La gran tradición epistolar de la cultura cubana, desde Heredia, Luz, Saco y Delmonte, pasando por las cartas de amor de la Avellaneda, Ignacio Agramonte y Juana Borrero, hasta llegar al copioso epistolario martiano, se ha visto enriquecida con la publicación del primer volumen de cartas del ilustre historiador habanero Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964).

El voluminoso archivo de Roig se compone de cerca de catorce mil misivas, de ellas unas cinco mil son de su autoría y responden a disimiles circunstancias.

La gran tradición epistolar de la cultura cubana, desde Heredia, Luz, Saco y Delmonte, pasando por las cartas de amor de la Avellaneda, Ignacio Agramonte y Juana Borrero, hasta llegar al copioso epistolario martiano, se ha visto enriquecida con la publicación del primer volumen de cartas del ilustre historiador habanero Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964). Coincidiendo con los 120 años de su natalicio, las Ediciones Boloña de la Oficina del Historiador de la Ciudad han honrado la memoria de su fundador con este primoroso libro, en el que se recoge una muestra representativa de la extensa correspondencia que Emilito sostuvo con los más importantes intelectuales cubanos de su tiempo.  El voluminoso archivo de Roig se compone de cerca de catorce mil misivas, de ellas unas cinco mil son de su autoría y responden a disimiles circunstancias. La labor benedictina de selección de las cartas y búsqueda de información sobre muchos de los destinatarios, estuvo a cargo de dos fervorosas colaboradoras del Doctor Eusebio Leal, la escritora Nancy Alonso González y la  bibliógrafa Grisel Terrón Quintero. A este primer libro, centrado en la labor de Roig como intelectual e historiador de la ciudad, le seguirán otros tres volúmenes donde se recogerán sus valoraciones sobre la historia y sus protagonistas, el rescate del patrimonio cultural y las luchas dentro y fuera de Cuba de las que Roig fue testigo o participante.
La primera carta del libro está fechada en 1899, cuando Roig contaba diez años de edad y le fue enviada por su padre, Emilio Roig y Forte-Saavedra, con varios consejos sobre su comportamiento y disciplina en el colegio jesuita de Belén. Allí le sugiere, entre otras cuestiones, tratar de ser siempre el primero en todos los asuntos de su vida estudiantil, darse a respetar ante los demás niños, decir siempre la verdad y no ser jamás cobarde «porque el niño cobarde luego es hombre cobarde».  Las dos epístolas que cierran el volumen dan fe del prestigio y el respeto alcanzado por Emilio Roig al frente de la Oficina del Historiador durante casi tres décadas. En una de ellas el gran martiano Manuel Isidro Méndez lo saluda por su «labor cubanísima de cultura y civismo». En la otra la viuda de un obrero cigarrero, fundador del Partido Comunista, le entrega a Roig dos botones de enorme simbolismo: uno con el emblema del Partido, regalo de Julio Antonio Mella, y otro con el retrato del propio Mella manchado de sangre,  testimonio de la represión policial durante los actos de recibimiento de las cenizas del joven asesinado en México.  
Entre las personalidades que sostuvieron correspondencia con Roig aparecen aquí nombres de la talla del filósofo Enrique José Varona; los  historiadores Fernando Ortiz, Ramiro Guerra, Gerardo Castellanos, Jenaro Artiles, Emeterio Santovenia, Herminio Portell Vilá, Enrique Gay-Calbó, Antonio Hernández Travieso, Francisco González del Valle, Manuel Isaías Mesa Rodríguez, Elías Entralgo, Rafael Soto Paz y Julio Le Riverend; los bibliógrafos Francisco de Paula Coronado, Fermín Peraza y el archivista Joaquín Llaverías; los ensayistas José María Chacón y Calvo, Mario Guiral Moreno, Juan J. Remos, Jorge Mañach, Félix Lizaso y Roberto Fernández Retamar; los escritores José Antonio Ramos y Luis Felipe Rodríguez; los poetas Mariano Brull, Ángel Augier y Nicolás Guillén; el caricaturista Conrado Massaguer; el escultor Juan José Sicre; el arquitecto José M. Bens Arrarte; el intelectual dominicano y gran amigo de Martí Federico Henríquez y Carvajal y los revolucionarios Pablo de la Torriente Brau y Raúl Roa García.
Entre los cientos de mensajes que conforman este libro, merecen citarse una carta conmovedora que le remite Pablo de la Torriente Brau desde el Presidio Modelo, agradeciendo el envío de un libro sobre la niñez de Martí (p. 133), algo que también hizo Gonzalo de Quesada y Miranda reconociendo en Roig a un martiano «de la vieja guardia». (p. 135).  Una carta memorable por la hondura de sus contenidos y el léxico chispeante es  la de Raúl Roa, fechada en el exilio de New York en julio de 1935, la cual  da fe de una comunión de creencias y afectos, que le permite a Roa reconocer en el estudio de Roig sobre el antiimperialismo martiano un texto escrito desde la izquierda, sin infantilismos especulativos, pues «Un Martí marxista sería tan monstruoso como un Lenin burgués». (p. 151). Otra esquela que permite calibrar las posturas ideológicas de Roig es la que remite a Portell Vilá  en enero de 1938 y le narra su desencuentro con Pepín Rivero, director del Diario de la Marina, a propósito de la guerra civil española.
Un verdadero ejemplo de la honestidad intelectual de Roig es la misiva que le envía a Emeterio Santovenia, Joaquín Llaverías y Gonzalo de Quesada, fechada en abril de 1940, invitándolos a pertenecer a la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales, sin menoscabo de su adhesión a la Academia de la Historia. En opinión de Roig, la Sociedad podría desarrollar «en forma, tono y tendencias mucho más amplios» la labor de la Academia, por ser esta una corporación oficial y  aquella una sociedad particular. En opinión de Roig «Lejos de hallarse en pugna la Academia y la Sociedad, pueden convivir sin rozamientos de ninguna clase, y hasta ayudarse mutuamente, sobre todo la Sociedad a la Academia, demandando para esta, de los poderes públicos (…) la debida protección económica y de toda índole, para que pueda cumplir cabalmente sus funciones». (p. 196).
Las cartas relacionadas con los congresos nacionales de historia, feliz iniciativa de Roig y la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales, dan cuenta tanto del entusiasmo  de sus promotores por el desarrollo de las investigaciones históricas como del abandono oficial  a este proyecto. Así por ejemplo, el congreso que debía realizarse en Matanzas en 1943 tuvo que ser trasladado para La Habana y algo similar sucedió en 1945 con el congreso de Santiago de Cuba, al no poder obtenerse medios de transporte adecuados para trasladar los historiadores  a la urbe oriental. En dichos cónclaves no solo se reunieron los más importantes investigadores e historiadores cubanos de la época, sino que Roig invitó a protagonistas de la gesta libertadora y a personalidades relevantes de la historiografía de América Latina. Otras epístolas revelan las diversas gestiones de Roig para obtener valiosas reliquias de nuestra historia para su exposición y custodia en el Museo de la Oficina del Historiador. Entre las donaciones hechas a la Oficina destaca, después de 1959, la realizada por el poeta Nicolás Guillén de fragmentos de las bombas  arrojadas en la Sierra Maestra por la aviación de Batista.
Por último, revisten gran interés las invitaciones cursadas por Roig al Che, Fidel y Roa,  al congreso nacional de historia a celebrarse en 1960, que estaría consagrado al examen de la etapa republicana. El Che respondió que no podría asistir pero le pedía apoyo para un estudio sobre la Revolución cubana. La carta a Fidel va encabezada por un tono de afecto personal: «Mi muy distinguido amigo», y le  expresa la convicción de que: «Su presencia y su palabra serán el mejor espaldarazo para este congreso que reanuda bajo tan felices auspicios como los que hoy sonríen a toda Cuba». (p. 539)
Cierra este volumen una breve pero valiosa iconografía del Dr. Emilio Roig, con fotografías de su niñez y adolescencia, retratos con amigos e intelectuales, y parte de su labor al frente de la Oficina del Historiador.  Uno de los retratos lo muestra caminando por una calle habanera, con un  elegante traje oscuro y tocado con un fino sombrero, del brazo  de su querida esposa María Benítez. Fue ella la que entregó hace cuarenta años las cartas de  Roig al entonces joven Eusebio Leal, quien las guardó celosamente y hoy las ofrece a los lectores, como un testimonio más de sus combates por la memoria de la patria.

Félix Julio Alfonso López
La Habana, octubre de 2009.

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