La toma de La Habana por los ingleses en 1762 fue un tema recurrrente para Emilio Roig de Leuchsenring en su faceta de historiador. Pero también fue motivo para este delicioso artículo de costumbres, publicado por la revista Social, en octubre de 1923.

He buscado, en vano, en archivos y bibliotecas, los orígenes del odio mortal que profesamos a los descendientes de Guillermo Tell. He oído la opinión de eruditos y sabios en cosas antiguas (…) Ninguno ha sabido explicarme el curioso fenómeno.

 Si grandes e irreparables son los daños y perjuicios que al mundo entero proporcionó la última guerra, no puede negarse, sin embargo, que, como reza la frase popular, «no hay mal que por bien no venga», y nosotros, los cubanos, no podemos quejarnos, pues si bien es verdad que en los primeros meses se puso de moda la bobería de cobrar tres por lo que valía uno, con el pretexto de a causa de la guerra, poco a poco se fue restableciendo la normalidad, subió bárbaramente el azúcar, vinieron los Foros, disminuyeron los latosos de la guerra, nos convencimos –¡ya era tiempo!– de la inutilidad –a no ser para los congresistas– de los congresos de la paz, y vimos cómo Alemania llevaba a la práctica en Bélgica y Luxemburgo la letra del canto popular:
«papeles... son papeles».
Y así como «a río revuelto ganancia de pescadores», nosotros, mientras allá en Europa se mataban como convulsivos, nos dedicamos a sacarle partido a la guerra, logrando obtener ésas y otras muchas ventajas, gracias a la dirección y consejos de nuestros dos anteriores Presidentes, entusiastas y hábiles pescadores.
Pero entre todos los inmensos beneficios que obtuvimos por la conflagración europea, hay uno cuya importancia y trascendencia extraordinarias merece especial mención: a causa de la guerra, y mientras esta duró, tuvimos una tregua en la enconada lucha que desde hace largos años sosteníamos contra los ingleses.
Sabido es que las simpatías del pueblo de Cuba estuvieron a favor de las naciones aliadas: Francia, Rusia, Italia e Inglaterra. He ahí cómo nosotros, que hemos vivido en constante y encarnizada guerra con los ingleses, no tolerándolos ni siquiera en pintura, nos llegaron a parecer simpáticos, agradables, finos.
He buscado, en vano, en nuestros archivos y bibliotecas, los orígenes de este odio mortal que profesamos a los descendientes de Guillermo Tell. He oído la opinión de eruditos y sabios en cosas antiguas: Chacón, Iglesias, Figarola-Caneda, Pérez Beato, Ricoy. Ninguno ha sabido explicarme este curioso fenómeno.
Días pasados me encontré en la calle del Obispo a un amigo que, además de deberle a las siete mil vírgenes, me debe a mí dos duros.
—Oye –le dije– no te cobro los dos pesos que me adeudas y te doy otro de regalo, si sabes explicarme el origen de la historia de los ingleses en Cuba.
Mi amigo, que aunque bruja, es hombre culto y de chispa, después de darme un abrazo por mi generosidad, se expresó así:
—La historia de los ingleses en Cuba se remonta al año 1555, en que Drake, el primer inglés que, como corsario, pensó sacarles dinero a los habaneros, pretendió infructuosamente desembarcar en la entonces villa de la Habana. Y fue, en vista de estos y otros ataques corsarios, que se resolvió, por los gobernantes españoles, fortificar la plaza, empezándose las construcciones de la Fuerza, del Morro y de la Punta.
Desde entonces, y en numerosas ocasiones, Grant, Hossier, Vernon, Knowles y otros habitantes de los mares, atacaron, con más o menos éxito, distintas poblaciones de la Isla, saqueando los bienes y propiedades de sus infelices moradores y secuestrando a éstos con el objeto de pedirles después por el rescate gruesas sumas.
Era tal el miedo, terror y pánico que inspiraban en Cuba los compatriotas de Drake, que sólo al grito de «¡Ahí vienen los ingleses!», las mujeres se desmayaban y los hombres huían a la desbandada.
