Versión de las palabras pronunciadas por el Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal Spengler, durante la reapertura del Museo Napoleónico de La Habana, el 29 de marzo de 2011.

El patrimonio nacional es el espíritu invisible de Cuba y de cualquier país, un patrimonio que es universal, como universal es la Francia.

El próximo 5 de mayo se cumplirá el 190 aniversario del deceso del emperador Napoleón I Bonaparte en la isla de Santa Elena. Por ello el día de hoy es muy importante, tanto para sus admiradores como para quienes no lo sean, tratándose de una personalidad cumbre de la historia universal.
Heredero de la Revolución francesa que conmovió al mundo en 1789, consolidó e instituyó muchas de sus reformas, las cuales también incidieron en la transformación de América. Así, apenas dos años después de aquella llamarada, aconteció el levantamiento que culminó con la abolición de la esclavitud en la colonia francesa de Saint-Domingue y la proclamación de la República de Haití, primer Estado no sujeto a una nación europea en esta latitud del planeta.
Es cierto: antes había tenido lugar el proceso que liberó a las Trece Colonias de Inglaterra en Norteamérica. Pero si bien el ejemplo estadounidense inspiró políticamente a los precursores de la independencia en la América española, no fue hasta la ocupación napoleónica de España que el movimiento emancipador americano tomó auge hasta hacerse irreversible.
Tal vez sea la figura de Francisco de Miranda la que mejor ilustre cómo aquella oleada intempestiva iniciada con la toma de la Bastilla inflamó la vocación de soberanía de nuestros pueblos, contagiándonos con sus ideales más prístinos, más allá de sus excesos.
Sintió los reclamos de la Francia revolucionaria el «venezolano universal», quien alguna vez peregrinó en La Habana, cuando ya contaba con la experiencia de haber participado como soldado español en la guerra que sostuvieron contra el Reino Unido sus colonias norteamericanas.  
Con ese bagaje militar, llegó en 1792 a la convulsionada París, donde fue testigo presencial de la radicalización del proceso político. Participó en la batalla de Valmy contra el enemigo prusiano; alcanzó los grados de general del Ejército francés y tuvo el honor de que Napoleón mandase a escribir su nombre en el Arco de Triunfo. De entonces acá, todos los americanos lo buscamos con ansiedad en la lista de los héroes cuando viajamos a la Ciudad Luz.
Al igual que Miranda, los demás próceres de nuestra independencia tuvieron que sentirse atraídos por la gloria de aquel hijo de Córcega que, dotado de un genio militar sin igual, irrumpió como un cometa en el escenario político, cuando estaban en peligro la Revolución y la República.
Su actuación en medio de las erráticas decisiones del Directorio y al frente de la difícil tarea del Consulado, restaurando la ley y el orden tras los dislates revolucionarios, hasta culminar en su autoproclamación como monarca del Primer Imperio, le granjearon un protagonismo que trascendió las fronteras e influyó en la propagación de las ideas liberales.
Como consecuencia, el mundo europeo había resultado conmovido; las viejas monarquías, socavadas. Pero cuando el Emperador quiso extender sus dominios sobre otros territorios, tropezó con que el sentimiento de soberanía podía superar a un liberalismo sin patria. De ahí que, en un movimiento popular sin precedentes, los españoles enfrentaran espontáneamente al invasor francés en Madrid, aquellos días de mayo de 1808, cuyas escenas quedaron inmortalizadas por Goya.
Aun cuando reconociera la autonomía de las provincias americanas del dominio español, tampoco los habitantes de estas quisieron aceptar los planes y designios de Bonaparte. Sin embargo, su influencia como líder y estratega fue crucial en el desempeño de independentistas americanos como José San Martín, quien recibió su espada de coronel precisamente en los barrancos de Bailén, luchando contra las huestes napoleónicas que avanzaban en territorio español.
Es también el caso de aquel venezolano que, habiendo presenciado la coronación del Emperador en la Basílica de Notre Dame, dudaría en admirarlo desde ese instante. Tuvo esa vivencia el joven Simón Bolívar a poco tiempo de su llegada a París, donde aprovechó para ilustrarse en diversos campos del saber universal, junto a su tutor y amigo Simón Rodríguez; incluso conocerían allí al gran naturalista Alejandro de Humboldt. Sin dudas, esa experiencia sería fundamental en la forja del Libertador, en su decisión de no descansar hasta que América del Sur fuese completamente libre del dominio español, así como también libre de cualquier otra potencia extranjera.
