La Sala Transitoria del Museo de la Ciudad exhibió en 1999 «Vieja... pero Habana», la primera exposición personal de Roberto González. «Pintor deliberadamente instintivo», lo definió Argel Calcines al inaugurar la muestra.
Con ésta, su primera exposición personal, Roberto González resultaba ser la más joven promesa de la pintura posmedieval, según el criterio de Jorge R. Bermúdez.
Las ciudades son más sinceras desde lo alto. Una excepción: la Habana Vieja de Roberto González (Ciudad de La Habana, 1972). En ella la nube es el polvo; los escombros, el duro rocío de la restauración. Su primera exposición personal, «Vieja... pero Habana», es la primera evidencia de esta poética visual. Su umbral, un enorme mediopunto, tan del cielo y la tierra como de la realidad y los sueños, donde el orden jónico se hace falo, al leve roce de los putis; trepidante erección entre lo que fue y lo que será, rematada por la virilidad de un gallo fino cubano. Y esa deliciosa tajada de melón, en un primer plano, que es todo sentido. ¿Quién duda que esta pintura es de una isla que en lengua arauaca se nombró infinita?
La vida tiene cosas caprichosas, reza el bolero. Y la pintura cubana también. Resulta que aquí nunca el surrealismo había calado hondo, pues hasta el mismo Lam es más surrealista por la cronología que por los signos de su grafía ancestral. Su claroscuro tiene un gusto a Caravaggio. Sin embargo, desde fines de los ochenta hasta la fecha, la pintura cubana se ha abocado al mejor surrealismo a partir de la más precaria realidad. A golpes de aspiraciones, de citas, ha revivido el cadáver exquisito de Dalí. El surrealismo ha legitimado su insularidad, para hacerse posmedievalidad.
Roberto González es la más joven promesa de esta raigal manera «de hacer» para «un nuevo decir». Véase, si no, su obra Adoración, una de las expuestas en la Sala Transitoria del Museo de la Ciudad. Nunca Diego Velázquez (el pintor, no el conquistador) se sintió más a sus anchas en un interior colonial cubano. La infanta Margarita, todo un símbolo de la belleza femenina, no alcanza a posar el vestido sobre la geometría del piso. De ahí, la belleza como trampa: una papaya es el cepo. «El piso, como el tablero de ajedrez, representa la vida; el lugar que vas a ocupar en ella y lo que vas a arriesgar o perder», apunta el pintor.
«En cambio, el pez es símbolo de transición», afirma. El caballo también parece serlo. Casi siempre el pez invierte su elemento, vuela; el caballo de madera se hace sangre, galopa. Pero, a veces, el pez queda fijado en un cuadro; el caballo, a la barra polícroma de un tiovivo... Y una paloma vendada, revolotea en uno de esos interiores característicos de la arquitectura de la Habana Vieja.
Al tratamiento realista de los símbolos, se le opone el expresionista del espacio, de la escalera de caracol. Para un mayor acuerdo con esta suprarrealidad, la obra se titula La carrera. El agua, el aire y la tierra, retenidos, parecen preguntarse: ¿Hacia dónde vamos? La respuesta espera por el hombre. En tanto, Roberto González escucha por los colores, responde con silencios. Su pintura es ya más del ala que de la crisálida, de la ciudad que de él crece y elévase entre piedras centenarias, que no son precisamente las más altas.
Si esta ciudad pareciese difunta para alguno que otro infante de antaño, las pinturas de Roberto González serían una prueba más de que los jóvenes artistas se afanan en revivirla: Vieja… pero Habana.
Parecen salir estas obras del torrente mañanero que en la Catedral y otras plazas se derrama sobre el turismo de paso, pero no: si el pintor autodidacto viene de allí, ya entonces ha comenzado a rumiar una poética personal que lo va claramente diferenciando.
Al «interiorizar» la ciudad, Roberto nos sorprende con elementos surrealistas que, deliberadamente expuestos, parecen haber emanado —sin embargo— de una suerte de inconsciente de la urbe. Porque la Habana Vieja tiene su it y, como habanero raigal, este muchacho pinta dando rienda a instintos de profundo origen urbano.
Digamos que vive cerca del mar, a pocos pasos del Malecón, pero jamás se asoma a su muro. No obstante, no puede evitar que en muchos de sus cuadros aparezcan peces «como expresión de tránsito entre la vida y la muerte», dice. O sea, son peces fuera del agua… cual símbolos de la relación Eros-Tánatos en que la propia ciudad se debate.
No falta la recurrencia fálica: esa columna sobre los escombros, junto a manzanas-testículos y un gallo empecinado en lo alto.
Dos ángeles contrapuestos garantizan el delicado equilibrio, simbolizando una vez más la puja eterna entre vida y muerte.
Pintor deliberadamente instintivo, con ésta —su primera exposición personal— Roberto González se asoma a la ciudad como quien acerca su oído a un caracol, sabiendo que el sonido que escuchará es el de su propia sangre.
La vida tiene cosas caprichosas, reza el bolero. Y la pintura cubana también. Resulta que aquí nunca el surrealismo había calado hondo, pues hasta el mismo Lam es más surrealista por la cronología que por los signos de su grafía ancestral. Su claroscuro tiene un gusto a Caravaggio. Sin embargo, desde fines de los ochenta hasta la fecha, la pintura cubana se ha abocado al mejor surrealismo a partir de la más precaria realidad. A golpes de aspiraciones, de citas, ha revivido el cadáver exquisito de Dalí. El surrealismo ha legitimado su insularidad, para hacerse posmedievalidad.
Roberto González es la más joven promesa de esta raigal manera «de hacer» para «un nuevo decir». Véase, si no, su obra Adoración, una de las expuestas en la Sala Transitoria del Museo de la Ciudad. Nunca Diego Velázquez (el pintor, no el conquistador) se sintió más a sus anchas en un interior colonial cubano. La infanta Margarita, todo un símbolo de la belleza femenina, no alcanza a posar el vestido sobre la geometría del piso. De ahí, la belleza como trampa: una papaya es el cepo. «El piso, como el tablero de ajedrez, representa la vida; el lugar que vas a ocupar en ella y lo que vas a arriesgar o perder», apunta el pintor.
«En cambio, el pez es símbolo de transición», afirma. El caballo también parece serlo. Casi siempre el pez invierte su elemento, vuela; el caballo de madera se hace sangre, galopa. Pero, a veces, el pez queda fijado en un cuadro; el caballo, a la barra polícroma de un tiovivo... Y una paloma vendada, revolotea en uno de esos interiores característicos de la arquitectura de la Habana Vieja.
Al tratamiento realista de los símbolos, se le opone el expresionista del espacio, de la escalera de caracol. Para un mayor acuerdo con esta suprarrealidad, la obra se titula La carrera. El agua, el aire y la tierra, retenidos, parecen preguntarse: ¿Hacia dónde vamos? La respuesta espera por el hombre. En tanto, Roberto González escucha por los colores, responde con silencios. Su pintura es ya más del ala que de la crisálida, de la ciudad que de él crece y elévase entre piedras centenarias, que no son precisamente las más altas.
Dr. Jorge R. Bermúdez
Profesor de Arte y Comunicación
Publicado en: Opus Habana No. 2/ 1999, pág. 2,
en Breviario
Profesor de Arte y Comunicación
Publicado en: Opus Habana No. 2/ 1999, pág. 2,
en Breviario
Si esta ciudad pareciese difunta para alguno que otro infante de antaño, las pinturas de Roberto González serían una prueba más de que los jóvenes artistas se afanan en revivirla: Vieja… pero Habana.
Parecen salir estas obras del torrente mañanero que en la Catedral y otras plazas se derrama sobre el turismo de paso, pero no: si el pintor autodidacto viene de allí, ya entonces ha comenzado a rumiar una poética personal que lo va claramente diferenciando.
Al «interiorizar» la ciudad, Roberto nos sorprende con elementos surrealistas que, deliberadamente expuestos, parecen haber emanado —sin embargo— de una suerte de inconsciente de la urbe. Porque la Habana Vieja tiene su it y, como habanero raigal, este muchacho pinta dando rienda a instintos de profundo origen urbano.
Digamos que vive cerca del mar, a pocos pasos del Malecón, pero jamás se asoma a su muro. No obstante, no puede evitar que en muchos de sus cuadros aparezcan peces «como expresión de tránsito entre la vida y la muerte», dice. O sea, son peces fuera del agua… cual símbolos de la relación Eros-Tánatos en que la propia ciudad se debate.
No falta la recurrencia fálica: esa columna sobre los escombros, junto a manzanas-testículos y un gallo empecinado en lo alto.
Dos ángeles contrapuestos garantizan el delicado equilibrio, simbolizando una vez más la puja eterna entre vida y muerte.
Pintor deliberadamente instintivo, con ésta —su primera exposición personal— Roberto González se asoma a la ciudad como quien acerca su oído a un caracol, sabiendo que el sonido que escuchará es el de su propia sangre.
Argel Calcines
Opus Habana
Palabras al catálogo de la exposición «Vieja... pero Habana»
Opus Habana
Palabras al catálogo de la exposición «Vieja... pero Habana»
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