Al intervenir sobre edificios ya existentes, considerados verdaderos monumentos habaneros, la remodelación arquitectónica del museo nacional de bellas artes representará un acontecimiento urbano sin precedentes en la ciudad.
El antiguo Palacio de Bellas Artes se multiplica por tres, según el proyecto de remodelación puesto recientemente en marcha.
Tras delimitarse que el antiguo Cuartel de Milicias funcione como base logística del nuevo conjunto museístico, al primigenio Palacio de Bellas Artes (sede del arte cubano) se sumará ahora el majestuoso edificio del otrora Centro Asturiano, que acogerá las colecciones de arte universal.
Separadas una de otra a no más de 250 metros, estas tres edificaciones se encuentran enclavadas en la espina dorsal del espacio que surgió luego de la demolición de las Murallas en 1863, o sea, en el primer ring de expansión de La Habana con respecto al Centro Histórico tradicional, su antecesor y determinante monumental.
Urbanizada desde entonces en forma muy particular, esa zona —otrora de extramuros— devino centro cívico de la capital durante las primeras décadas del actual siglo cuando, al quedar inaugurada la República en 1902, surgen los nuevos símbolos de poder y sus correspondientes códigos arquitectónicos. Se trata de un territorio pródigo en importantes espacios públicos (Parque Central, Avenida de las Misiones...) y significativos edificios que se suceden desde el litoral de la bahía hasta el antiguo Campo de Marte.
Tomando como hilo conductor la hipótesis propugnada por Aldo Rossi de asumir «la ciudad como manufactura, como obra de arquitectura o ingeniería que crece en el tiempo», el actual proyecto del Museo Nacional de Bellas Artes trata de revalorizar y proponer una nueva lectura histórica de ese espacio habanero y abrir así otras perspectivas para su rescate en vísperas del próximo milenio.
Junto a esta línea del pensamiento arquitectónico (arquitectura de la ciudad), semejante propuesta lleva implícita de manera inseparable el análisis, estudio y proyección de otro campo no menos importante: la arquitectura del museo. A la par, dos aspectos han condicionado con mayor fuerza su concepción general: los edificios y las colecciones.
ORIGEN Y CONFLICTO
Creado por decreto presidencial en 1913, el Museo Nacional (museo de artes e historia) vivió una existencia arquitectónica azarosa por más de cuatro décadas, y si sobrevivió como idea fue —en gran medida— gracias a la tenacidad de su director durante muchos años: el pintor Antonio Rodríguez Morey.
En un inicio debió ocupar el local del antiguo Mercado de Colón (1884), pero la inminente demolición de éste determinó que sólo se intentara aprovechar sus elegantes arcadas neoclásicas, integrándolas a una nueva edificación. Ésa fue la base conceptual del proyecto de Govantes y Cabarrocas (1925), que pretendía mantener esos elementos originales y construir en su interior un bloque de dos niveles, con galerías corridas y pequeños gabinetes. Modificando esa primera idea, a inicios de la década de los años 50, el también arquitecto Manuel Febles Cordero propuso utilizar la consabida arquería, pero como basamento de un edificio más voluminoso. Finalmente, y tras enconados debates públicos, fueron demolidos totalmente los restos del viejo mercado —incluidas las arcadas— y en 1954 se construyó sobre su planta el Palacio de Bellas Artes que hoy heredamos, obra del arquitecto Rodríguez Pichardo.
Articulado alrededor de un gran patio central rodeado de galerías en el piso bajo, este edificio se diseñó con tres niveles unidos entre sí por elevadores, escaleras y una amplia rampa. En su época fue considerado unos de los más grandes museos del hemisferio occidental y dio cabida a diversas colecciones de objetos arqueológicos, históricos, pinturas... aunque insinuó su vocación desde el primer momento por su propio nombre: Palacio de Bellas Artes.
Sin embargo, al partir de un programa poco definido y endeble desde el punto de vista museológico, esa instalación fue pensada más como galería de exposiciones que como ámbito de colecciones permanentes; de ahí sus posteriores padecimientos durante cuarenta años que, paliados pero nunca curados, desembocaron finalmente en una crisis.
