Dos hechos memorables son narrados por Juan Gualberto Gómez: la última visita que hiciera a Martí, y la última carta que de éste recibiera, 20 años después de aquel encuentro irrepetible en La Habana.
Este texto de Juan Gualberto Gómez —del que se ofrecen fragmentos— fue publicado por primera vez en la Revista Bimestre Cubana (enero-febrero de 1933).

Martí vivía en una casita, modesta, pero alegre y limpia, que aún existe: Amistad, número 42, entre Neptuno y Concordia. Una mañana en que habíamos trabajado mucho en su bufete, y debíamos seguir trabajando en el  arreglo de asuntos de interés para Las Villas, me llevó a almorzar a su casa. Estábamos aún en la mesa, él, su distinguida esposa y yo, cuando sonó la aldaba de la puerta de la calle. Su esposa se levantó y abrió. La saleta de comer estaba separada por una mampara de la sala de recibo, así es que yo no vi al visitante; pero la señora de Martí dijo a éste en voz alta: «El señor que vino hace rato a buscarte, y al que dije la hora a que te podía ver, es el que ha vuelto. Dice que termines de almorzar, pues no tiene prisa y te esperará». No obstante esto —lo recuerdo bien— Martí se levantó y, con la servilleta aún en la mano, pasó a la sala de recibo. Tras breves instantes, volvió a la mesa, y con calma absoluta, dijo a su esposa: «Que me traigan enseguida el café, pues tengo que salir inmediatamente», y siguió para su cuarto. Yo le vi abrir su escaparate, que estaba frente a mí, pues yo estaba sentado de espaldas a la sala; buscar de una gaveta unas cuantas monedas, llamar a su esposa, a la que dirigió unas palabras que no oí. Servido el café por la sirvienta en esos instantes, vino Martí a la mesa y de pie sorbió de su taza unos cuantos buches de café, y dirigiéndose a mí me dijo: «Tome su café con calma: usted se queda en su casa, y dispénseme, pero es urgente lo que tengo que hacer». Me dio la mano, tomó su sombrero y se marchó con el visitante, para mí hasta ese momento incógnito. Desde ese día y esa hora, no volví a ver a Martí.
En efecto, tan pronto como salió de su casa, su esposa, presa de una gran angustia, me dijo, con ojos llorosos: «Se llevan a Pepe; ese hombre que ha venido es un celador de policía. Yo lo ignoraba. Pepe me encarga que le diga a usted que corra y haga lo posible por ver a dónde lo llevan y le avise a don Nicolás de Azcárate».
Salí enseguida con toda la prisa que me era posible. Al entrar por la calle de Neptuno acerté a ver a Martí con su acompañante, a cierta distancia. Ya casi iba alcanzarlos, cuando vi que en la parada de coches que existía en la plazoleta de Neptuno y Consulado, entraban en un carruaje. Apresuré el paso, tomé otro coche yo, lo seguí, y los vi descender en la Jefatura de Policía, entonces instalada en el mismo edificio de Empedrado y Monserrate que ahora ocupa.
Cumpliendo el encargo de Martí, avisé a Azcárate. Para éste, que tenía grande influencia en el gobierno, se levantó la incomunicación y se le permitió ver a Martí. Con Azcárate recibí unas llaves y el encargo de recoger en el bufete de Viondi, una pequeña maleta, para entregarla a don Antonio Aguilera, diputado provincial entonces, que quedó en lugar de Martí. A los tres días de su detención salía el vapor correo para España, llevándose a Martí para la metrópoli, pues tanto por los consejos de Azcárate, como por su propia inclinación a los procedimientos suaves, el general Blanco, Capitán General de la Isla, prefirió deportarlo, a intentarle un proceso.
Lo repito: desde el día de su detención, no nos volvimos a ver más (...)
 LA ÚLTIMA CARTA
Al volver a Cuba, en 1890, yo traía un propósito deliberado: fundar un periódico para iniciar una propaganda franca y abierta de las ideas separatistas, que yo estimaba que no se podía impedir aquí por las leyes, como no se había podido impedir en España la propaganda republicana, declarada legal por el Tribunal Supremo de nuestra antigua metrópoli. Fundé el periódico La Fraternidad, netamente separatista. Denunciado por un artículo titulado «Por qué somos separatistas», encarcelado durante ocho meses, condenado a una pena relativamente ligera por la Audiencia de La Habana, a pesar de la brillante defensa de González Lanuza, llevé el caso al Supremo de España, donde defendido por don Rafael María de Labra, obtuve, con la casación de la sentencia, el reconocimiento de que era lícita la propaganda del ideal de la independencia.
Esto pasaba entre 1890 y 1891.
Martí al conocer mi campaña, me escribió desde New York, felicitándome. Cuando más tarde fundó el Partido Revolucionario Cubano, en los Estados Unidos, ya estábamos de nuevo en correspondencia, y, cosa más singular, ya había conspiradores en la Isla, que marchaban en inteligencia conmigo, como sucedía en Matanzas, donde el ingeniero Emilio Domínguez, el doctor Pedro Betancourt, los hermanos Acevedo, José D. Amieva y otros tenían constituido un club revolucionario.
Al acentuarse la acción del Partido Revolucionario Cubano, resulté, sin buscarlo, el intermediario natural entre los conspiradores de por aquí y Martí. Poco a poco, mi correspondencia con él se hizo semanal, bisemanal, casi continua. Los hechos, y su confianza, y la confianza de los que en Cuba laboraban, todo ello me dio el peligroso, pero honorabilísimo papel de llevar entre los nuestros la representación del que ostentaba el título de Delegado del Partido Revolucionario Cubano.
De mi larga correspondencia con éste, algunas cartas se salvaron, sobre todo, algunas de las que recibí en los meses de noviembre, diciembre, enero y principios de febrero de 1895.
Tengo, sobre todo, la última. Está escrita la víspera del día en que salió para Santo Domingo a reunirse con el general Máximo Gómez, para venir a morir a Cuba. Después de encargarme de que me dirigiera, en lo sucesivo, a Gonzalo de Quesada, de quien me decía «mi hijo espiritual», terminaba su carta con estas frases nerviosas: «¿Lo veré...? ¿Volveré a escribirle...? Me siento tan ligado a usted, que callo... Conquistaremos toda la Justicia».
Tal es el recuerdo de la última vez que vi a Martí, en 1880, y tal el párrafo, para mí inolvidable, de la última carta que me escribió en 1895.

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar