Quienes conocieron a Martí en su época de Nueva York y se han referido a su personalidad, coinciden en señalar cuán genuinamente captó sus rasgos el artista sueco Herman Norman en un retrato al óleo. Blanche Zacharie reunió estas y otras anécdotas bajo el título de «Martí, caballero», publicado por primera vez en la Revista Bimestre en 1931.
Invitada a cantar en una velada musical, Blanche Zacharie conoció allí a Martí y a Luis Alejandro Baralt, con quien se casaría. En lo adelante mantuvo trato frecuente con el Maestro.

 La pluma en su mano fina y nerviosa era un atributo que parecía formar parte de su propio ser. Muy bien interpretado está el carácter del escritor de raza en el cuadro del artista sueco Norman, único retrato al óleo del natural que de Martí existe. Está en el Museo Martiano de La Habana y estuvo muchos años colgado sobre el escritorio del maestro en su oficina de New York, 120 Front Street.
Recuerdo, como si fuese ayer, la primera vez que vi a Martí. Era yo jovencita de dieciocho años, y le fui presentada en una reunión. No tenía ausencias de él; era para mí un señor cualquiera, un encuentro fortuito de sociedad. Mas a los pocos minutos de conversación, con habilidad que no he visto igualada, sin interrogatorio, había averiguado cuáles eran mis gustos, mis inclinaciones, mis esperanzas. Tocó la nota del arte, me habló precisamente de las obras que me apasionaban. Discutió conmigo cuadros, música y libros, de la manera más natural, con absoluta sencillez, sin hacerme sentir la diferencia que había entre una niña y un sabio.
Del mismo modo se hizo conocer de mí. Pude apreciar al instante que era un hombre superior, de vastos conocimientos y de alma grande. Nunca desmintió aquella impresión primera.
No quisiera dar aquí una idea de frivolidad en Martí, sino indicar las mil facetas de su espíritu abierto a todas las manifestaciones de la vida, y al punto me permitiré contar una anécdota que de seguro sus biógrafos desconocen. Pocos días antes de mi matrimonio, me dijo Martí:
—Blanche, voy a pedirle un favor.
—Usted dirá.
—Quiero que me deje ver su trousseau.
—Bueno —le dije—, tal día irán mis amigas a casa, venga usted también, o un poco antes si le parece.
Llegó, y con mi madre y mis hermanas estuvo examinando como un chiquillo, vestidos y sombreros; hacía un fino comentario y ponía nombres a varios de ellos.
Un tiempo después, encontrándome con mi marido, recordó la prenda que había visto y me dijo: «Veo que lleva usted el sombrerito casto». En otra ocasión reconocía el vestido «discreto» o el abanico «perverso», nombres puestos por él el día de la exposición del trousseau (...)

SU PALADAR
Como verdadero artista, Martí tenía una gran agudeza de los sentidos, y el paladar estaba en él desarrollado en extremo. Era gourmet a lo Brillat Savarin y sabía combinar el menú de una comida que haría honor a la pericia de un embajador.
Frugal en su sustento ordinario, cuando se trataba de obsequiar a sus amigos sabía elegir los platos más exquisitos y los vinos más raros como el experto que era en la materia.
Conocía —a fuerza de buscarlos— los lugares de la metrópoli newyorkina donde un especialista ignorado del gran público confeccionaba un plato suculento. Se encantaba en llevar a sus amigos a saborear una minestrona hecha con maestría, allá lejos en el barrio italiano, o un goulash en la pequeña Hungría.
Federico Edelmann que tanto lo acompañó en estas expediciones, nos cuenta cómo Martí lo inició en el restaurant de un marsellés de Hannover Square en los misterios de una bouillabaisse que resucitaba muertos; por él conoció los platos calabreses sazonados con caccio caballo y regados con vino de Chianti.
Decía Martí que «comer sólo es un robo» y explicaba: «un placer robado al comensal ausente». Obsequiaba mucho; invitaba con tanto cariño como sencillez a que tomásemos en su casa unas allacas que una venezolana descubierta por él confeccionaba a la perfección. Otro día eran arepas o tortillas mexicanas, y recuerdo una esquelita suya que rezaba así: «Vengan esta noche a casa a despedir a Panchito Chacón con versos y café». El gesto obsequiador existía siempre aunque los medios materiales flaqueasen.
Una vez que Federico Edelmann le envió un pequeño dibujo que Martí le había pedido para la Sociedad Literaria Hispano Americana, se lo agradeció de esta manera delicada, al no tener otra cosa que ofrecer: «Recibí su esquela generosa y la Sociedad se lo paga con estas dos invitaciones para sus amigos colombianos del estudio». Dos pobres estudiantes que Martí ni siquiera conocía, pero sabiendo que existían y que eran amigos de Edelmann, quiso tener esa fineza con ellos, fineza con amigos desconocidos, si vale la paradoja (...)