Sucede que, desde un primer momento —y de modo particular a partir de 1959—, los fondos del museo comienzan a incrementarse y enriquecerse en forma muy rápida: a la magnífica colección de Arte de la Antigüedad del Conde de Lagunillas, adquirida en calidad de depósito, se suman importantes conjuntos de pinturas europeas y, sobre todo, comienza a formarse lo que es hoy la más importante colección de arte cubano desde el siglo XVI hasta el presente.
Como resultado, en un mismo espacio coexisten grupos muy diversos, cada vez más valiosos. De modo que, tras ratificar definitivamente su vocación de museo de arte o instalación permanente, el Palacio debe ofrecer respuestas a requerimientos que originariamente no habían sido considerados: almacenes para la preservación de las obras, talleres de conservación y restauración... A la par, aumentaron los riesgos debido a la carencia de medios técnicos que garantizaran la seguridad de las obras y las protegieran integralmente: climatización, control de humedad, iluminación...
También se hacía cada vez más evidente la imposibilidad de dar respuesta a los requisitos del museo contemporáneo, que impone nuevas categorías espacio-funcionales de diverso uso sociocultural y público: los espacios para exhibición temporal, por ejemplo.
Compartidas en gran medida por buena parte de los museos del mundo, esas complicaciones han determinado la cualidad y la envergadura de las más importantes acciones sobre la arquitectura de los mismos, por lo que las alternativas asumidas en este caso habanero no son —por supuesto— inéditas en el ámbito museístico, pero sí enfrentadas a la particularidad del país y específicamente de nuestra ciudad.
RETOS Y SOLUCIONES
Al elegirse una segunda edificación para museo, se facilitó la primera gran decisión: diferenciar el binomio colección-edificio, de modo que en Bellas Artes permanezcan las colecciones de arte cubano, y para el otrora Centro Asturiano se trasladen aquellas catalogadas de «arte universal» (europeo y americano), incluido el arte de la Antigüedad.
Diferenciadas las colecciones, pasa a un primer plano el aspecto de los edificios y sus peculiaridades arquitectónicas. Ante todo, se trata de resolver los requerimientos que, establecidos por el Programa General, resultan determinantes en cualquier museo: requerimientos de tipo espacial, funcional, técnico, ambiental... como pueden ser las características de la iluminación, la estabilidad de los parámetros de temperatura y humedad relativas, la seguridad integral y otros. Han sido objeto de atención prioritaria la eliminación de barreras arquitectónicas y la creación de facilidades para discapacitados.
Para satisfacer el Programa se parte de la relación arquitectura-objeto, es decir, del edificio, las obras de arte y, por supuesto, el público, en tanto que sujeto espectador. La consideración sinérgica de estos tres factores propone el más apasionante desafío en términos de diseño museográfico que, al tratarse de museos en preexistencias arquitectónicas, sólo podrá ser resuelto como operación de conciliación. Y tal conciliación no puede lograrse al margen de las especificidades formales y espaciales de cada arquitectura.
No es, por supuesto, un fenómeno nuevo. Ya se patentiza desde que, por decisión de la Convención, se instala el Musée Central des Arts (1793) en el Palacio del Louvre, preexistencia arquitectónica convertida en gran museo siguiendo con persistencia los conceptos renacentistas de la «galería» y el «gabinete». Dicha práctica será llevada a planos de excelencia artística por la llamada «escuela italiana» a partir de los años cincuenta de este siglo (F. Albini, F. Helg, A. Piva, C. Scarpa, E. Rogers...) hasta las soluciones más recientes de Gae Aulenti.
BELLAS ARTES
Para el edificio del habanero Palacio de Bellas Artes, que fue concebido en sus orígenes como mero espacio de exhibición, se propone una intervención de readecuación, lo que lleva implícito —además de una profunda reestructuración espacial— la búsqueda de un diálogo arquitectura-luz.
Expuestas con carácter permanente, las colecciones de arte cubano (siglos XVI al XX) fueron divididas por los especialistas en ocho grupos o áreas temáticas que se traducen en igual número de espacios museográficos o salas, cuatro en cada uno de los niveles segundo y tercero del edificio. Para acceder a ésas y demás partes del museo se transformó y redefinió la circulación general, de modo que pueda subirse desde el amplio vestíbulo de distribución —del cual parten los ascensores públicos—, por la rampa ya existente, o a través de los dos semicilindros acristalados abiertos que, añadidos a las fachadas mayores del antiguo Palacio (hacia las calles Monserrate y Zulueta, respectivamente), tienen en su interior sendas escaleras que comunican verticalmente los tres pisos de la edificación.