Esta situación se agravó con la toma de la Habana, en 1762, por las fuerzas de Keppel y Albermarle, a tal extremo que, aunque beneficiosa para el comercio de la Isla la dominación de los ingleses, éstos quedaron para siempre considerados como seres sin entrañas, que solo buscaban sacar los cuartos a sus semejantes, bien a título de rescate, bien por mercancías o por cualquier otro pretexto.
A todas estas causas, sin duda alguna, se debe el que por generalización se llamasen y llamen todavía ingleses a los cobradores, caseros y demás individuos de la especie.
Debemos distinguir dos clases de ingleses: el acreedor que cobra él mismo su crédito, y el cobrador, ser más odioso y repulsivo, pues sin estar interesado directamente en el asunto, ha elegido esa profesión y carrera, sólo comparable a la de verdugo.
Aunque a veces tiene un tanto por ciento en las cuentas que se le entregan, en la mayoría de los casos es un individuo asalariado, un dependiente, al que por tener condiciones, se le dedica a ese trabajo.
Desde muy temprano sale a la calle con su racimo de cuentas artísticamente dobladas en forma rectangular. Con imperio y altanería toca a la puerta de las casas. Yo me atrevería –exclamó mi amigo– a decir, sin temor a equivocarme, si el que toca en mi casa es un inglés. Su toque es fuerte, rudo, improperioso, exigente; y si no se le abre a la primera llamada, va aumentando el diapasón hasta convertirse en verdadera tempestad. Es capaz de echar abajo la puerta. No le iguala ni un policía con mandamiento judicial. Para desgracia mía –suspiró– ¡los conozco bien!
Una vez dentro de la casa, no saluda; extiende su recibo y espera. Si le pagan, ensaya entonces una sonrisa de despedida, que a veces resulta una mueca. Si tan sólo le abonan a cuenta una pequeña cantidad, la acepta a regañadientes y hasta se permite indicar: —Vamos a ver si la próxima vez me pueden saldar la cuentecita.
Pero si no le entregan cantidad alguna, diciéndole que «vuelva la semana que viene», entonces ¡horror! hará primero una mueca, como la que produce un purgante de Carabaña o Loeches, con ademanes y gestos molestos, se guardará el recibo, lanzando primero, con la entonación de un escolta de presidio, una frase que reúne generalmente los caracteres de diversas figuras retóricas, pues es al mismo tiempo apóstrofe, conminación, optación e imprecación. En síntesis, lo que quiere decir el inglés, en esos casos equivale, traducido al romance, que si no le pagan, nos dará garrote.
Y, ¡cuántas veces es preferible una muerte rápida, sin sufrimientos, a esa muerte lenta, angustiosa, horrible, a manos de un inglés!
Entes abominables, se encargan de averiguar detalladamente todas nuestras costumbres. Saben las horas a que nos levantamos y salimos a la calle, los sitios que frecuentamos; nos persiguen día y noche sin piedad, nos abordan en la calle, en la oficina, en el teatro, a la hora de la comida, en el paseo...
Y no valen súplicas ni ruegos, los ingleses desconocen la piedad: no tienen, como dije antes, corazón ni ninguna otra entraña.
No vale que cierres con aldaba, pestillo y tranca la puerta de la calle, y cuando toquen, sólo abras el postigo de la ventana; que digas que te has ido de viaje, que has fallecido ¡Son capaces de ir a buscarte al otro mundo!
La guerra, como tú bien dices –prosiguió mi amigo– los humanizó un poco. Hubo entonces entre ellos y sus presuntas víctimas, un breve armisticio.
Pero restablecida la paz, se han reanudado las hostilidades que por algo es Cuba el país de los viceversas.
Enemigos, de nuevo, trato de no darles la cara y veo siempre con espanto llegar los sábados y días primeros de mes, ¡los fatídicos días de cobro!
Y mi pobre amigo, lleno de congoja y sobresalto, se despidió de mí, exclamando:
—Ni los horrores del infierno de Dante son comparables a los sufrimientos, molestias, disgustos, contrariedades, que proporcionan estos verdugos y malhechores, plaga de la especie humana. ¡Dios nos libre de los ingleses!
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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