico, en el cual cada categoría complementa y sustenta a la otra, induciendo a una mejor recepción y a un análisis más concienzudo de los elementos que intervienen, no sólo en la creación sino también en su poder comunicativo. El ensayista mexicano Alfonso Reyes opina al respecto:
«La literatura posee un valor semántico o de significado, y un valor formal o de expresión lingüística. El común denominador de ambos valores está en la intención. La intención semántica se refiere al suceder ficticio; la intención formal se refiere a la expresión estética. Sólo hay literatura cuando ambas intenciones se juntan». 
Y más adelante ahonda:
«La intención no ha sido contar algo porque realmente aconteciera, sino porque es interesante en sí mismo, haya o no acontecido. El proceso mental del historiador que evoca la figura de un héroe, el del novelista que construye un personaje pueden llegar a ser idénticos; pero la intención es diferente en uno y otro casos».  
Como se puede ver, aun en un análisis que en mucho apoya nuestra teoría, persiste la diferenciación a ultranza entre el creador literario y el historiador. Sin embargo, a este criterio le faltaría asumir la óptica del novelista que construye un personaje a partir de la evocación, más o menos recreada, de un héroe protagonista de un hecho fielmente acontecido o construido a base de acontecimientos análogos, no sólo por el interés tácito que puede despertar, sino por una necesidad expresiva, en pos de la construcción de un ideario, de un aparato referativo destinado a la conservación de la memoria utilizando las herramientas de la literatura.
En resumen, lo más significativo, desde el punto de vista conceptual, no viene ya a ser la dicotomía entre realidad y ficción, sino la edificación de un universo literario ficcional que se sustenta en la evocación de hechos históricos. Y digo ficcional porque la crítica literaria defiende que la representación de un hecho, por muy realista que sea, ya es de por sí ficción, pues pierde los valores de «realidad», pues al llevarlo a una página deja de serlo y pasa a ser un discurso en sí mismo. Moviéndonos en esa dirección, podemos subrayar la posición de Wellek y Warren al decir:
«Cuando más adecuado parece el término “literatura” es cuando se circunscribe al arte de la literatura, es decir, a la literatura imaginativa, a la literatura de fantasía. Al emplear así este término se plantean ciertas dificultades… (…) Si admitimos la calidad de “ficticio”, la “invención” o la “imaginación” como característica de la literatura (…) Este concepto de la literatura es descriptivo, no valorativo». 
Y valorativa ha sido, si dudas, la omisión de una estrategia discursiva como el uso de las circunstancias  y los personajes históricos para lograr obras literarias obras literarias. Si no se hace aquí un análisis más pormenorizado sobre la novela histórica o de los aportes testimoniales o periodísticos es porque, desde el punto de vista teórico, sería contraproducente oradar sobre una polémica que no corresponde dilucidar en un ejercicio académico como este. Pero no estaría de más resaltar que la ficcionalidad de la literatura es una de las fuentes más ricas para la factualidad de la Historia, pues se crea un límite difuso y entremezclado que impide, en algunos casos, una diferenciación cabal.
Si algo ha compartido la Literatura con la Historia es su capacidad de trabajar con la subjetividad, la posibilidad de recreación, de matizar los escenarios en que se desarrolla para lograr recepción sin comprometer su credibilidad. Nadie podría negar que la Historia como ciencia se debe hacer respaldar por una metodología  y una seriedad científica  que avale sus resultados, pero eso no impide  que los productos de sus investigaciones y los límites de su campo de acción, se fundan con los vuelos literarios para servirles de tema o para que éstos funjan como sustrato de la investigación histórica y ambos lograr productos culturales de amplia resonancia social.

 
 Panorámica del Gran Teatro de La Habana. Protagonista también de la novela.

La sinergia entre Literatura e Historia no sólo responde a una maniobra intelectual, es la creación de otro sistema creativo-denotativo, en el cual, utilizado a la Literatura como móvil, se le otorga una función con novedosos elementos de retroalimentación que la ubica en posición de desempeñarse como una fuente histórica y, por tanto, ofrecer sus recursos para el rediseño de hechos y personajes reales que, entre la alegoría y la metáfora, ofrecen un ámbito fiable de percepciones. Sirva para esto la famosa declaración de Carlos Marx, en la que este genial filósofo confiesa que ha aprendido más de la realidad francesa del siglo XIX en las novelas de Honoré de Balzac que de todos los libros de Historia de la época. Las Impuras de Miguel de Carrión, es un ejemplo fehaciente, por eso Salvador Bueno le dedica una de sus profundas reflexiones: «Cuando la obra de Carrión queda certeramente ubicada se la considera como un testimonio doloroso y sombrío, pero agudamente fiel, de una etapa de la historia cubana, de una época de transición que, sin haber llegado al clímax, permite contemplar algunas señales de superación y de esperanza».

 

Rodolfo Zamora Rielo
Opus Habana

(Ponencia presentada en la Conferencia Científica: «La República: economía, política y sociedad (1902-1958)», celebrada en el Instituto de Historia de Cuba, entre el 11 y el 13 de marzo de 2009).

 

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