Aunque la organización de las salas de exhibición permanente sugiere itinerarios, las alternativas de elección permiten al visitante desde la lectura consecutiva de un discurso general hasta seleccionar áreas o temas específicos.
En cuanto a la iluminación, se optó por combinar luz artificial y natural, esta última filtrada y reflejada para proteger las obras de las radiaciones dañinas (ultravioletas e infrarrojas) mediante dispositivos conformados por la estructura de techos interiores (plafonds). Asumir esta variante de iluminación implica un gran riesgo, pero permitirá crear un ambiente fascinante, más próximo a la atmósfera vital, y una muy favorable lectura de la obra artística.
La renovación del otrora Palacio incluye que su imagen «racionalista» sea reinterpretada en esencia y actualizada por el uso de nuevos materiales y terminaciones, pero sobre todo el edificio recuperará —por la apertura de la planta baja, que privilegia las visuales patio-exterior— su relación directa con los espacios urbanos de circulación, tal y como lo tenía el viejo Mercado.
El tratamiento de la fachada acentúa y jerarquiza el acceso principal, mientras el material cromático propuesto para los paramentos favorece la reintegración de la edificación —en cierta medida, por sugerencias o códigos referenciales— a la imagen urbana predominante en la zona.
Tanto en el exterior como en el interior, se revalorizan importantes obras plásticas originariamente concebidas para el Palacio, como es el magnífico grupo en mármol de la escultora cubana Rita Longa, colocado a un lado de la entrada principal.
CENTRO ASTURIANO
Mientras el Palacio de Bellas Artes es intervenido con espíritu conciliador, el otrora Centro Asturiano (1927) será objeto de una intervención restauradora con tal de recuperar y revalorizar sus cualidades arquitectónicas y ambientales, a la par que se adecuan sus espacios interiores a la nueva función.
El proyecto propone con audacia el respeto de esa edificación monumental, erigida según proyecto del arquitecto español Manuel de Busto y que recuerda vagamente al Palacio de Comunicaciones de Madrid, similitud que se hará más evidente cuando —como parte del esfuerzo restaurador— se restablezcan los pináculos que remataban su pretil.
Pero la restauración no sólo favorecerá la lectura exterior del antiguo Centro Asturiano, sino que reafirmará sus valores arquitectónicos interiores —su majestuosa escalinata, por ejemplo—, de modo que los espacios representativos del edificio se preserven intactos aun cuando acojan en su seno las exposiciones permanentes. Es el caso del Salón de Fiestas, que contendrá la excepcional colección de Arte Antiguo del Conde de Lagunillas, para lo cual se ha previsto un ambiente diferenciado, espacializado en tres niveles de exposición. Aquí se aplicarán soluciones visuales que, en término de imagen y escala, armonizan con las obras expuestas de ese período.
Al subir por la gran escalinata, el público compartirá una doble sensación: la de asistir al redescubrimiento de los valores arquitectónicos del edificio, junto al privilegio de contemplar los antiquísimos tesoros artísticos reunidos en esa inmensa sala, provenientes de Asia Menor, Egipto, Grecia, Roma...
Además de la escalinata, habrá dos ascensores y otras vías de circulación conducentes a espacios de menor jerarquía arquitectónica, los que han sido intervenidos con un criterio más museológico para dar cabida al resto de las colecciones. Y es que, a diferencia de otros importantes centros latinoamericanos, la estructura y riqueza de nuestro Museo Nacional permite organizar varias áreas con grupos particulares de pintura española, inglesa, francesa, alemana, italiana, holandesa, latinoamericana, estadounidense...
En el antiguo Centro Asturiano se ha previsto almacenar todo el remanente de ese arsenal artístico, incluido el arte cubano. Para ello se ha destinado el sótano, que será equipado con una novedosa tecnología capaz de garantizar condiciones climáticas y ambientales similares a la de las salas de exposición, además de poseer un sofisticado sistema de extinción de incendios por gas.
Y en el último nivel del edificio, para complementar el resguardo de ese patrimonio, funcionarán los talleres de conservación y restauración. Mediante un ascensor de carga, esos talleres y el almacén se mantendrán unidos como espina mecanizada de la instalación.