LOS ÚLTIMOS ENCUENTROS
Ustedes dirán que sólo he hablado del aspecto amable de Martí: ése era mi objeto y el lado que conocí. Otros se ocuparán de su heroísmo; pero aunque lo he visto armarse de gran energía y estallar en justa ira en momentos terribles, su carácter era dulce y poco irritable. Tenía un gran dominio sobre sus nervios y bien sabe Dios si tuvo motivos de contrariedad y de indignación en la lucha a brazo partido que sostuvo en los últimos años de su vida, en que tantos, aun entre los suyos mismos, le entorpecieron el camino.
Quiero recordar aquí la última cena, 24 de diciembre de 1894. Cenábamos en la Nochebuena como era costumbre desde hacía muchos años, un grupo de amigos íntimos casi siempre los mismos. Ese año le tocó el turno de recibirnos a Irene Pintó de Carrillo, esposa de Antonio Carrillo de Albornoz, amigo de Martí desde la juventud.
Con él y con Fermín Valdés Domínguez había estudiado Derecho en Madrid. Éramos trece comensales, y había faltado uno. Los esposos Carrillo y sus tres hijos; la señora de Mantilla con sus hijas Carmita y María; Martí; Federico Edelmann y Adelaida Baralt; Luis y yo. Martí llegó algo tarde y parecía fatigado; ya estábamos en la mesa; aunque él estuvo afable y celebró la cena para agradar a la dueña de la casa, no reinaba la alegría habitual. No se lo explicaba uno, pero fue una fiesta de poca animación y pesaba sobre todos como un presentimiento inexplicable (...)
Ya que he contado mi primer encuentro con Martí, quiero referirme al último.
Era el 4 de febrero de 1895, a las ocho y media de la mañana. Estaba en el comedor de mi casa tomando el desayuno. Sonó el timbre y oí la voz de Martí preguntar a la criada que le abría la puerta:«¿Está ahí el caballero?», y momentos después entraba en el comedor. «¿Se ha ido Luis ya? ¡Qué pena!, vine presuroso pensando alcanzarlo, pues no quería marcharme sin estrecharles la mano. ¡Sabe Dios cuándo nos volveremos a ver! Me despide de Adelaida y de Fico, y ahora me voy. ¡Adiós! No tengo un minuto que perder». Lo acompañé hasta la puerta y salió en la mañana helada, como una flecha.
Días después nos fijamos en un sobretodo marrón que había quedado colgado en la sombrerera. No pertenecía a ninguno de los de la casa. ¿Sería de algún amigo, que lo había dejado allí olvidado? Cosa rara en pleno invierno. Mi cuñada registró los bolsillos a ver si hallaba algún indicio de su dueño. ¡Cuál no fue su asombro al ver que estaban repletos de cartas y papeles dirigidos a Martí!
¡Pobrecito!, en la precipitación de su ida no se acordó de que había dejado su gabán en el vestíbulo, y se fue a la calle en ese día glacial sin notarlo. ¡Cómo estaría de preocupado!
Esa misma tarde se embarcó para Santo Domingo a reunirse en Montecristi con Máximo Gómez, de donde salieron ambos para los campos de Cuba.

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