La expresión de una estética, una época y un hombre hubo de apreciarse en la muestra del Salón del Museo de Arte Colonial, con la cual el Museo Nacional, Palacio de Bellas Artes, conmemoró en 1996 el centenario de la muerte del pintor Guillermo Collazo (1850-1896).
Posiblemente Guillermo Collazo sea uno de los pintores cubanos más atractivos del siglo XIX, no sólo por la diversidad temática (retratos, paisajes, escenas, etc.) sino por su depurada factura y empleo del color.

Collazo desempeñó su labor en contextos que le proporcionaron experiencias diferenciadas que supo asumir de manera creadora.
Nueva York le posibilitó ampliar su formación y afianzar un oficio; La Habana le nutrió de un determinado ambiente insular y una atmósfera intelectual criolla; París le proporcionó madurez y consolidación.
Nueva York le posibilitó ampliar su formación y afianzar un oficio; La Habana le nutrió de un determinado ambiente insular y una atmósfera intelectual criolla; París le proporcionó madurez y consolidación.
Desde una mirada sociologizante no se advierte una relación dialógica entre su discurso artístico y la problemática socio-política de la Isla.
Pero para Collazo, como para otros creadores de la época, la conciencia patria y los corredores artísticos no suponían ideales en conflicto, podía y debían tener senderos diferentes.
Como artista, él representa a una zona de la intelectualidad cubana enfrentada al dilema de la emigración-nación, problemática latente y constante en cualquier ámbito seleccionado y que no suele denotarse en la praxis artística.  Su discurso artístico fluctúa el romanticismo y el nuevo simbolismo, aun con tintes tradicionales: escenas dieciochescas, galantes, damas aristocráticas, paisajes tropicales, con una atmósfera en la cual se respira un universo particular conformado por el autor.
Su mirada ante el conflicto nacional se aprecia en la sistemática colaboración con publicaciones parisinas afines a la causa cubana y en una postura radicalizada en el ámbito familiar.
Entre los cuadros expuestos esta Dama sentada a orillas del mar, en el que intenta más que la representación, la captación de una atmósfera; la gama cromática, así como el contrapunto detalle-conjunto, expresan un amplio dominio técnico.
Tal vez su obra más conocida en Cuba –por la amplia difusión– sea La siesta (1886). Paisaje, ambiente y figura se organizan en función de una imagen que ha sido decepcionada como signo de criollidad y exponente de la tradición cubana.

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