Punto culminante del eje Norte-Sur (subiendo desde el Malecón por la calle Zulueta hasta la Terminal de Ferrocarril), el Museo Nacional lo será también en el sentido Este-Oeste cuando, al ascender desde el Centro Histórico por la calle del Obispo, se erija a nuestro paso el antiguo Centro Asturiano, devenido entonces sede de arte universal.
Separadas una de otra a no más de 250 metros, estas tres edificaciones se encuentran enclavadas en la espina dorsal del espacio que surgió luego de la demolición de las Murallas en 1863, o sea, en el primer ring de expansión de La Habana con respecto al Centro Histórico tradicional, su antecesor y determinante monumental.
Urbanizada desde entonces en forma muy particular, esa zona —otrora de extramuros— devino centro cívico de la capital durante las primeras décadas del actual siglo cuando, al quedar inaugurada la República en 1902, surgen los nuevos símbolos de poder y sus correspondientes códigos arquitectónicos. Se trata de un territorio pródigo en importantes espacios públicos (Parque Central, Avenida de las Misiones...) y significativos edificios que se suceden desde el litoral de la bahía hasta el antiguo Campo de Marte.
Tomando como hilo conductor la hipótesis propugnada por Aldo Rossi de asumir «la ciudad como manufactura, como obra de arquitectura o ingeniería que crece en el tiempo», el actual proyecto del Museo Nacional de Bellas Artes trata de revalorizar y proponer una nueva lectura histórica de ese espacio habanero y abrir así otras perspectivas para su rescate en vísperas del próximo milenio.
Junto a esta línea del pensamiento arquitectónico (arquitectura de la ciudad), semejante propuesta lleva implícita de manera inseparable el análisis, estudio y proyección de otro campo no menos importante: la arquitectura del museo. A la par, dos aspectos han condicionado con mayor fuerza su concepción general: los edificios y las colecciones.
ORIGEN Y CONFLICTO
Creado por decreto presidencial en 1913, el Museo Nacional (museo de artes e historia) vivió una existencia arquitectónica azarosa por más de cuatro décadas, y si sobrevivió como idea fue —en gran medida— gracias a la tenacidad de su director durante muchos años: el pintor Antonio Rodríguez Morey.
En un inicio debió ocupar el local del antiguo Mercado de Colón (1884), pero la inminente demolición de éste determinó que sólo se intentara aprovechar sus elegantes arcadas neoclásicas, integrándolas a una nueva edificación. Ésa fue la base conceptual del proyecto de Govantes y Cabarrocas (1925), que pretendía mantener esos elementos originales y construir en su interior un bloque de dos niveles, con galerías corridas y pequeños gabinetes. Modificando esa primera idea, a inicios de la década de los años 50, el también arquitecto Manuel Febles Cordero propuso utilizar la consabida arquería, pero como basamento de un edificio más voluminoso. Finalmente, y tras enconados debates públicos, fueron demolidos totalmente los restos del viejo mercado —incluidas las arcadas— y en 1954 se construyó sobre su planta el Palacio de Bellas Artes que hoy heredamos, obra del arquitecto Rodríguez Pichardo.
Articulado alrededor de un gran patio central rodeado de galerías en el piso bajo, este edificio se diseñó con tres niveles unidos entre sí por elevadores, escaleras y una amplia rampa. En su época fue considerado unos de los más grandes museos del hemisferio occidental y dio cabida a diversas colecciones de objetos arqueológicos, históricos, pinturas... aunque insinuó su vocación desde el primer momento por su propio nombre: Palacio de Bellas Artes.
Sin embargo, al partir de un programa poco definido y endeble desde el punto de vista museológico, esa instalación fue pensada más como galería de exposiciones que como ámbito de colecciones permanentes; de ahí sus posteriores padecimientos durante cuarenta años que, paliados pero nunca curados, desembocaron finalmente en una crisis.
Sucede que, desde un primer momento —y de modo particular a partir de 1959—, los fondos del museo comienzan a incrementarse y enriquecerse en forma muy rápida: a la magnífica colección de Arte de la Antigüedad del Conde de Lagunillas, adquirida en calidad de depósito, se suman importantes conjuntos de pinturas europeas y, sobre todo, comienza a formarse lo que es hoy la más importante colección de arte cubano desde el siglo XVI hasta el presente.