Aunque comenzó mucho más tarde, Cuba no quedó ajena de aquel proceso emancipador, que se propagó a México, América Central y, por último, a las Antillas españolas. El pensamiento liberal, social y filosófico, así como el adelanto de las ciencias a través de la publicación de la Enciclopedia, constituyeron fuentes en las que bebieron nuestros primeros pensadores. No es casual que el himno nacional de Cuba sea hijo natural y legítimo de La Marsellesa, y que también Mariana sea el nombre de la heroína y madre de la Patria cubana.
Existen vínculos más directos entre Napoleón y Cuba. Una vez caído el Imperio, a nuestro país viajaron muchos de sus servidores, entre ellos, Francisco Antommarchi, médico de cabecera del Emperador cuando ya estaba sellado su destino en la isla de Santa Elena.
Entre los valiosos objetos que, con sumo cuidado, el galeno trajo consigo a estas tierras, se conserva  el molde de la mascarilla que había hecho a Bonaparte instantes después de que falleciera, cuando su rostro pareció recobrar los rasgos de su primera juventud: el rostro vencedor de la campaña de Italia; el rostro de su retrato cruzando Los Alpes...
El doctor Antommarchi trajo además una prenda preciosa: el reloj de oro que marcó las últimas horas del Gran Corso. El Jefe del Estado, General Presidente Raúl Castro Ruz, quien lo recibió como regalo de bodas en Santiago de Cuba en 1959, lo ha depositado en el Museo en memoria de su esposa Vilma, subrayando con este gesto el papel excepcional del patrimonio cultural.
Las piezas aquí reunidas provienen de varias fuentes, esencialmente de la colección del magnate azucarero Julio Lobo. Me consta que su voluntad era que permaneciera en el país que fue su patria. Así me lo manifestó su hija amada, cuyas cenizas regresaron a Cuba no hace mucho tiempo.
Y esta casa fue la ilusión del coronel del Ejército Libertador Orestes de Ferrara, diplomático, político, profesor universitario... Al igual que el primero, su figura es controversial, pero lo que no podemos hacer es borrar la historia. Nunca mejor destino depararía a sus respectivos patrimonios que el haber sido unificados para conformar el Museo Napoleónico de La Habana, con su maravillosa biblioteca.
Quisiera agradecer muy particularmente, a su Excelencia, el embajador de Francia, que trasmitió nuestro deseo a la princesa imperial para viajar a Cuba. Ella vuelve por segunda vez a esta tierra, adonde llega con su ojos claros para deslumbrarse con la belleza de la Isla y del Caribe, que fuera tan importante en la historia de Francia. Juntos recorremos el Museo, al que la princesa ha contribuido trayendo de su patrimonio personal unas bellísimas piezas de porcelana que Napoleón regaló en 1808 a su hermano menor Jerónimo.
Ella es una heroína de Francia, pues luchó por los heridos y por los enfermos, desempeñando un destacadísimo papel en la Cruz Roja, la cual también distinguió a su difunto esposo, el príncipe imperial. En su nombre está hoy aquí.
También hay una representación de la Fundación Napoleón, que trabaja en los documentos de la Biblioteca Nacional de Cuba.
De manera que, a poco de cumplirse 190 años del deceso del gran estratega, se conserva y renueva esta institución. Aquí, en esta isla del Caribe que confunde a algunos y subyuga a otros, reabrimos este espacio que reconoce su legado imperecedero.
Gracias a todos los que han contribuido a hacer posible la reapertura del Museo, y a aquellos que han donado piezas para hacer más rica la colección. El patrimonio nacional es el espíritu invisible de Cuba y de cualquier país, un patrimonio que es universal, como universal es la Francia.
En última instancia, podríamos exclamar como José Martí al llegar a París, deslumbrado por la belleza de la ciudad: «Qué bueno es que París tenga tanto; qué pena que nosotros tengamos tan poco».
Pero hoy esa angustiosa pena ha sido en gran medida reparada.

Arriba: el Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal Spengler, durante el discurso de reapertura del Museo Napoleónico de La Habana, junto a su Alteza Imperial, Alix de Foresta, viuda del príncipe Luis Napoleón Bonaparte, descendiente de Jerónimo, hermano menor del emperador Napoleón I. En su intervención, la princesa se refirió al servicio de mesa que, heredado por vía familiar, decidió donar a esa institución cubana. También hizo uso de la palabra el embajador de Francia en Cuba, John Mendelsohn. Asistieron al acto el vicepresidente del Consejo de Ministros José Ramón Fernández, Héroe de la República de Cuba (foto inferior, cuando cortan la cinta); los ministros de Cultura y de Educación Superior, Abel Prieto Jiménez y Miguel Díaz Canel, respectivamente; así como miembros del cuerpo diplomático y otras personalidades.

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