Como resultado, en un mismo espacio coexisten grupos muy diversos, cada vez más valiosos. De modo que, tras ratificar definitivamente su vocación de museo de arte o instalación permanente, el Palacio debe ofrecer respuestas a requerimientos que originariamente no habían sido considerados: almacenes para la preservación de las obras, talleres de conservación y restauración... A la par, aumentaron los riesgos debido a la carencia de medios técnicos que garantizaran la seguridad de las obras y las protegieran integralmente: climatización, control de humedad, iluminación...
También se hacía cada vez más evidente la imposibilidad de dar respuesta a los requisitos del museo contemporáneo, que impone nuevas categorías espacio-funcionales de diverso uso sociocultural y público: los espacios para exhibición temporal, por ejemplo.
Compartidas en gran medida por buena parte de los museos del mundo, esas complicaciones han determinado la cualidad y la envergadura de las más importantes acciones sobre la arquitectura de los mismos, por lo que las alternativas asumidas en este caso habanero no son —por supuesto— inéditas en el ámbito museístico, pero sí enfrentadas a la particularidad del país y específicamente de nuestra ciudad.
RETOS Y SOLUCIONES
Al elegirse una segunda edificación para museo, se facilitó la primera gran decisión: diferenciar el binomio colección-edificio, de modo que en Bellas Artes permanezcan las colecciones de arte cubano, y para el otrora Centro Asturiano se trasladen aquellas catalogadas de «arte universal» (europeo y americano), incluido el arte de la Antigüedad.
Diferenciadas las colecciones, pasa a un primer plano el aspecto de los edificios y sus peculiaridades arquitectónicas. Ante todo, se trata de resolver los requerimientos que, establecidos por el Programa General, resultan determinantes en cualquier museo: requerimientos de tipo espacial, funcional, técnico, ambiental... como pueden ser las características de la iluminación, la estabilidad de los parámetros de temperatura y humedad relativas, la seguridad integral y otros. Han sido objeto de atención prioritaria la eliminación de barreras arquitectónicas y la creación de facilidades para discapacitados.
Para satisfacer el Programa se parte de la relación arquitectura-objeto, es decir, del edificio, las obras de arte y, por supuesto, el público, en tanto que sujeto espectador. La consideración sinérgica de estos tres factores propone el más apasionante desafío en términos de diseño museográfico que, al tratarse de museos en preexistencias arquitectónicas, sólo podrá ser resuelto como operación de conciliación. Y tal conciliación no puede lograrse al margen de las especificidades formales y espaciales de cada arquitectura.
No es, por supuesto, un fenómeno nuevo. Ya se patentiza desde que, por decisión de la Convención, se instala el Musée Central des Arts (1793) en el Palacio del Louvre, preexistencia arquitectónica convertida en gran museo siguiendo con persistencia los conceptos renacentistas de la «galería» y el «gabinete». Dicha práctica será llevada a planos de excelencia artística por la llamada «escuela italiana» a partir de los años cincuenta de este siglo (F. Albini, F. Helg, A. Piva, C. Scarpa, E. Rogers...) hasta las soluciones más recientes de Gae Aulenti.
BELLAS ARTES
Para el edificio del habanero Palacio de Bellas Artes, que fue concebido en sus orígenes como mero espacio de exhibición, se propone una intervención de readecuación, lo que lleva implícito —además de una profunda reestructuración espacial— la búsqueda de un diálogo arquitectura-luz.
Expuestas con carácter permanente, las colecciones de arte cubano (siglos XVI al XX) fueron divididas por los especialistas en ocho grupos o áreas temáticas que se traducen en igual número de espacios museográficos o salas, cuatro en cada uno de los niveles segundo y tercero del edificio. Para acceder a ésas y demás partes del museo se transformó y redefinió la circulación general, de modo que pueda subirse desde el amplio vestíbulo de distribución —del cual parten los ascensores públicos—, por la rampa ya existente, o a través de los dos semicilindros acristalados abiertos que, añadidos a las fachadas mayores del antiguo Palacio (hacia las calles Monserrate y Zulueta, respectivamente), tienen en su interior sendas escaleras que comunican verticalmente los tres pisos de la edificación.
Aunque la organización de las salas de exhibición permanente sugiere itinerarios, las alternativas de elección permiten al visitante desde la lectura consecutiva de un discurso general hasta seleccionar áreas o temas específicos.
En cuanto a la iluminación, se optó por combinar luz artificial y natural, esta última filtrada y reflejada para proteger las obras de las radiaciones dañinas (ultravioletas e infrarrojas) mediante dispositivos conformados por la estructura de techos interiores (plafonds). Asumir esta variante de iluminación implica un gran riesgo, pero permitirá crear un ambiente fascinante, más próximo a la atmósfera vital, y una muy favorable lectura de la obra artística.
La renovación del otrora Palacio incluye que su imagen «racionalista» sea reinterpretada en esencia y actualizada por el uso de nuevos materiales y terminaciones, pero sobre todo el edificio recuperará —por la apertura de la planta baja, que privilegia las visuales patio-exterior— su relación directa con los espacios urbanos de circulación, tal y como lo tenía el viejo Mercado.
El tratamiento de la fachada acentúa y jerarquiza el acceso principal, mientras el material cromático propuesto para los paramentos favorece la reintegración de la edificación —en cierta medida, por sugerencias o códigos referenciales— a la imagen urbana predominante en la zona.
Tanto en el exterior como en el interior, se revalorizan importantes obras plásticas originariamente concebidas para el Palacio, como es el magnífico grupo en mármol de la escultora cubana Rita Longa, colocado a un lado de la entrada principal.
CENTRO ASTURIANO
Mientras el Palacio de Bellas Artes es intervenido con espíritu conciliador, el otrora Centro Asturiano (1927) será objeto de una intervención restauradora con tal de recuperar y revalorizar sus cualidades arquitectónicas y ambientales, a la par que se adecuan sus espacios interiores a la nueva función.
El proyecto propone con audacia el respeto de esa edificación monumental, erigida según proyecto del arquitecto español Manuel de Busto y que recuerda vagamente al Palacio de Comunicaciones de Madrid, similitud que se hará más evidente cuando —como parte del esfuerzo restaurador— se restablezcan los pináculos que remataban su pretil.
Pero la restauración no sólo favorecerá la lectura exterior del antiguo Centro Asturiano, sino que reafirmará sus valores arquitectónicos interiores —su majestuosa escalinata, por ejemplo—, de modo que los espacios representativos del edificio se preserven intactos aun cuando acojan en su seno las exposiciones permanentes. Es el caso del Salón de Fiestas, que contendrá la excepcional colección de Arte Antiguo del Conde de Lagunillas, para lo cual se ha previsto un ambiente diferenciado, espacializado en tres niveles de exposición. Aquí se aplicarán soluciones visuales que, en término de imagen y escala, armonizan con las obras expuestas de ese período.
Al subir por la gran escalinata, el público compartirá una doble sensación: la de asistir al redescubrimiento de los valores arquitectónicos del edificio, junto al privilegio de contemplar los antiquísimos tesoros artísticos reunidos en esa inmensa sala, provenientes de Asia Menor, Egipto, Grecia, Roma...
Además de la escalinata, habrá dos ascensores y otras vías de circulación conducentes a espacios de menor jerarquía arquitectónica, los que han sido intervenidos con un criterio más museológico para dar cabida al resto de las colecciones. Y es que, a diferencia de otros importantes centros latinoamericanos, la estructura y riqueza de nuestro Museo Nacional permite organizar varias áreas con grupos particulares de pintura española, inglesa, francesa, alemana, italiana, holandesa, latinoamericana, estadounidense...
En el antiguo Centro Asturiano se ha previsto almacenar todo el remanente de ese arsenal artístico, incluido el arte cubano. Para ello se ha destinado el sótano, que será equipado con una novedosa tecnología capaz de garantizar condiciones climáticas y ambientales similares a la de las salas de exposición, además de poseer un sofisticado sistema de extinción de incendios por gas.
Y en el último nivel del edificio, para complementar el resguardo de ese patrimonio, funcionarán los talleres de conservación y restauración. Mediante un ascensor de carga, esos talleres y el almacén se mantendrán unidos como espina mecanizada de la instalación.
Punto culminante del eje Norte-Sur (subiendo desde el Malecón por la calle Zulueta hasta la Terminal de Ferrocarril), el Museo Nacional lo será también en el sentido Este-Oeste cuando, al ascender desde el Centro Histórico por la calle del Obispo, se erija a nuestro paso el antiguo Centro Asturiano, devenido entonces sede de arte universal.